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– Viene el Führer.

Todos se apresuraron a entrar en la pequeña sala de órdenes, que tenía corridas las cortinas para atenuar la luz del exterior. Se abrió una puerta en el lado opuesto y entró Hitler, avanzando con los hombros encogidos y la espalda encorvada.

Le presentaron a Heinrici, y al estrecharle éste la mano, se sintió descorazonado ante el endeble apretón de Hitler. El Führer esperó detrás de un gran escritorio hasta que su ayudante le colocó un sillón detrás. Se hundió en el sillón, y con su mano derecha levantó el brazo izquierdo, que tenía paralizado, y lo dejó caer sobre el escritorio. Entonces otro ayudante le entregó unas gafas de cristales oscuros.

Alguien dijo a Heinrici, en voz baja, que se sentase a la izquierda del Führer, pues no oía bien del oído derecho. Sin más preámbulos, Heinrici comenzó a informar acerca de la situación en el Frente Oriental, hablando con tanta franqueza como lo había hecho con Guderian. En medio de su explicación, le entregaron un mensaje de Busse, en el que éste le anunciaba que la segunda ofensiva había fracasado igualmente.

Hitler frunció el ceño ante este informe y se puso de pie bruscamente.

– Contraataque una vez más, y restablezca por cualquier medio las líneas con Küstrin -manifestó.

Luego quiso averiguar la razón de que los dos ataques anteriores hubieran fracasado.

– ¿No había suficiente artillería?-preguntó.

– Llegué a tiempo para ver volar los proyectiles desde ambos lados -dijo Heinrici-. Los rusos también tienen artillería. Hitler prefirió ignorar este sarcasmo y repitió que Küstrin debía ser recuperada a toda costa.

– En tal caso no podremos lanzar una ofensiva desde la zona de Francfort -manifestó Heinrici, al que parecía cada vez más insensato un ataque realizado desde allí.

– Primeramente tomaremos Küstrin -declaró Hitler, como si quisiera corregir al general.

4

Al amanecer del domingo, Ridgway había rechazado ya dos fuertes contraataques de los alemanes. La Operación «Varsity» podía ya considerarse como un éxito arrollador. El precio, sin embargo, era elevado. Los americanos sufrían aproximadamente un diez por ciento de bajas, y los ingleses un treinta por ciento, pero en conjunto habían destruido casi por completo las tres divisiones alemanas que se hallaban en la zona de lanzamiento -la 84.ª de Infantería, y las 7.ª y 8.ª de Paracaidistas-, así como numerosas unidades de artillería y antiaéreas. Y lo que era ciertamente más importante, habían también asegurado el éxito del ataque principal de Montgomery, la Operación «Saqueo».

Después de asistir a los servicios religiosos del Domingo de Ramos, Churchill, Montgomery y Brooke se dirigieron a entrevistarse con Eisenhower, Bradley y Simpson en un castillo que dominaba el Rhin cerca de Rheinberg. La conversación fue vivaz, pues todos estaban contentos ante el éxito obtenido por la inmensa operación. Una y otra vez Churchill repetía a Eisenhower:

– ¡Mi querido general, los alemanes están deshechos! ¡Ya les tenemos! ¡Esto está acabado!

– Gracias a Dios, Ike, se ajustó usted a su plan -dijo Brooke-. Tenía toda la razón, y lamento que mis temores fueran una carga más para usted. Los alemanes ya no tienen nada que hacer. Ya sólo se trata del momento que elijan para rendirse. Afortunadamente, se mantuvo usted en sus trece.

Por lo menos, esto es lo que Eisenhower recordó que Brooke había dicho. Este, por su parte, sólo creía haber felicitado cortésmente a Eisenhower por su éxito, afirmando que su proceder era el más adecuado. Escribió luego que nunca admitió que Eisenhower estaba «totalmente acertado», ya que aún seguía convencido de que el comandante supremo se hallaba «totalmente equivocado».

