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En su planeador, Howard Cowan, corresponsal de la Associated Pres, trataba de olvidar las imágenes vividas que recordaba de planeadores estrellándose en Normandía y Holanda. Miró a su izquierda y vio la punta del ala derecha del planeador gemelo, uncido al mismo «C-47», que se aproximaba peligrosamente. ¿Qué ocurriría si las dos alas entraban en colisión? Cowan rechinó los dientes, y trató de no mirar a su compañero, que vomitaba en el interior de su casco.

El teniente coronel Allen C. Miller, comandante del 2.° batallón, iba en el avión de cabeza del regimiento 513. Miller sólo medía un metro sesenta. Su casco le llegaba más abajo de las cejas, y las botas de salto le subían hasta las rodillas. Sus compañeros oficiales le llamaban «As», pero los soldados que le habían seguido durante la batalla del Bulge le conocían como «Casco y botas».

Era el aparato un gran «C-46», más veloz que el viejo «C-47». Miller miró hacia fuera, admirando el mayor despliegue aéreo que jamás había visto. El conjunto resultaba estremecedor. Se hallaba en el centro de un enjambre de aviones, una serie de prolongadas columnas de transportes que conducían paracaidistas. Había hileras de planeadores que se movían de un lado a otro por detrás de sus aparatos remolcadores, como si fueran movedizas cometas, y cientos y más cientos de cazas que avanzaban raudos como coléricas avispas. Miller pasó revista a sus hombres, tomó una píldora contra el mareo, y se echó plácidamente a dormir.

A las 9,30 de la mañana, el ayudante militar de Montgomery, Noel Chevase, acompañó a Churchill y Brooke hasta una colina que dominaba el Rhin, cerca de Xanten. Se hallaban allí para observar el lanzamiento, pero reinaba tal niebla que sólo podían verse unos pocos botes transportando tropas a través del río. Por todo el contorno sólo se veían las baterías disparando rápidamente contra los emplazamientos germanos. Pero a las 9,40 de la mañana se dejo oír otro estruendo, el aún distante pero intenso rugido de la gran flota aérea.

Los paracaidistas se daban cuenta de que estaban ya cerca del objetivo. Delante se apreciaban grandes columnas de humo, donde la artillería británica había arrasado varios kilómetros en las orillas del río.

Richard C. Hottelet, corresponsal de la CBS y el Collier's, observaba el terreno desde un «C-47». Al frente se elevaban negras columnas de humo de las zonas de lanzamiento. Sólo una cosa preocupaba a Hottelet, y era que se sentía totalmente despreocupado.

El jefe de ala Johnnie Johnson, uno de los más experimentados pilotos de caza de la contienda, mostró sus temores ante las interminables líneas de transportes y planeadores que se aproximaban al río. Lo mismo le ocurría al piloto del avión vecino, el cual le llamó por radio, para comunicarle su inquietud.

A las 9,46 de la mañana los primeros aparatos del 507 regimiento se aproximaron al Rhin. En el interior de dos aparatos comenzaron a parpadear las señales rojas, y los paracaidistas prendieron el gancho de lanzamiento y comprobaron su equipo.

Poco después se inició un intenso fuego de baterías antiaéreas de 20 y 40 milímetros, y los soldados que se hallaban junto a las puertas abiertas de los aparatos pudieron observar a los soldados alemanes junto a sus cañones, entre los claros que dejaba la humareda. Algunos alemanes se desbandaban como las gallinas de un corral, pero otros, que no servían las baterías, disparaban desafiantes contra los aviones sus fusiles y pistolas.

Eran las 9,50 cuando se encendieron las luces verdes, y los paracaidistas comenzaron a lanzarse fuera de los transportes. El Primer Batallón fue a caer a unos dos kilómetros de la zona prevista. Cuando el coronel Edson Raff llegó al suelo, reunió a sus hombres y eliminó un nido de ametralladoras alemán desde donde disparaban incesantemente. Luego vio una batería de cañones de 150 mm. disparando entre los árboles a poco más de un kilómetro. Capturó intacta la batería, y a continuación se dirigió hacia el Sudeste, a través de los bosques.

