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Karim le interrumpió:

– ¿Tienes fax en tu casa?

– No estoy en mi casa. Todavía estoy en el laboratorio -suspiró-. No hay piedad para los científicos.

– ¿Puedo enviarte mis fichas?

– No te diré nada nuevo.

El teniente guardó silencio. Mosset volvió a suspirar:

– Vale. Me apostaré al lado del fax. Llámame enseguida.

Karim salió de la pequeña oficina donde se había aislado, envió sus dos faxes, volvió a su rincón y pulsó la tecla bis de su teléfono. Unos gendarmes iban y venían. En medio del barullo, nadie le prestaba atención.

– Impresionante -murmuró Mosset-. ¿Estás seguro de que la primera ficha lleva las huellas de una difunta?

Karim volvió a mirar las fotografías en blanco y negro del accidente. Los frágiles miembros de la niña emergiendo del caos de la carrocería arrugada. Vio de nuevo la cara del viejo agente de tráfico que había conservado la ficha dactilar.

– Seguro -replicó.

– Tiene que haber un error en las identidades, en las tomas de huellas. Esto sucede a menudo, nosotros…

– No pareces entenderlo -murmuró Karim-. Importa poco la identidad inscrita en la ficha. Importan poco los nombres y las escrituras. Lo que quiero decir es que la mano de la niña accidentada lleva los mismos surcos que la mano que ha empuñado el arma esta noche. Eso es todo. Dios mío, me importa un bledo su identidad. ¡Se trata simplemente de la misma mano!

Hubo un silencio. Un suspenso en la noche eléctrica, y entonces Mosset soltó una carcajada.

– Tu caso es imposible. Es todo lo que puedo decirte.

– Te he conocido más inspirado. Tiene que haber una solución.

– Siempre hay una solución. Los dos lo sabemos. Y estoy seguro de que vas a encontrarla. Llámame otra vez cuando el asunto se haya aclarado. Me encantan las historias que acaban bien. Con una explicación racional.

Karim lo prometió y colgó. Un engranaje maquinaba bajo su cráneo.

En los pasillos de la brigada se cruzó de nuevo con Marc Costes y Patrick Astier. El médico forense llevaba una cartera de cuero con muescas cuadradas y presentaba un rostro lívido.

– Me voy al CHRU de Annecy -explicó, lanzando una mirada incrédula a su compañero-. Acabamos… acabamos de saber que hay dos cuerpos. Mierda. El policía también está muerto… Éric Joisneau… Esto ya no es una investigación. Es una masacre.

– Estoy al corriente. ¿Cuánto tiempo tardarás?

– Por lo menos hasta la madrugada. Pero otro forense ya está allí. El caso se amplía.

Karim miraba al doctor de rasgos afilados, a la vez juveniles y huidizos. El hombre tenía miedo, pero Abdouf sentía que su propia presencia le inspiraba confianza.

– Costes, he pensado una cosa… Querría pedirte una opinión.

– Te escucho.

– En tu primer informe hablas, en relación a los hilos metálicos empleados por el asesino, de un cable de freno o de una cuerda de piano. En tu opinión, ¿es el mismo cable con el que mató a Sertys?

– El mismo, sí. La misma fibra. El mismo grosor.

– Si se tratara de una cuerda de piano, ¿podrías deducir la nota?

– ¿La nota?

– Sí. La nota musical. Midiendo el diámetro de una cuerda, ¿puedes deducir la nota exacta a la que corresponde en la escala de las octavas?

Costes sonrió, incrédulo.

– Ya veo lo que quieres decir. Quieres que yo…

– Tú o un ayudante. Pero esta tonalidad me interesa.

– ¿Estás sobre una pista?

– No lo sé.

El médico forense manoseó sus gafas.

– ¿Dónde puedo encontrarte? ¿Tienes un móvil?

– No.

– Sí.

Astier plantó en la mano de Karim un teléfono móvil, un modelo minúsculo, negro y cromado. El árabe no comprendía nada. El ingeniero sonrió.

– Tengo dos. Creo que lo necesitarás en las próximas horas.

Se intercambiaron los números. Marc Costes desapareció. Karim se volvió hacia Astier.

