Выбрать главу

El comisario pensaba en las nubes como vehículo de un veneno encontrado en el fondo de las órbitas huérfanas. Cuando había salido de París aquella noche, no imaginaba semejante investigación.

Cuarenta minutos después, el policía llegó al puerto de la Mine-de-Fer. No le costó nada reparar en la estación meteorológica, que elevaba su cúpula en la ladera de la montaña. Niémans siguió el camino que llevaba al edificio científico, descubriendo poco a poco un espectáculo sorprendente. A cien metros del laboratorio, unos hombres se esforzaban en hinchar un globo colosal de plástico transparente. Aparcó y bajó la pendiente, se acercó a los hombres de caras rubicundas que llevaban parka y les mostró su carné oficial. Los meteorólogos le miraron sin comprender. Los largos paneles arrugados del globo parecían un río de plata. Debajo, una llama azulada hinchaba lentamente las lonas. La escena entera tenía un carácter de encantamiento, de sortilegio.

– Comisario Niémans -gritó el policía para cubrir el fragor de la llama. Señaló la cúpula de cemento-. Necesito que uno de ustedes me acompañe a la estación.

Se enderezó un hombre, que por lo visto era el responsable.

– ¿Cómo?

– Necesito saber dónde llovió el sábado pasado. Para una investigación criminal.

El meteorólogo estaba de pie, estirando la cabeza hacia fuera. La capucha del chubasquero le azotaba la cara. Indicó la inmensa campana que se hinchaba progresivamente. Niémans se inclinó e hizo un gesto.

– El globo esperará.

El científico tomó la dirección del laboratorio, refunfuñando:

– El sábado no llovió.

– Vamos a verlo.

El hombre tenía razón. Cuando consultaron, en una de las oficinas, el puesto central meteorológico, no encontraron ni la sombra de una turbulencia, de una precipitación o de una tormenta encima de Guernon durante aquellas horas de octubre. Los mapas del satélite que se dibujaban en la pantalla eran inequívocos: ni durante el día ni durante la noche del sábado al domingo había caído una gota de lluvia en la región. Otros elementos aparecían en una esquina de la pantalla: el porcentaje de humedad del aire, la presión atmosférica, la temperatura… El científico se dignó ofrecer algunas explicaciones con una sonrisa forzada: un anticiclón había impuesto cierta estabilidad a los movimientos del cielo durante cerca de cuarenta y ocho horas.

Niémans pidió al ingeniero que ampliara la búsqueda a la mañana y después a la tarde del domingo. Ninguna tormenta, ningún chubasco. Hizo ensanchar la investigación hasta un radio de cien kilómetros. Nada. Doscientos kilómetros. Tampoco. El comisario golpeó la mesa.

– No es posible -murmuró-. Ha llovido en alguna parte. Tengo la prueba. En el fondo de un valle. En la cumbre de una colina. En algún lugar de los alrededores ha habido una tormenta.

El meteorólogo se encogió de hombros, pulsando su ratón, mientras sombras irisadas, dibujos ondulados, ligeras espirales viajaban por la pantalla encima de un mapa de montañas, remontando así la génesis de un día puro y sin nubes en el corazón del Isère.

– Tiene que haber una explicación -masculló Niémans-. ¡Juraría que…!

Su teléfono móvil sonó.

– ¿Señor comisario? Alain Derteaux al aparato. He reflexionado sobre su historia del lignito. También yo he realizado mi pequeña investigación. Lo lamento mucho, pero he cometido un error.

– ¿Un error?

– Sí. Es imposible que una lluvia de tanta acidez haya caído aquí durante el fin de semana. Ni tampoco en cualquier otro momento.

– ¿Por qué?

– Me he informado sobre las industrias de lignito. Incluso en los países del Este, las chimeneas que queman este combustible llevan hoy en día filtros especiales. O bien los minerales están desazufrados. En resumen, esta contaminación ha bajado mucho desde los años sesenta. Lluvias tan contaminantes ya no caen en ninguna parte desde hace treinta y cinco años. ¡Por suerte! Le he inducido a un error: discúlpeme.

Niémans guardó silencio. El ecologista continuó en un tono incrédulo:

– ¿Está seguro de que su cuerpo tiene esos restos?

– Segurísimo -replicó Niémans.

– Entonces es increíble, pero su cadáver proviene del pasado. Ha recogido una lluvia caída hace más de treinta años y…

El policía colgó murmurando un vago «hasta la vista». Con los hombros cansados, volvió a su coche. Por un breve instante había creído tener una pista. Pero se había diluido entre sus manos, como esa agua cargada de acidez que conducía a un absurdo total.

Niémans alzó por última vez los ojos hacia el horizonte.

El sol lanzaba ahora sus rayos transversales, aureolando los arabescos enguatados de las nubes. El resplandor de la luz rebotaba contra las cumbres del Grand Pie de Belledonne, refractándose sobre las nieves eternas. ¿Cómo había podido él, un policía de profesión, un hombre racional, creer por un solo instante que unas cuantas nubes iban a indicarle la dirección del lugar del crimen?

¿Cómo había podido…?

Abrió súbitamente los brazos hacia el paisaje resplandeciente, imitando el gesto de Fanny Ferreira, la joven alpinista. Acababa de comprender dónde había sido asesinado Rémy Caillois. Acababa de ocurrírsele dónde se podía encontrar el agua que databa de hacía más de treinta y cinco años.

No era en la tierra.

No era en el cielo.

Era en los hielos.

Rémy Caillois había sido asesinado por encima de los tres mil metros de altitud. Allí donde las lluvias de cada año se cristalizan y permanecen en la eternidad transparente del hielo.

Tal era el lugar del crimen. Y eso era algo concreto.

IV

17

La una. Karim Abdouf entró en la oficina de Henri Crozier y puso su informe delante de él. El hombre, concentrado en una carta que estaba escribiendo, no echó ni una mirada al fajo de papeles y preguntó:

– ¿Qué hay?

– Los skins no han dado el golpe, pero han visto dos siluetas saliendo del panteón. Esta misma noche.

– ¿Te han dado su descripción?

– No. Estaba demasiado oscuro.

Crozier se dignó levantar la vista.

– Puede que mientan.

– No mienten. Y no son ellos quienes han profanado la tumba.

Karim se calló. El silencio se prolongó entre los dos hombres. El teniente prosiguió:

– Usted tenía un testigo, comisario. -Señaló con el índice al hombre sentado-. Tenía un testigo y no me lo dijo. Le advirtieron que los skins merodeaban cerca del cementerio aquella noche y usted concluyó que eran ellos los culpables. Pero la realidad es más compleja. Y si usted me hubiera dejado interrogar a su testigo, yo…

Crozier levantó la mano con lentitud, en señal de apaciguamiento.

– Cálmate, pequeño. La gente de aquí se confía a los antiguos. A los de su pueblo. A ti nunca te habrían dicho ni la décima parte de lo que han venido a contarme a mí de forma espontánea. ¿Es esto todo lo que te han dicho los rapados?

Karim contempló los carteles a la mayor gloria de los «agentes de la paz». Sobre uno de los muebles de hierro brillaban las copas ganadas por Crozier en diversos campeonatos de tiro.

– Los skins también han visto un cacharro blanco salir de aquella esquina alrededor de las dos de la madrugada. Circulaba por la D143.

– ¿Qué clase de cacharro?

– Un Lada. U otra marca del Este. Hay que poner a alguien sobre esa pista. Los cacharros de este tipo no deben de abundar en la región y…