Pasó otra hora más antes de que Richardson se enterase gracias a un civil que algo adelante se hallaba un buen camino hacia Paderborn, pero para entonces había tanta neblina y oscuridad, que comprendió que alguien tendría que ir delante, guiando a pie la columna. Richardson había descendido ya de su «jeep», para realizar él mismo el cometido, cuando oyó que el núcleo mayor de sus fuerzas se acercaba. Se preguntó lo que les habría retenido tanto tiempo en Brilon. Un joven teniente, que iba al mando de un pelotón, saltó del primer tanque y se aproximó a Richardson en medio de la creciente oscuridad.
– ¡Sígame! -ordenó el coronel, y comenzaron a andar carretera adelante. Richardson notó que el teniente tenía el rostro blanco como la cera, a causa del miedo. Pero no le culpó en absoluto.
Los tanques avanzaron retumbando detrás, con las luces cubiertas con trapos azules, y acercándose por momentos. Richardson avanzó rápidamente, pero el primer tanque seguía ganando terreno. Por fin le golpeó en la espalda, y Richardson se lanzó a una zanja. Como un perro fiel, el tanque le siguió. El coronel corrió de un salto a la calzada y agitó frenéticamente su linterna, pero el tanque prosiguió su marcha detrás de él. Richardson vio más atrás el segundo y el tercer tanque que hacían eses y trataban en vano de seguir al que iba en cabeza. Inmediatamente detrás vislumbró el símbolo de la Cruz Roja. ¿Qué demonios hacían las ambulancias en vanguardia? Por fin, como respuesta a sus señales con la linterna, el primer tanque se detuvo con un chirrido metálico. Se oyó un golpetazo al chocar contra el primero el segundo tanque, y poco después otros dos golpes. Richardson increpó ásperamente al conductor del primer tanque, y se volvió hacia el joven teniente.
– ¿Qué demonios le ocurre al comandante de ese tanque?-inquirió.
El teniente trepó a la torrecilla y miró adentro.
– Algo no anda bien -manifestó cuando hubo descendido-. El suelo del tanque está cubierto de champaña.
Trepó Richardson a su vez, y vio al comandante del tanque, con los ojos vidriosos, sentado en el suelo de la torrecilla y aferrando un par de botellas de champaña. El coronel saltó de nuevo al suelo.
– Guíe a los tanques por la carretera -ordenó al teniente-. Arroje afuera el champaña y mantenga abiertas todas las escotillas.
Pensó que de este modo la húmeda y fría neblina obraría benéficamente sobre los borrachos. Era evidente que la mayor parte de la columna se hallaba en las mismas condiciones. Cuando se dirigía hacia la primera ambulancia, descubrió una figura familiar que se le acercaba arrastrando los pies. Sólo podía ser el doctor «Scattergood».
– Tenernos que volver a Brilon -dijo el doctor, con gesto misterioso, y le hizo un guiño.
– Scat, ¿qué demonios pasa aquí?-inquirió Richardson, cada vez más extrañado.
– Coronel, tengo que decirle la verdad -declaró el médico, y le confesó que era él quien había descubierto un almacén lleno de champaña en Brilon.
Richardson llamó por radio a su oficial ejecutivo para que hiciese salir de Brilon inmediatamente el resto de la columna que aún se encontraba allí, aunque tuviera que disparar sobre ellos, y luego reanudó la marcha a pie por la carretera. Pocos kilómetros más adelante la niebla se disipó, y el coronel regresó a su jeep.
A medianoche volvió a observar el tablero de instrumentos y descubrió que habían avanzado ciento setenta y cinco kilómetros, pese a lo cual sus únicas bajas eran unos cuantos borrachos. Pero ocho kilómetros adelante se hallaba Paderborn, sede de una escuela de tanques y de un regimiento de relevo de las SS. Richardson ordenó detener la columna y dijo a sus hombres que comieran y se echaran a dormir unas pocas horas. A la mañana siguiente comenzaría la lucha.
5
La airada reacción de los jefes militares británicos, ante la decisión de Eisenhower, era fácilmente presumible. «Para empezar -escribió Brooke en su Diario, la noche del 29 de marzo-, no tenía por qué dirigirse a Stalin directamente, sino que debió hacerlo a través de los jefes militares conjuntos. En segundo lugar, redactó un telegrama que resultaba ininteligible. Y finalmente, lo que en él se decía carecía totalmente de base, y rectificaba todo lo que se había acordado previamente.»
