La respuesta llegó aquella misma noche desde el propio cuartel general del Führer: «Cada metro cuadrado de la zona Danzig-Gotenhafen debe ser defendido hasta el fin.»
Era la sentencia de muerte para dos ciudades que se hallaban ya exhaustas. Los aviones del Ejército Rojo comenzaron poco después a lanzar bombas incendiarias y explosivas, en tanto que la artillería procedía sistemáticamente a arrasar la zona. Al cabo de unas horas, un muro de humo y llamas se alzaba de la ciudad de Danzig.
También imperaba el terror en la población. Para incitar a la resistencia, los miembros de las SS procedían a ahorcar en las ramas de los árboles a numerosos hombres. Alrededor del cuello les colgaban letreros que decían: «Soy un traidor», «Soy un cobarde», «Desertor», «He desobedecido a mi comandante». Y cuando los vehículos de los fugitivos se apiñaban en las carreteras, sus conductores eran con frecuencia arrastrados fuera de ellos y ahorcados, como advertencia para los demás. Los oficiales denunciaron en ocasiones este terrorismo, y hubo momentos en que estuvieron a punto de producirse conflictos entre los propios defensores.
Por la noche del Domingo de Ramos, 25 de marzo, frau Klara Seidler, una anciana viuda, se refugió con unos amigos en el sótano de una casa próxima de Danzig. De pronto el edificio se estremeció como por efectos de un fuerte terremoto; las luces se apagaron y sobre el grupo cayó una lluvia de escombros. La explosión derribó la puerta y comenzaron a arder los restos de la casa. El pequeño grupo, con la cara cubierta con toallas mojadas, logró salir a la calle, conduciendo cada persona la mayor cantidad posible de objetos personales. Corrieron a través de las calles llenas de humo, buscando un refugio contra la lluvia de bombas y granadas, que caían cada vez en mayor número. Hallaron varios lugares atestados, y al fin se introdujeron en una casa, al tiempo que estallaba una granada a la entrada de la misma. Llenos de pánico, salieron de nuevo a la calle, pasando sobre los cadáveres de cinco personas, y luego trataron en vano de entrar en el bunker situado en las proximidades del dique, que se encontraba atestado de gente hasta las escaleras.
Pocos minutos más tarde, el bunker recibía un impacto directo y se convertía en una hoguera. Con los vestidos y el pelo ardiendo, mucha gente salió al exterior tambaleándose y gritando. El grupo de frau Seidler abandonó todas sus pertenencias, menos el equipo de mano. Corrieron calle abajo, pasando sobre innumerables bultos y maletas, y sobre los cuerpos de muertos y moribundos. Al fin hallaron refugio junto con otras dos mil personas, en el sótano de la compañía del gas, donde permanecieron todos apiñados y llenos de terror, a lo largo de toda la noche, mientras las granadas estallaban sobre sus cabezas con aterradora regularidad.
Por la mañana, casi todos los que estaban en buenas condiciones huyeron del sótano, pero el grupo de frau Seidler permaneció allí todo el día. A medianoche se produjo un repentino silencio, y luego oyeron unas marchas militares transmitidas por altavoces. A las dos de la madrugada del 27 de marzo se oyó gritar a alguien desde la calle:
– ¿Se rinden los que están ahí abajo?
Sacaron apresuradamente un trapo blanco, que colgaron en la puerta del sótano. Pasó media hora más de tensión nerviosa, al cabo de la cual varios soldados rusos de flamantes uniformes penetraron en el refugio y cortésmente rogaron a todos que regresaran a sus casas. No habría más bombardeos. Todo había terminado.
Ante la casa de frau Seidler se detuvo un vehículo soviético y cuatro oficiales del Ejército Rojo pidieron a la viuda que les proporcionase agua. Tenían miedo de que lo demás que les ofrecían estuviese envenenado, y rechazaban el café y el té. A semejanza de los rusos que entraron en el sótano, los oficiales se mostraron correctos, y ofrecieron cigarrillos a los atemorizados civiles. Al fin, uno de los alemanes se sentó ante el piano y tocó todas las tonadas rusas que alcanzaba a recordar, en tanto las mujeres cosían los botones que faltaban en las guerreras de los militares.
Por todo Danzig los soldados rusos comenzaron a violar a las mujeres y a saquear. Los del grupo de frau Seidler estuvieron a salvo hasta que sus protectores se marcharon al anochecer. Entonces entraron numerosos soldados rusos que repetían sus frases preferidas:
– Uri, uri! Frau, komm!
Frau Seidler dijo a Inge Bart, una chiquilla de trece años, que se sentase sobre sus rodillas y aparentase ser una niña de corta edad. Ambas se salvaron, pero muchas mujeres de diversas edades fueron arrastradas fuera del piso donde estaban, para ser violadas.
Sin embargo, lo peor aún faltaba por llegar. Al mediodía comenzó de nuevo el bombardeo de la ciudad por la artillería. Aterrorizados otra vez, los componentes del grupo cogieron lo que tenían a mano y corrieron calle abajo, esquivando las paredes que se derrumbaban a su paso. Uno de los hombres, el padre de Inge Bart, recordó de pronto que había dejado olvidado su canario y regresó al piso, donde halló a varios soldados rusos borrachos que destruían los muebles mientras gritaban con voz ronca. Había un par de ellos sentados sobre el piano, golpeando en el teclado con los pies. El canario ya estaba muerto.
Bart abandonó el piso y se reunió con el grupo, que encontró un edificio al que las llamas habían respetado. Por último cesó el bombardeo y salieron al exterior, enfrentándose con otro terror. Los soldados rusos avanzaban por la calle, violando y matando a su paso. Un joven soldado que aferraba una botella de vino, arrastró a frau Seidler hacia una cabina telefónica.
– ¡La abuela es muy anciana! -suplicó ella.
Pero el soldado no le hizo caso. Cerca, una madre con tres niños pequeños trató de ocultarse en un sótano. Varios rusos se apoderaron de la mujer, y los chiquillos comenzaron a gritar:
– ¡Mamá, mamá!
Entonces un fornido soldado cogió a uno de los niños y lo lanzó de cabeza contra la pared, haciendo luego lo mismo con el segundo y el tercero. Frau Seidler nunca olvidó el horrible sonido de los cráneos al aplastarse contra la piedra.
Cuando los rusos se hubieron marchado, frau Seidler ayudó a la madre a incorporarse, pero ésta, sin fuerzas, cayó de rodillas y comenzó a gatear. Se acercó otro grupo de soldados, y ocho hombres se colocaron delante de la mujer para ocultarla, pero fue descubierta, y uno a uno los soldados la fueron violando.
Las tribulaciones de frau Seidler estaban muy lejos de haber terminado. Un polaco y su amiga observaron el anillo de oro que llevaba la anciana en un dedo. Como no saliera con facilidad, el hombre extrajo un cuchillo, con la intención de cortarle el dedo. Por fin, frau Seidler logró quitarse el anillo, y se lo entregó al polaco.
Por la noche, el grupo encontró un nuevo refugio, que no resultó más seguro que los anteriores. Se echaron de bruces, inmóviles, en tanto que los rusos vagaban por los alrededores en busca de mujeres. Todo Danzig se encontraba en llamas. El humo resultaba sofocante y los edificios se desplomaban uno a uno. El pequeño grupo halló una camioneta y decidió huir a los alrededores de la ciudad. Atravesaron las ruinas humeantes, y vieron a una mujer, medio enloquecida, que repetía incesantemente: