– Hemos sido liberados -afirmó Goode-, pero hasta que lleguemos a las líneas americanas, cada uno debe valerse por sí mismo. Tenemos que recorrer una distancia de cien kilómetros sin alimentos ni otros suministros, y nos hallamos muy debilitados… Cada uno puede hacer lo que crea más conveniente.
Para la mayoría fue un rudo golpe enterarse de que aquellas fuerzas no eran la vanguardia del ejército de Patton, sino sólo una pequeña columna que osadamente se había abierto paso entre las tropas enemigas, y que ahora tendría que regresar con gran trabajo a sus líneas. Pero al menos allí había una esperanza de huir, y unos setecientos prisioneros comenzaron a recorrer los vehículos de la fuerza especial, buscando sitio para subir, e incluso luchando por conseguir un lugar.
Las pertenencias individuales se arrojaron a la cuneta, a fin de que cupieran más viajeros. Mientras éstos subían y se les entregaban armas, un grupo de alemanes se acercaron subrepticiamente y lanzaron andanadas de bazookas. Uno de los tanques quedó envuelto en llamas. Baum ordenó rápidamente formar de nuevo la columna en un lugar más a cubierto.
Muchos eran los prisioneros que aún no se habían decidido y que vagaban por los alrededores, sin saber qué partido tomar. Bruce Matthews, un capellán protestante, se acercó a su antiguo comandante de regimiento, el coronel Theodore Seeiy, y le preguntó si tenía que darle alguna orden.
– Ninguna, capellán; cada uno está en libertad de hacer lo que le plazca.
– ¿Tiene algún consejo que darme?
– No, capellán.
– ¿Puede decirme lo que piensa hacer, señor?
– Voy a regresar al campamento -dijo Seely, sencillamente.
– Gracias, señor -replicó Matthews, y sin vacilar trepó al guardabarros izquierdo de un camión. El calor del motor le produjo una grata sensación, en la noche helada.
El teniente Alan Jones, hijo del comandante de la 106.ª División, fue izado sobre un tanque, ya que sus pies habían quedado congelados durante el penoso viaje desde las Ardenas. Luego el comandante del tanque decidió que varios hombres estorbaban los movimientos del cañón de la torreta, y Jones y otros tuvieron que bajarse. Se vio entonces a Jones, que iniciaba con paso vacilante la marcha hacia el Oeste, guiado por las estrellas. Varios centenares de prisioneros americanos habían formado ya grupos de fugitivos que iban desapareciendo en la oscuridad. El teniente Alexander Bolling, amigo de Jones e hijo del general Alexander R. Bollin, comandante de la 84.ª División, se unió a otros tres prisioneros y juntos se dirigieron colina abajo, hacia el Oeste. Oyeron ladridos de perros. La caza acababa de comenzar.
Más de un tercio de los hombres se encontraban en malas condiciones para marchar o luchar, y regresaron lentamente al campamento. Más tarde Cavanaugh se reunió con aquel triste y silencioso grupo. Poco después de la medianoche el sacerdote volvió a atravesar el orificio practicado en la valla del campamento. Los yugoslavos, que habían dado a los americanos tan ruidosa despedida unas horas antes, contemplaron calladamente su regreso.
Cuando el sacerdote entraba en los barracones, alguien le dijo con tono decepcionado:
– Aún no estamos libres, padre.
– Bien, de todos modos, vamos a descansar -contestó el padre Cavanaugh, y se acostó en su catre.
Pocos minutos habían transcurrido, cuando otro prisionero gritó:
– ¡Los alemanes nos trasladan de aquí! ¡Estén preparados dentro de quince minutos!
A la 1,30 de la madrugada del 28 de marzo, 500 americanos, que no se encontraban en condiciones de marchar hacia la libertad, fueron alineados ante los barracones por cuarenta centinelas, los cuales les hicieron salir a continuación por la puerta del campamento. Se les hizo llenar a los bolsillos con el único alimento que había en el lugar: patatas. Mientras el desalentado grupo iniciaba la marcha hacia Hammelburg, comenzó a caer una llovizna helada sobre la región. En la oscuridad pudieron entrever numerosos grupos de soldados alemanes que esperaban con calma al otro lado de la carretera. Pocos minutos más tarde una columna motorizada se acercó a los prisioneros, que se echaron a los lados para dejarla pasar. Algunos vehículos se detuvieron, y el padre Cavanaugh pudo oír a los conductores de la caravana hablar con los guardias en voz baja.
4
La Fuerza Especial Baum, cuyos componentes se hallaban agotados por el esfuerzo realizado, avanzaba lentamente cuesta abajo, al otro lado de la colina, por un camino bastante malo. Los hombres de Baum llevaban viajando y luchando veinticuatro horas, aproximadamente, y aún les quedaba una prueba más dura, hasta llegar a las líneas americanas. El camino se hizo más estrecho, hasta que por fin los tres tanques medianos que iban en vanguardia no pudieron continuar y tuvieron que retroceder al Oeste. Unas débiles señales que aparecían en la superficie rocosa, ponían de manifiesto que los tanques ligeros enviados por delante, con fines de reconocimiento, habían pasado por aquel lugar.
Cuando el cuerpo principal de la expedición iniciaba la marcha por el nuevo camino, observaron que los tanques ligeros regresaban. El jefe de los mismos tenía buenas noticias que darles: el camino conducía casi directamente hasta Hessdorf, ciudad situada en la autopista Hammelburg-Würzburg. Por consiguiente, la Fuerza Especial inició el avance con relativa rapidez, haciendo notables progresos a pesar de las frecuentes paradas que debían hacerse para permitir el agrupamiento de los vehículos.
Eran casi las dos de la madrugada cuando la columna entró en Hessdorf. Cerca de la plaza principal de la población la caravana se vio bloqueada por dos camiones que habían abandonado los alemanes. Varios exprisioneros saltaron de los tanques, empujaron los camiones fuera del paso, y la caravana siguió su camino. El estrépito alarmó tanto a los habitantes de la población, que en las puertas y ventanas de las casas comenzaron a aparecer sábanas blancas colgando. La columna prosiguió adelante en la oscuridad, y al fin se dirigió hacia el Norte, en dirección a Hammelburg. Baum y sus efectivos se hallaban ya en una carretera principal. Podían regresar por donde habían llegado, pero Baum intuía que toda la zona sería en esos momentos un avispero de alemanes, por lo que decidió dirigirse hacia el Noroeste, hasta establecer contacto con la 4.ª División Acorazada.
Su manera de razonar era correcta, pero los alemanes también le estaban esperando dos kilómetros más adelante, en la próxima ciudad. En los suburbios de Hollrich el tanque que iba en cabeza tuvo que frenar apresuradamente para evitar estrellarse contra unos bloques que obstruían la carretera. De pronto surgieron unos fogonazos cegadores a ambos lados del camino, y los proyectiles de los bazookas alemanes estallaron sobre el tanque, matando a su comandante y a uno de los exprisioneros. El artillero del tanque lanzó andanadas a ciegas con su ametralladora.
Una nueva descarga de bazookas se abatió sobre los tanques de vanguardia. En el segundo tanque uno de los ocupantes pretendió escapar y cayó muerto por una granada, cuando salía por la torreta. Otros que iban encima del vehículo quedaron malheridos. Pasaron unos minutos antes de que los exhaustos americanos pudieran reaccionar. Entonces los ocupantes de los tanques iniciaron un fuego endiablado contra los lados de la carretera, y los alemanes tuvieron que ponerse a cubierto.
Reinaba una tremenda confusión mientras las trazadoras balas amarillas y rojas iluminaban la noche en todas direcciones, y de pronto la lucha cesó tan bruscamente como había comenzado, dejándose oír solamente el rumor de los motores y los lamentos de los heridos. Para Baum resultaba suicida seguir adelante a través de la ciudad a oscuras, por lo que los tanques y camiones retrocedieron pesadamente por la estrecha carretera, hasta que estuvieron en condiciones de dar la vuelta. Pocos minutos más tarde la caravana salió del camino para reorganizarse en la cima de una colina. La intensidad de la acción había estimulado a los exprisioneros, que no cesaban de aconsejar a las dotaciones de los tanques, las que por fin les ordenaron que se callasen.