Llevados por su cólera, y sin consultar a Churchill, los jefes militares británicos enviaron un extenso telegrama a los jefes americanos. Protestaron de que Eisenhower se había excedido en sus atribuciones al escribir directamente a Stalin. Y lo peor era que la decisión de cambiar el curso del ataque era un grave error político y militar. También hicieron notar que la inteligencia británica estaba muy poco preocupada con los rumores que circulaban acerca del Reducto Nacional, el cual debía dejarse de lado al establecerse los planes militares futuros.
La reacción de Marshall ante esta unánime protesta consistió en enviar un telegrama personal a Eisenhower, señalando las principales objeciones británicas, y solicitando una aclaración. Esto impulsó a Eisenhower a hacer algunas modificaciones en la nota, y telegrafió inmediatamente a Deane en Moscú preguntándole si había entregado ya el mensaje a Stalin. Eisenhower debió de sentir un profundo alivio cuando Deane contestó que aún no lo había hecho, y que esperaría hasta recibir más noticias en ese sentido.
Lo mismo que sus militares, Churchill también creyó que Eisenhower había cometido un tremendo error. Durante los primeros años de la guerra, el primer ministro británico se mostró tan impaciente como Roosevelt por aniquilar a Hitler, y en consecuencia sacrificó a veces las consideraciones políticas a la efectividad militar. Pero desde Yalta aumentó su convencimiento de que los problemas del Este adquirían una peligrosa importancia para el futuro, y que el aspecto político cobraba mayor trascendencia al aproximarse la victoria. Para él resultaba ya claro que Rusia «se había convertido en un peligro mortal para el mundo libre… que aquel frente debía quedar lo más al este posible de Europa… que Berlín era el principal objetivo de los ejércitos angloamericanos».
Por otra parte, Churchill creía firmemente que Praga debería ser liberada por los americanos, que Austria debía ser dirigida por el Occidente en iguales términos que los soviéticos, y que había de moderar las ambiciones de Tito. Y lo que era más importante, comprendía que era necesario resolver una serie de problemas importantes entre Rusia y el Oeste, antes de que los ejércitos occidentales se hubiesen disgregado.
Singular mezcla de sentimentalismo y de cinismo, Tory aristocrático con sabiduría popular, Churchill estaba demostrando ser, pese a sus manifiestos defectos, el jefe occidental que poseía un juicio más claro y ajustado a la realidad. Durante más de un mes trató una y otra vez de convencer a Roosevelt de que debían mantener una actitud firme ante las agresiones que Stalin llevase a cabo posteriormente.
«Parece que sólo hay una alternativa para evitar nuestro fracaso total en este aspecto -escribió a Roosevelt en una carta-. Y esa alternativa consiste en mantenernos fieles a la interpretación de la Declaración de Yalta… En vista de ello, ¿no es el momento de enviar un mensaje conjunto a Stalin acerca de Polonia?»
Impulsado por los repetidos ruegos de Churchill, así como por su propia irritación ante la insultante carta de Molotov, Roosevelt terminó por enviar un telegrama al primer ministro, el 29 de marzo, poniendo de manifiesto que «había llegado el momento de considerar directamente con Stalin los aspectos más importantes de la actitud soviética…», y le envió una copia del telegrama que iba a mandar a Stalin, el cual decía así:
«No puedo ocultarle la preocupación con que contemplo el desarrollo de los acontecimientos de mutuo interés, desde nuestra fructífera reunión de Yalta. Las decisiones que allí alcanzamos eran estimables, y han sido en su mayor parte acogidas con entusiasmo por los pueblos del mundo… No tenemos derecho a decepcionarlos. Pero hasta el momento ha habido una desalentadora falta de progreso en la realización -que el mundo espera- de las decisiones políticas a que llegamos en la conferencia, especialmente en lo concerniente al asunto polaco. Estoy francamente desconcertado sobre la razón de esto, y debo decirle que no alcanzo a comprender en muchos aspectos la aparente actitud de indiferencia de su Gobierno…