– ¿Es un juego o qué? -refunfuñó el guardián.
Una vez comprobados una veintena de casos, el comisario abandonó y colgó.
Cerró su registro y salió pitando.
Niémans atravesó el campus a pasos cortos. A su pesar, buscó con la mirada las ventanas de Fanny y no las encontró. Un grupo de periodistas parecía esperar en los peldaños de una de las casas. Por doquier, policías de uniforme y gendarmes recorrían el césped y las escalinatas de los edificios.
Entre los policías y los reporteros, el comisario prefirió afrontar a los suyos. Franqueó varios controles exhibiendo su carné. No reconoció ninguna cara. Se trataba sin duda de refuerzos venidos de Grenoble.
Entró en el edificio administrativo y accedió a un vasto vestíbulo demasiado iluminado, donde personajes de cutis pálido, en su mayoría personas de edad, paseaban de un lado a otro. Probablemente profesores, doctores, científicos. El estado de alerta era general. Niémans los adelantó, y no se preocupó de sus miradas insistentes.
Subió hasta el último piso y se encaminó directamente al despacho de Vincent Luyse, el rector de la universidad. El policía cruzó la antesala y arrancó de las paredes los retratos de jóvenes deportistas condecorados por la facultad. Abrió la puerta sin llamar.
– ¿Qué es esto…?
El rector se calmó en cuanto hubo reconocido al comisario. Con un breve movimiento de cabeza, despidió a las sombras que ocupaban su despacho y se dirigió a Niémans:
– ¡Espero que tenga algo nuevo! Estamos todos…
El comisario puso las fotografías enmarcadas sobre la mesa y luego sacó las fichas de su registro. Luyse se agitó.
– Realmente, yo…
– Espere.
Niémans acabó de poner los cuadros y las fichas en el ángulo visual del rector. Plantó las dos manos sobre la mesa y preguntó:
– Compare estas fichas y los nombres de sus campeones: ¿se trata de las mismas familias?
– ¿Cómo?
Niémans colocó las hojas de cara a su interlocutor.
– Los hombres y las mujeres de estas fichas están casados entre sí. Creo que pertenecen a la famosa cofradía de la universidad: deben de ser profesores, investigadores, intelectuales… Mire los nombres y dígame si se trata también, con detalle, de los padres o abuelos de esta generación de superdotados que hoy acaparan todas las medallas deportivas…
Luyse cogió sus gafas y bajó los ojos.
– Pues bien, sí, reconozco la mayor parte de estos nombres…
– ¿Me confirma usted que los hijos de estas parejas poseen aptitudes excepcionales, a la vez intelectuales y físicas?
Como contra su voluntad, las facciones crispadas de Luyse se abrieron en una gran sonrisa. Una jodida sonrisa de satisfacción vanidosa que Niémans habría querido hacerle tragar.
– Pues… sí, perfectamente. Esta nueva generación es muy brillante. Créame, estos niños son muy prometedores… Por otra parte, ya teníamos en la generación anterior algunos perfiles de este tipo. Para nuestra facultad, estos logros son particularmente…
Como en un relámpago, Niémans comprendió que no era desconfianza lo que sentía hacia los intelectuales, sino odio. Los detestaba hasta lo más profundo de su ser. Odiaba su actitud pretenciosa y distanciada, su aptitud para describir, analizar, calibrar la realidad, sea cual fuere. Estos pobres tipos entraban en la vida como se va a un espectáculo y salían siempre más o menos decepcionados, más o menos aburridos. No obstante, él lo sabía, no se les podía desear lo que les había pasado, en su ignorancia. Esto no se podía desear a nadie. Luyse concluyó:
– Esta generación joven reforzará aún más el prestigio de nuestra universidad y…
Niémans, interrumpiendo a Luyse, volvió a meter las fichas y los cuadros en su caja de cartón. Profirió con voz sorda:
– Entonces, alégrese. Porque estos nombres van a hacer mucho más por su celebridad.
El rector le lanzó una mirada sorprendida. El oficial abrió la boca, pero de pronto se inmovilizó: la expresión de Luyse revelaba terror. El rector murmuró:
– Pero, ¿qué tiene? ¿Está… sangrando?
