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Poco antes del mediodía, Churchill y Brooke se trasladaron en camiones blindados unos dieciséis kilómetros al Norte, hasta unos terrenos más elevados situados cerca de Kalkar, desde donde observaron el cruce del río por la 51.ª División Highland. El guía de los personajes tenía órdenes concretas de Montgomery:

«Manténgase apartado de la lucha hasta después de la hora de la merienda, y evite que ocurra cualquier desgracia.» Pero en cuanto terminó la comida, el primer ministro hizo una osada petición: quería cruzar el Rhin. Chevasse, el guía, habló con el ayudante militar de Churchill, comandante Thompson, y se le aconsejó que consultase con Montgomery.

Aquella misma noche, el divertido Brooke escribió lo siguiente en su Diario:

«Winston se puso entonces un poco pesado; quiso efectuar un cruce personalmente, y tuvimos alguna dificultad para disuadirle. De todos modos, al fin se portó bien y le trajimos de vuelta en nuestros carros blindados hasta donde habíamos dejado los automóviles, y de allí al cuartel general, donde se echó a dormir, lo cual buena falta le hacía. Ya en el coche se había quedado dormido, inclinándose poco a poco sobre mis rodillas.»

Durante la cena, Churchill se mostró de tan buen talante, que entretuvo a Montgomery y los demás comensales con una expresiva lectura de la Vida de la Abeja , de Maeterlinck.

Eran las 13,04 cuando el último de los paracaidistas se lanzó al exterior, es decir, tres horas y catorce minutos más tarde que el primero. Menos de una hora después, los paracaidistas americanos establecieron contacto con los ingleses de la 1.ª Brigada de Comandos, que habían avanzado hacia Wesel durante la noche anterior. Casi al mismo tiempo, los hombres de la 6.ª División Aerotransportada se reunieron con la 15.ª División inglesa en Hamminkeln, ciudad situada unos diez kilómetros al este del Rhin.

El general Matthew Ridgway cruzó el río inmediatamente después de saber que sus tropas habían establecido contacto con las unidades de tierra. Mientras el pesado vehículo -un «Alligator»- trepaba por la margen opuesta, los soldados que escoltaban al general dispararon con sus fusiles ametralladores varias ráfagas contra los matorrales que hallaban al paso. Nadie contestó al fuego.

Luego el comandante del 18.° Cuerpo Aerotransportado y sus cuatro acompañantes salieron del vehículo y avanzaron a pie, en busca del general de división William Miley, comandante de la 17.ª División Aerotransportada. Como de costumbre, del cinturón de Ridgway pendían varias granadas de mano. Aferrando un fusil «Springfield 1903», el general marchó en cabeza hacia un bosquecillo. Como líder nato que era, su máxima en la batalla rezaba: «Muéstrate agresivo, y luego más agresivo aún.» Al doblar un caminito se encontró con un soldado alemán en un agujero. El general se detuvo y miró al soldado. Este le contemplaba con los ojos muy abiertos: estaba muerto.

El reducido grupo siguió adelante hasta que Ridgway observó un movimiento entre los árboles que había más adelante, y oyó unos golpes rítmicos. Ridgway hizo señas a los demás para que se pusieran a cubierto. Apareció entonces por el sendero un macizo caballo de granja sobre el que iba montado un paracaidista de Estados Unidos, con un rifle en bandolera y un sombrero de copa en la cabeza, sonriendo con aire satisfecho. El general salió de su escondite y se interpuso en el camino del jinete. A la vista de las dos estrellas que lucía Ridgway, el muchacho se desconcertó, y parecía no saber muy bien si debía saludar, presentar armas o quitarse el sombrero de copa. Pero cuando vio que Ridgway se echaba a reír, se tranquilizó y sonrió también.

