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Pero tenía que seguir siendo libre de sus actos.

52

– Caliente, Abdouf. Caliente, caliente.

La voz de Patrick Astier atravesó una tempestad de interferencias. El teléfono móvil había sonado cuando Karim cruzaba una verdadera estepa, mineral y gris. El poli había saltado y evitado por los pelos salirse de la carretera. Astier continuó en tono febriclass="underline"

– Tus dos misiones eran dos bombas de relojería. Y me han explotado en plena jeta.

Karim sintió que los nervios se le tensaban bajo la piel.

– Te escucho -dijo, aparcando al borde de la carretera, con los faros apagados.

– Primero, el accidente de Sylvain Hérault. He encontrado el expediente. Y obtenido confirmación de tus propias informaciones. Sylvain Hérault murió circulando en bicicleta por la D17, bajo las ruedas de un cacharro que nunca fue identificado. Caso triste, caso cerrado. Los gendarmes de la época llevaron a cabo una investigación rutinaria. Ningún testigo. Nada que pudiera motivar otra interpretación,…

El tono de voz exigía una pregunta. Dócil, Karim dio la réplica:

– ¿Pero?

– Pero -prosiguió el químico-, desde aquella época lejana hemos dado pasos de gigante en materia de tratamiento de imágenes…

Karim ya veía perfilarse un nuevo discurso tecnológico. Intervino:

– ¡Por piedad, Astier, ve derecho al grano!

– Vale. En el expediente he encontrado fotos. Clisés en blanco y negro tomados por el fotógrafo de un periodicucho local. En ellos se ven las huellas de neumáticos de bicicleta, entrecruzadas con huellas del cacharro. Todo es tan minúsculo y vago que uno se pregunta por qué se han tomado la molestia de conservar esos clisés.

– ¿Y qué más?

El científico guardó silencio, cuidando el efecto:

– Pues que en el campus de Grenoble poseemos un instituto de óptica de enormes prestaciones.

– Joder, Astier, vas a…

– Espera. Esos tíos son capaces de tratar las imágenes hasta un grado que no puedes imaginarte. Amplían, contrastan, borran las interferencias, cambian las tramas… En suma, pueden poner en evidencia detalles invisibles a simple vista. Conozco bien a esos ingenieros. Me he dicho que quizá merecía la pena despertarlos y ponerlos a trabajar sobre el expediente. He usado el CMM a modo de escáner y les he enviado las fotografías. Incluso recién desvelados, esos tíos son geniales. Han tratado inmediatamente las imágenes y…

– ¿Y qué?

Nuevo silencio, nuevo golpe de efecto de Astier:

– Sus resultados cuentan una historia muy distinta de la del informe de gendarmería. Han ampliado las trazas de los neumáticos de la bicicleta y del coche. Han podido, por contraste, estudiar con exactitud el sentido de los dibujos sobre el asfalto. Su primera conclusión es que Hérault no iba a su trabajo, hacia las montañas, como indica el expediente. La dirección de las espigas es la opuesta: Hérault circulaba hacia la facultad. Lo he verificado sobre un plano.

– Pero, ¿qué había dicho su mujer, Fabienne?

– Fabienne Hérault mintió. He leído su declaración: confirma simplemente la suposición de los gendarmes, que el cristalero se dirigía al pico de Belledonne. Es completamente falso.

Karim apretó las mandíbulas. Una nueva mentira, un nuevo misterio. Astier continuó:

– Y esto no es todo. Los ópticos también se han concentrado en las huellas de los neumáticos del cacharro. -El ingeniero hizo una pausa y prosiguió-: Se inscriben en los dos sentidos, Abdouf. El conductor pasó una vez sobre el cuerpo y luego retrocedió y atropello por segunda vez a la víctima. Es un jodido asesinato. Tan frío como la serpiente en su huevo.

Karim ya no escuchaba. El tañido de su corazón golpeaba lentamente su pecho. Por fin discernía el móvil de una venganza para los Hérault. Más allá de la huida de las dos mujeres, más allá de aquella existencia de miedo y persecución, que había provocado indirectamente la muerte de Judith, hubo un asesinato. El de Sylvain Hérault. Los diablos habían eliminado primero al «hombre fuerte» de la familia, y después perseguido a las mujeres.

Fabienne Hérault. Judith Hérault. Los pensamientos de Abdouf rebotaban.

– ¿Y el hospital? -preguntó.

– Es la bomba número dos. He consultado el registro de nacimientos de 1972. La página del 23 de mayo está arrancada.

Karim sentía crecer en su interior una sensación de déjà-vu, la resaca de otra vida que se hubiera concentrado en pocas horas.

– Pero eso no es lo más extraño -continuó Astier-. También he consultado los archivos, allí donde se hallan depositados los historiales médicos de los niños. Un verdadero laberinto, inundado además. Esta vez he encontrado el historial de Judith. Sin dificultad. ¿Entiendes lo que esto significa, no? Todo indica que aquella noche ocurrió algo más, un hecho que fue consignado en el registro general, pero no en el historial personal de la niña. Arrancaron esa página para borrar ese hecho misterioso, no para ocultar el nacimiento de tu niña. He interrogado a varias enfermeras al respecto, pero todas tenían ganas de irse a dormir y eran demasiado jóvenes para las historias del tío Astier…

Karim lo sabía: el técnico se hacía el fanfarrón para burlar su miedo. Karim lo percibía, incluso a través de las lejanas interferencias. Le dio las gracias y colgó.

Ya contemplaba el macizo cubierto de hierba de la colina Herzine, que se dibujaba a cuatrocientos metros de distancia.

En aquella ladera de sombra le esperaba la verdad.

53

La casa de Fabienne Hérault.

La cumbre de una colina. Paredes de piedra. Ventanas ciegas.

Cuando cesó la lluvia, unas nubes pálidas se deslizaron por el cielo denso. Capas de bruma revoloteaban lentamente a lo largo de las pendientes verde esmeralda. En derredor continuaba el horizonte desértico. Un túmulo de piedras. Nada ni nadie a más de veinte kilómetros a la redonda.

Karim aparcó el coche y subió el prado en declive. La vivienda le recordaba la casa que la mujer había ocupado cerca de Sarzac; sus grandes piedras le daban el aire de un santuario celta. Se fijó en una inmensa antena junto a la barraca. Desenfundó el arma. Y se acordó de que ya tenía una bala en el cañón. Saberlo le serenó.

Antes de encaminarse hacia la puerta, se dirigió al garaje, que albergaba un break Volvo cubierto por una funda clara. El cerrojo no estaba echado. Abrió el capó y destruyó la caja de fusibles con varios gestos expertos. Si las cosas iban mal, Fabienne Hérault, ocurriera lo que ocurriese, no podría huir.

El policía caminó hasta el portal y llamó con varios golpes sordos. Se apartó del umbral, empuñando el arma.

Tras unos segundos furtivos, la puerta se abrió. Sin un clic. Sin deslizamiento de pestillo. Fabienne Hérault ya no vivía en la desconfianza.

Karim cruzó rápidamente el umbral, ocultando su arma.

Descubrió una silueta alta como él, cuya mirada desafiaba la suya. Hombros arqueados, una cara diáfana y muy regular, aureolada por una cabellera castaña y rizada, casi crespa. Unas gafas casi tan gruesas como bambúes. Karim no habría sabido describir aquel rostro, dulcemente soñador, casi ausente.

Dominó su voz:

– Teniente Karim Abdouf. Policía.

Ninguna señal de asombro por parte de la mujer. Miraba a Karim por encima de sus gafas, haciendo oscilar ligeramente la cabeza. Después bajó la vista hacia la mano que disimulaba la Glock. Abdouf creyó ver a través de los cristales un fulgor de malicia.

– ¿Qué quiere? -preguntó con voz cálida.

Karim permaneció inmóvil, petrificado en el silencio del campo nocturno.

– Entrar, para empezar.

La mujer sonrió y retrocedió.

Los postigos estaban cerrados, la mayoría de muebles revestidos de fundas multicolores. Un televisor mostraba su pantalla negra y un piano sus teclas lacadas. Karim vio una partitura abierta en el piano: una sonata en si bemol menor de Federico Chopin. Todo estaba sumergido en la penumbra vacilante de decenas de velas.