Niémans bajó los ojos y se dio cuenta de que un charco negro cubría la superficie de la mesa. La fiebre que le quemaba el cráneo era de hecho la sangre de su herida, que se había abierto de nuevo. Se tambaleó, miró de hito en hito el propio rostro en el charco oscuro, liso como un barniz, y se preguntó de repente si no estaría contemplando el último reflejo de la serie de asesinatos.
No tuvo tiempo de responder a esta pregunta. Un segundo más tarde yacía desvanecido, de rodillas, con el rostro pegado a la mesa. Como un medallón troquelado con su efigie en el reguero oscuro de su propia sangre.
56
Luz. Zumbidos. Calor.
Pierre Niémans no comprendió enseguida dónde se encontraba. Después vio un rostro aureolado por un gorro de papel. Una bata blanca. Neones. El hospital. ¿Cuánto tiempo había estado así, inanimado? ¿Y por qué esta debilidad en el cuerpo, como si un líquido hubiera sustituido a sus miembros, sus músculos, sus huesos? Quiso hablar pero el esfuerzo murió en su garganta. El cansancio lo clavaba al hueco de su lecho ruidoso y plastificado.
– Sangra mucho. Hay que hacer la hemostasis de la temporal.
Se abrió una puerta. Chirriaron unas ruedas. Unas lámparas demasiado blancas pasaron ante sus ojos. Una explosión cegadora. Un surtidor de luz que le dilató las pupilas. Resonó otra voz:
– Inicie la transfusión.
El policía oyó tintineos, sintió el roce de materias frías contra su cuerpo. Volvió la cabeza y vislumbró tubos conectados a una gruesa bolsa suspendida que parecía respirar bajo el efecto de un sistema de aire comprimido.
¿De modo que iba a acabar aquí, en la inconsciencia y los olores asépticos? ¿Irse bajo esta luz cuando ya poseía el móvil de los asesinatos? ¿Cuando conocía por fin el secreto de esta serie de crímenes? Sus facciones se crisparon en un rictus. De pronto, una voz:
– Inyecte el Diprivan, veinte centímetros cúbicos.
Niémans comprendió y se enderezó. Agarró la muñeca del médico que ya esgrimía un bisturí eléctrico y murmuró:
– ¡No quiero anestesia!
El médico parecía estupefacto.
– ¿Sin anestesia? Pero… está usted partido en dos, amigo. Tengo que coserle.
Niémans encontró la fuerza para susurrar:
– Local… Quiero anestesia local…
El hombre suspiró e hizo retroceder su asiento con un chirrido de ruedecillas. Se dirigió al anestesista:
– De acuerdo. Inyecte xilocaína. La dosis máxima. Hasta cuarenta centímetros cúbicos,
Niémans se distendió. Le trasladaron frente a las lámparas de facetas múltiples. Su nuca reposaba en un apoyacabezas, a fin de que el cráneo estuviera lo más cerca posible de las luces. Le volvieron la cara y entonces un campo de papel obstruyó su vista.
El policía cerró los ojos. A medida que el médico y las enfermeras se atareaban en torno a su sien, sus pensamientos perdían nitidez. El corazón le latía más despacio, la cabeza ya no le torturaba. Parecía estar a punto de sumirse en un letargo.
El secreto… El secreto de los Caillois y los Sertys… Incluso aquello se volvía flotante, extraño, remoto… El rostro de Fanny sustituyó a todos los pensamientos… Su cuerpo, a la vez moreno, musculoso y redondo, dulce como las piedras volcánicas patinadas por el fuego, la espuma y el viento… Fanny… Sus visiones, bajo las paredes de las sienes, parecían murmullos, crujidos de tela, alientos de elfos…
– ¡Alto!
La orden había resonado en el quirófano. Todo se detuvo. Una mano arrancó el papel y Niémans descubrió en el chorro de luz a un diablo de largas trenzas que agitaba un carné tricolor bajo la nariz del médico y las enfermeras atónitas.