Después de una agradable comida en los jardines, Eisenhower sugirió que se trasladasen a un pequeño reducto a orillas del Rhin, desde el que podrían observar las operaciones. Cuando llegaron, pudieron ver a las embarcaciones que cruzaban incesantemente de una a otra orilla.

– Me gustaría cruzar en una de esas lanchas -hizo notar Churchill.

– No, señor primer ministro -contestó Eisenhower-. Soy el comandante supremo y me niego. Podrían matarle.

Pero una vez que Eisenhower se hubo marchado, Churchill llamó la atención de Montgomery sobre una pequeña lancha que había llegado en ese momento y dijo:

– ¿Por qué no cruzamos ahí y echamos un vistazo a la otra orilla?

– ¿Y por qué no?-contestó el mariscal de campo, no sin que Churchill se mostrase algo sorprendido.

Simpson regresó de acompañar a Eisenhower hasta el avión, y se encontró con que Churchill, Montgomery y algunos oficiales más trepaban a una lancha de desembarco de la marina de Estados Unidos.

– Ahora que se ha marchado el general Eisenhower -dijo Churchill, con gesto travieso-, voy a cruzar.

El sol brillaba con fuerza cuando desembarcaron en la orilla opuesta, donde las granadas alemanas estallaban intermitentemente. Entonces, antes de que nadie pudiera evitarlo, Churchill comenzó a avanzar rápidamente hacia la línea de fuego, dando violentas chupadas a su cigarro.

– Este no es sitio para el primer ministro -dijo Simpson a Montgomery-. Me disgustaría que le ocurriese algo en mi propia zona.

El general americano apresuró su paso para ponerse a la altura de Churchill, el cual parecía como si nunca fuera a detener su marcha.

– Si seguimos andando así -dijo Simpson, con mucho tacto-, no tardaremos en hallarnos en el campo de batalla.

Al repasar de vuelta el Rhin, Montgomery se contagió con el espíritu aventurero de Churchill, el cual preguntó al capitán de la lancha:

– ¿No podemos ir río abajo, hasta Wesel, para ver lo que ocurre allí?

Esto era materialmente imposible, ya que en la zona había una serie de cadenas para detener minas flotantes, pero en cuanto llegaron a la orilla occidental, el mariscal de campo se inclinó hacia Churchill, y le dijo, como un conspirador le diría a otro:

– Vamos hacia abajo, hasta el puente de ferrocarril del Wesel, para echar un vistazo.

El referido puente de hierro había quedado destruido parcialmente, y aún se hallaba bajo el fuego enemigo. Colocándose de nuevo en cabeza, Churchill inició la marcha ágilmente hacia la estructura metálica. Las granadas caían cada vez más cerca, levantando columnas de agua en la cercana corriente. Por fin, una salva dio en el puente, como si los alemanes se hubiesen dado cuenta de que Churchill se hallaba allí.

Un joven oficial se acercó a Simpson y con tono preocupado le hizo notar que los alemanes tenían observación directa desde una batería de morteros.

– Ya nos han localizado -manifestó-. Uno o dos tiros más, y darán en el blanco.

Simpson se acercó entonces a Churchill y ceremoniosamente le expuso:

– Señor primer ministro, hay tiradores apostados delante de nosotros, y están haciendo fuego sobre ambos extremos del puente, así como sobre la carretera que se halla a nuestra espalda. No puedo aceptar la responsabilidad de que permanezca usted aquí, y debo pedirle que se retire.

El rostro de Churchill pareció adoptar, para Brooke, que le estaba observando, la expresión de un escolar al que le sorprenden en falta. Entonces, ante el alivio de todos, se encaminó hacia el extremo del puente y de mala gana regresó a la orilla. Churchill había dicho a Brooke varias veces:

– La mejor manera de morir es luchando, cuando la sangre está revuelta y no se siente nada.

A Brooke le pareció en ese momento como si el primer ministro estuviese deseando correr todos los riesgos posibles, a fin de morir valientemente en el campo de batalla, librándose de las preocupaciones de posguerra, con la Unión Soviética.