Ridgway llegó poco después al puesto de mando de la 17.ª División Aerotransportada, y junto con el general Miley, se trasladó hasta el puesto de mando de la 6.ª Aerotransportada para conferenciar con el general Eric Bols. Ya de regreso al cuartel general de Miley, en una caravana de tres jeeps, se aproximó a un camión del que sólo quedaban los restos calcinados, y se detuvo para examinarlo. En la oscuridad, Ridgway observó varias figuras que huían. Saltó entonces al suelo y comenzó a disparar su «Springfield» apoyándolo en la cadera. Se oyó un grito y una de las sombras se desplomó. Ridgway se echó detrás de su jeep para introducir otro cargador en su arma. Se oyó un estampido y el general sintió una quemadura en un hombro. Una granada acababa de estallar bajo el jeep, a sólo medio metro de su cabeza, pero el vehículo le había salvado de la explosión.

En el silencio que reinó a continuación, Ridgway alcanzó a oír a los hombres que jadeaban en torno suyo. Dejó de disparar, temeroso de herir a alguno de sus soldados. Luego observó un leve movimiento detrás de unas matas, y con voz potente gritó:

– ¡Levanta las manos, perro!

– ¡Alto, no dispare! -contestó una voz, con inconfundible acento americano.

Ridgway quitó el dedo del gatillo. Cuando pareció que la patrulla alemana había huido, habló con Miley.

– ¿Cómo se encuentra, Bud? Creo que le he dado a uno de ellos -manifestó, pero no dijo que le habían herido. El grupo siguió adelante en dos jeeps, hasta que Miley vio algo que se movía en el oscuro tramo de carretera que había delante. Disparó con su pistola, y no hubo réplica. Salió Miley del vehículo y descubrió a uno de los paracaidistas que se hallaba detrás de una ametralladora.

– Condenado, recibiste órdenes de disparar -dijo Miley-. ¿Por qué no lo has hecho contra mí?

El soldado se limitó a sonreír tímidamente, y Miley, no sabiendo si regañarle o darle las gracias, optó por marcharse del lugar.

A unos doscientos cuarenta kilómetros río arriba, George Patton y sus dos ayudantes, el universitario coronel Charles Codman y el agresivo tejano, comandante Stiller, se hallaban en ese momento cruzando el pontón de Oppenheim.

– Es hora de hacer un alto -dijo Patton, mirando hacia el final del puente.

Luego, sin decir una palabra más, se puso a imitar la singular ceremonia que llevara a cabo Churchill sobre las fortificaciones alemanas.

– Estuve esperando esto durante mucho tiempo -añadió satisfecho, mientras volvía a abotonarse.

El reducido grupo siguió hacia la orilla oriental. Cuando Patton, al que preocupaban mucho aquellos momentos trascendentales, puso pie en la orilla, se dejó caer al suelo a imitación de Guillermo el Conquistador, del cual se cree que dijo, al descender de su embarcación: «Mirad, me he apoderado de Inglaterra con ambas manos.»

Patton cogió un puñado de tierra y se incorporó. Luego, dejando que la tierra se escurriese de entre sus dedos, manifestó: -Así, como Guillermo el Conquistador.

3

En la cima de la sierra que Heinrici había elegido como principal línea defensiva detrás del Oder, se hallaba el pueblo de Seelow. Fue allí, el Domingo de Ramos, 25 de marzo, donde conoció a Theodor Busse, el corpulento y optimista comandante del Noveno Ejército. Busse le explicó que el apresurado ataque que lanzara dos días antes había fracasado, tal como pronosticara al Alto Mando. Sus carros de asalto rompieron las líneas del Ejército Rojo, pero los inexpertos infantes no supieron consolidar el avance y tuvieron que retroceder.

Heinrici le ordenó, a pesar suyo, que lanzase otra ofensiva inmediatamente, ya que aunque había pocas probabilidades de lograr un éxito, la situación era desesperada. Tras la breve entrevista sostenida con Busse, terminó la inspección que Heinrici efectuó al grupo de Ejército Vístula. Luego el general se trasladó a Berlín para su primera reunión con el Führer. Era mediada la tarde cuando Heinrici llegó a la Cancillería donde los que iban a asistir a la conferencia se encontraban ya reunidos en el pasillo. Había unas treinta personas, entre las que se hallaban Von Keitel, Jodl, Guderian y Burgdorf. Antes de que hubieran terminado de tomar el café y los bocadillos, alguien dijo: