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La única que saludó a Vasili Ivanovitch, a su regreso a su casa, fue Marisha. Le dijo tímidamente:

– Venga, Vasili Ivanovitch, coma usted algo. He hecho una sopa de fideos adrede para usted -y se ruborizó de gratitud y de confusión cuando él le dio las gracias con una triste sonrisa, silenciosa y distraída.

Vasili Ivanovitch vio a Irina en una celda de la G. P. U. Luego se encerró en su cuarto, llorando de felicidad porque por lo menos había logrado poder satisfacer la última petición de su hija. Irina había solicitado permiso para contraer matrimonio con Sasha antes de salir para Siberia.

La ceremonia se celebró en una sala vacía de la G. P. U. A la puerta había centinelas armados. Vasili Ivanovitch y Kira actuaron de testigos. Los labios de Sasha temblaban. Irina permanecía serena. Desde el momento de su detención había conservado imperturbablemente la calma. Había enflaquecido ligeramente; su cutis parecía transparente, sus ojos demasiado grandes; pero sus dedos, al apoyarse en el brazo de Sasha, eran firmes y seguros. Después de la ceremonia levantó la cabeza para que él la besara, con una sonrisa tierna y compasiva como la de una madre por un hijo atormentado por la angustia.

El funcionario a quien Vasili Ivanovitch se dirigió le dijo: -Bien; ya ha obtenido usted lo que deseaba. Aunque no veo qué beneficio sacarán de esta ridicula farsa. ¿Ignora usted que sus cárceles se hallan a trescientos cincuenta kilómetros una de otra?

– Efectivamente -dijo Vasili Ivanovitch cayendo pesadamente sobre una silla-, lo ignoraba.

Pero Irina lo había sospechado. Con todo, esperaba que, una vez casados, quizá hubiera sido posible lograr que les destinasen a un mismo presidio. No fue así.

Esta fue la última cruzada de Vasili Ivanovitch. No cabía apelación contra una sentencia de la G. P. U., pero cabía la posibilidad de que se transfiriese a uno de los dos a la cárcel del otro. Si pudiese encontrar a alguien con bastante influencia…

Vasili Ivanovitch se levantó al amanecer. Marisha le obligó a tomarse una taza de café mientras salía a acompañarle al rellano, poniéndole la taza en las manos, tiritando de frío en su largo camisón. La noche sorprendió a Vasili Ivanovitch en la antesala de un casino, esforzándose en abrirse paso entre el gentío, con su viejo sombrero en la mano, intentando retener por un momento la atención de un imponente personaje al que había estado aguardando horas y horas y diciéndole humildemente…

– Sólo dos palabras, camarada comisario… se lo ruego… Pero un criado de uniforme le puso violentamente en la calle, y el pobre Vasili Ivanovitch perdió su sombrero.

Pidió audiencia a un personaje y obtuvo una cita. Entró en un solemne despacho, con un raído abrigo remendado y cepillado con esmero, los zapatos muy lustrosos, el cabello cuidadosamente peinado. Sus hombros, que en otros tiempos habían llevado un pesado fusil durante las largas y oscuras noches siberianas, estaban desesperadamente encorvados mientras, de pie ante una mesa, decía a un comisario de ceñudo aspecto:

– He aquí todo cuanto pido, camarada comisario; no solicito nada más que esto. No es mucho, ¿verdad? Únicamente que les envíen a un mismo lugar. Sé que han actuado contra la revolución y que tenían ustedes el derecho de castigarles. No me quejo por el castigo, camarada comisario. Son diez años, ¿sabe usted?, pero es una pena justa. Pero lo que le ruego es que les envíe a un mismo penal. ¿Qué diferencia representa para el Estado? Son jóvenes y se quieren. Son diez años, pero usted ya sabe, como lo sé yo, que no volverán jamás, con lo que es la Siberia, el frío, el hambre…

– ¿Qué quiere usted decir? -le interrumpió una voz brusca.

– Camarada comisario… no quería decir nada…'No, nada absolutamente… Pero supongamos que cayesen enfermos. Irina no es muy fuerte. No están condenados a muerte, ¿verdad? Y mientras vivan, ¿no puede dejárseles juntos? ¡Para ellos esto significa tanto y para los demás, tan poco! Yo ya soy viejo, camarada comisario, y conozco la Siberia. Me consolaría mucho el saber que no está sola allá abajo; que con ella está un hombre… su marido. No sé si me dirijo correctamente a usted, camarada comisario, pero tiene usted que perdonarme. ¿Sabe usted?, nunca en mi vida he pedido ningún favor a nadie. Tal vez cree usted que le tengo odio, en el fondo de mi corazón. No es así. Concédame esto, sólo esto: envíelos, a una misma cárcel y le bendeciré a usted por todos los días de mi vida.

La respuesta fue negativa. Kira habló con Andrei y le refirió lo acaecido.

– Ya he oído hablar de ello -dijo Andrei-. ¿Sabes quién denunció a Irina?

– No -dijo Kira, y volviendo la cabeza añadió-: No lo sé, pero lo sospecho. No me lo digas, prefiero seguir ignorándolo.

– No te lo diré, pues.

– No te pido ayuda. Sé que no puedo pretender que intercedas por un contrarrevolucionario; pero ¿no podrías pedir que les enviasen a una misma cárcel? Por tu parte no sería ninguna traición, y verdaderamente la cosa no implica una diferencia tan grande, ¿no te parece?

– Sin duda. Lo probaré.

En la oficina de la G. P. U., el funcionario miró fríamente a Andrei y le preguntó:

– ¿Intercedes… por un pariente tuyo, camarada Taganov?

– No te comprendo, camarada -contestó Andrei con calma, mirándole fijamente.

– Oh, sí; me comprendes muy bien, y creo que debes comprender que el tener por amante a la hija de un expatrono no es precisamente el mejor medio de robustecer tu posición en el Partido. No te extrañe, camarada Taganov. No creías que lo supiéramos, ¿verdad? ¿Y tú trabajas en la G. P. U.? Me sorprende.

– Mis asuntos personales…

– ¿Qué clase de asuntos, camarada?

– Si te refieres a la ciudadana Argounova…

– Me refiero exactamente a la ciudadana Argounova. Y quisiera sugerirte que usaras alguno de nuestros métodos y un poco de autoridad que te confiere tu posición para indagar acerca de la ciudadana Argounova… en interés tuyo, ya que hablamos de este asunto.

– Sé todo cuanto tengo que saber acerca de la ciudadana Argounova. No hay necesidad de implicarla en lo otro. Desde el punto de vista político, es absolutamente irreprensible.

– ¡Oh, desde el punto de vista político! ¿Y desde otros puntos de vista?

– Si hablas como superior mío, me niego a escuchar nada referente a la ciudadana Argounova excepto aquello que tenga relación con su posición política.

– Muy bien. No tengo nada más que decir. Hablaba únicamente como amigo. Anda con cuidado, camarada Taganov. No te quedan muchos amigos… en el Partido.

Andrei no pudo hacer nada en favor de Irina.

– ¡Qué diablo! -exclamó Leo metiendo la cabeza en una palangana de agua fría, porque la noche anterior había regresado muy tarde a casa-, iré a encontrar a ese indecente Syerov. El tiene un amigo muy influyente en la G. P. U., y si yo se lo digo tendrá que hacer algo.

– ¡Son unos bellacos! ¿Qué diferencia puede representar para ellos el que aquellas dos pobres criaturas se pudran juntas o no en sus infernales cárceles. De todos modos saben que no saldrán con vida.

– No se lo digas así, Leo. Pídeselo cortésmente.

– Se lo pediré cortésmente.

En la antesala del despacho de Syerov la secretaria de éste escribía a máquina con aire preocupado, mordiéndose el labio inferior. Delante de la valla de madera había diez visitantes aguardando. Leo atravesó la estancia con resolución, abrió la puerta de la valla y dijo a la secretaria:

– Deseo ver al camarada Syerov, en seguida.

– Pero, ciudadano -balbució la secretaria-, no está permitido…

– He dicho que necesito verle en seguida.