– Y tú, ¿qué vas a hacer?

– Poca cosa. -Abrió las manazas vacías-. Ya no tengo nada que meter en mis máquinas.

Súbitamente, Karim propuso al ingeniero ayudarle en su propia investigación y realizar dos misiones para él.

– ¿Dos misiones? -repitió Astier entusiasmado-. Todas las que quieras.

– La primera es ir a consultar los registros de nacimientos en el CHRU de Guernon.

– ¿Para descubrir qué?

– En la fecha del 23 mayo de 1972 encontrarás el nombre de Judith Hérault. Mira si tenía una hermana o un hermano gemelo.

– ¿Es la niña de las huellas?

Karim asintió. Astier preguntó entonces:

– ¿Piensas en otro niño que tuviera las mismas huellas?

El poli asintió, incómodo.

– Ya lo sé. Esto no se aguanta en pie. Pero hazlo.

– ¿Y la otra misión?

– El padre de la niña murió en un accidente de coche.

– ¿El también?

– Sí, él también. Salvo que iba en bicicleta y yo te hablo de una colisión. En agosto del 80. El nombre es Sylvain Hérault. Mira aquí, en la brigada. Estoy seguro de que encontrarás el expediente.

– ¿Y qué he de buscar?

– Las circunstancias exactas del accidente. El individuo fue atropellado por un conductor que se volatilizó. Estudia cada detalle. Puede haber algo descabellado.

– ¿Del tipo accidente voluntario?

– De ese tipo, sí.

Karim giró sobre sus talones. Astier le llamó:

– ¿Y tú? ¿Adónde vas?

Dio media vuelta, ligero, liberado, casi irónico ante el terror de los instantes inminentes.

– ¿Yo? Vuelvo a la casilla de salida.

IX

47

El instituto para ciegos era un edificio claro, no una sombra como las casas de Guernon, sino un edificio resplandeciente bajo la lluvia, al pie del macizo de Sept-Laux. Niémans se encaminó hacia el portal.

Eran las dos de la madrugada. Ninguna luz estaba encendida. El comisario de policía llamó al timbre mientras contemplaba largos prados en declive alrededor de la construcción. Advirtió las células fotoeléctricas, fijadas sobre pequeños bornes en el límite del recinto. Hilos invisibles formaban, pues, una red de alarmas, sin duda menos en atención a los ladrones que para prevenir a los ciegos cuando se alejaban del redil.

Niémans volvió a llamar.

Por fin le abrió un guardián pasmado que escuchó sus explicaciones sin que ningún fulgor le aclarase los párpados. De todos modos, el hombre hizo entrar al policía en una gran sala y se fue a despertar al director.

El comisario esperó. Sólo la lámpara del vestíbulo iluminaba la habitación. Cuatro paredes de cemento blanco, un suelo desnudo, también blanco. Al fondo, una escalinata que ascendía en forma de pirámide a lo largo de una barandilla de madera clara y sin pulir. Unas lámparas integradas al techo de lona tirante. Ventanales sin sistema de abertura que descubrían las montañas del exterior. Todo el conjunto evocaba un sanatorio de una nueva época, limpia y vivificante, diseñado por arquitectos de temperamento caprichoso.

Niémans se fijó en nuevos apliques fotoeléctricos: los invidentes, pues, se desplazaban siempre en un espacio cuadriculado. En cada pared se dibujaban en este instante las infinitas miríadas del aguacero que resbalaban por los cristales. Por el aire se paseaban los olores de masilla y cemento: el lugar, apenas seco, carecía singularmente de calor.

Dio algunos pasos. Le intrigó un detalle; una parte del espacio estaba ocupada por caballetes en los cuales se desplegaban dibujos como señales enigmáticas. De lejos, esos esbozos parecían ecuaciones de un matemático. De cerca, se reconocían unas efigies finas y primitivas, coronadas por rostros atormentados. Asombró al policía descubrir un taller de dibujo en un centro para niños invidentes. Experimentó sobre todo un alivio profundo; casi podía sentir distenderse las fibras de su pieclass="underline" desde que estaba en esa casa no había oído un ladrido ni un estremecimiento animal. ¿Podía ser que no hubiese ningún perro en un centro para ciegos?