El 513 se acercaba a su zona de lanzamiento, a las diez de la mañana, y se despertó al coronel Miller, el cual exclamó desde su puesto:

– ¡De pie! ¡Enganchen! ¡Comprueben el equipo!

Luego se dirigió a la cabina de mando y dio al piloto un golpecito en la espalda. Este, sin volverse, le hizo con los dedos el signo de la V. Miller había comenzado a dirigirse hacia la puerta del avión, cuando empezó el fuego antiaéreo por todas partes. Desde la puerta Miller podía ver el majestuoso curso del Rhin, por encima del cual los bombarderos y los cazas aliados parecían llenar el cielo. Miró hacia atrás y advirtió los grupos de «C-47», más lentos, que avanzaban en formación perfecta. Pero, ¿dónde estaban los otros grupos de «C-46» y la gran columna británica?

El aparato de Miller volaba a 120 metros de altura, y el fuego de las armas livianas comenzó a filtrarse a través de las delgadas planchas del suelo. Varios paracaidistas resultaron heridos. El jefe de la dotación corrió hacia atrás, gritando que habían herido al piloto. El «C-46» viró hacia la izquierda, y luego enderezó el rumbo.

Otros aviones del regimiento 513 se hallaban igualmente en dificultades. Las balas que percutían en el «C-46» donde viajaba el teniente Paul MacGuire, le recordaron el granizo al caer sobre un techo de cinc. Pero estaba tan atareado buscando su equipo de salto, que no se dio cuenta de que el avión se hallaba seriamente averiado hasta que advirtió la humareda que se desprendía de uno de los tanques de un ala. La dotación del aparato corrió hacia atrás; se colocaron sus integrantes los paracaídas de emergencia, y preguntaron a los demás:

– Eh, muchachos, ¿cual es la contraseña, ahí abajo, esta noche? Miller advirtió al frente unas vías del ferrocarril.

– ¡Salten! -gritó.

Se apartó un poco, dejó que varios hombres se lanzaran por la puerta, y luego él mismo se arrojó al exterior. Al abrirse su paracaídas miró hacia atrás y vio que el ala izquierda del «C-46» estallaba en llamas. Los paracaídas pintados de pardo de los soldados se abrían en el cielo a centenares, mezclándose con los de color azul, rojo y amarillo de las municiones y suministros. Desde el suelo proseguía con violencia el fuego de armas cortas alemanas. Casi debajo de Miller un paracaidista bajaba con el cuerpo inerte. La cabeza le colgaba hacia un lado, y de ella manaba sangre.

El paracaídas de Miller le llevaba directamente hacia las vías del ferrocarril. Poco después tomaba tierra cerca de una pocilga vallada. Oprimió el mecanismo que libraba automáticamente del paracaídas, pero no ocurrió nada. Mientras luchaba por librarse, unas balas de ametralladora comenzaron a estrellarse a un metro escaso de su cabeza. Se echo a rodar por el suelo, apartándose del lugar, y aferrando su cuchillo cortó el correaje que le retenía al paracaídas.

El fuego procedía de una granja cercana. Miller extrajo su pistola y se dirigió hacia lo que parecía ser un pequeño cobertizo desprovisto de ventanas. Cuando llegaba, un corpulento paracaidista saltó la valla que rodeaba el cobertizo y se dejó caer a su lado. El pequeño coronel, asustado por la repentina aparición del soldado, e irritado por su evidente aspecto de temor, le dio una fuerte patada en el trasero. Ninguno de los dos dijo una sola palabra.

Miller miró cautelosamente más allá de la esquina del cobertizo, y a un metro escaso vio a un alemán, que, de perfil, disparaba rápidamente hacia las vías y al campo que había más allá. Junto a él se hallaban otros tres soldados alemanes. En el campo reinaba gran confusión, pues los paracaidistas caían casi unos encima de otros en un reducido espacio. De pronto se le ocurrió a Miller pensar que si hubiera aterrizado donde debía -más allá de las vías-, en ese momento podía estar muerto.