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»Berlín ha perdido su antigua importancia estratégica. Por consiguiente, el Alto Mando soviético proyecta enviar fuerzas secundarias hacia Berlín.»

Resultaba muy significativo que Stalin emplease el mismo argumento que Eisenhower sobre la carencia de importancia estratégica de Berlín, para ocultar sus propias intenciones, ya que Zhukov, entretanto, se hallaba dando los últimos toques al ataque final y en gran escala contra Berlín.

3

El Domingo de Resurrección, algunos prisioneros de guerra aliados estaban siendo trasladados a pie hacia el interior, desde los frentes de batalla de Baviera. Otros quedaron en sus campamentos o prisiones, esperando ser liberados por los angloamericanos o los rusos, y lo había también que acababan de ser puestos en libertad por los soviéticos, aunque los libertados por éstos distaban mucho de sentirse libres. Para la mayoría, sin embargo, el día tenía un significado especial, no desprovisto de emotividad, ya que la liberación parecía hallarse a un paso de ellos.

El grupo que procedía de Hammelburg se hallaba descansando, después de haber salvado casi un tercio de la distancia que les separaba de Nuremberg. Su mayor temor lo ocasionaba los propios aviones americanos. Estos picaron en varias ocasiones sobre la columna para ametrallarlos, pero descubrieron a tiempo unos trapos que los prisioneros habían tendido como señal en el suelo. Pero, ¿cuánto tiempo les seguiría ayudando la suerte?

A las once de la mañana, el padre Cavanaugh celebró misa en una pequeña y antigua iglesia de un pueblecito. La iglesia estaba dedicada a San José, y era el primer templo católico que pisaba el padre desde su captura en el Bulge. Revestido con las pesadas vestiduras del cura del pueblo, el padre Cavanaugh comenzó a celebrar la misa ante los ochenta hombres que se apiñaban en el interior de la iglesia.

– Queridos feligreses -dijo-, éste es el día en que el Señor resucitó. Alegrémonos profundamente por ello… Durante los cuatro días pasados hemos sufrido con Jesucristo, que estuvo representado en los crucifijos que flanquearon nuestro camino…

«También tenemos mucho que pedir a Nuestro Señor; tenemos que pedirle que nos siga protegiendo, que nos libre del pecado y que nos ayude a ser mejores.»

Las lágrimas se deslizaban por muchas curtidas mejillas, y hasta el mismo sacerdote tenía los ojos húmedos.

– El Domingo de Resurrección es una fiesta de paz -prosiguió el padre-. De paz entre Dios y los hombres; de paz entre las naciones, de paz en la política, en el hogar, en el corazón de cada criatura de Dios. Ofrezcamos esta Misa, y la Sagrada Comunión, por que la paz pueda volver cuanto antes a nuestro mundo.

Los soldados que se hallaban recluidos en el campamento Stalag IIA, al norte de Berlín, no tenían la menor duda de que la paz se hallaba cerca, para ellos. Sus guardianes les trataban consideradamente, y no como prisioneros, y pasaban por alto hechos que anteriormente hubieran dado lugar a severos castigos. El domingo anterior, mientras se celebraba la misa en presencia de varios guardias, el padre Sampson se inclinó sobre el púlpito -en el interior del cual se hallaba oculta la radio del campamento- y dijo:

«Buscad el reino de los cielos, y todo lo demás se os dará por añadidura.»

Fue como si hubiera dicho «Sésamo, ábrete». La puertecilla del púlpito se abrió de improviso, pues había olvidado asegurarla por dentro, y la radio clandestina cayó dando tumbos al suelo. Mientras el azorado sacerdote colocaba de nuevo la radio en su anterior sitio, toda la congregación comenzó a reírse a mandíbula batiente. Los guardias, en cambio, permanecieron impávidos, como si nada hubiera sucedido, y no informaron del incidente al comandante de la prisión.

Si bien, en el Domingo de Resurrección, los centinelas iniciaron débiles protestas cuando millares de prisioneros de diferentes nacionalidades comenzaron a congregarse en un gran patio alrededor de un altar improvisado. El padre Sampson y los demás sacerdotes habían preparado una misa al aire libre, sin informar siquiera de ello al comandante. Sampson jamás había celebrado ante tantos fieles, excepto durante un Congreso Eucarístico nacional. El sermón, que fue dicho en francés, inglés, italiano y polaco, fue sencillo pero aleccionador: allí, en el campamento de prisioneros, no había discusiones, odios o intrigas originadas por la lucha por el poder. Había un rey, al que todos amaban y obedecían, y en tal amor y obediencia hallaban la felicidad y la libertad anhelada.

4

El 31 de marzo, a media mañana, el desesperado contraataque de Model había logrado abrir una cuña de trece kilómetros de profundidad en la 3.ª División Acorazada americana, dejando aisladas a las fuerzas especiales de Richardson y Hogan. Collins, el comandante del cuerpo que comprendía a la 3.ª División, aún no estaba al corriente de este hecho, y sólo sabía, por boca de algunos prisioneros, que los alemanes iban a lanzar un contra-ataque contra el flanco izquierdo de sus tropas. En consecuencia, Collins hizo una llamada telefónica a un viejo amigo, el general Simpson. Collins necesitaba ayuda urgente, y no vaciló en recurrir a un ejército perteneciente a otro grupo que no era el suyo. El 281.° Grupo de Ejército de Montgomery debía encontrarse con el 12.° grupo de Bradley cerca de Paderborn, pocos días después, lo cual terminaría por cerrar la bolsa del Ruhr. Pero Collins informó a Simpson que Monty avanzaba muy lentamente, y que la unión debía hacerse antes, si querían evitar que los alemanes escapasen hacia Paderborn.

– Estoy preocupado, Bill -dijo Collins-, pues mis fuerzas se extienden demasiado y se debilitan.

Pidió luego a Simpson que le enviase un comando de combate de la 2.ª División Acorazada hacia Paderborn.

Simpson accedió sin consultar con Montgomery, y al anochecer, su 2.ª División Acorazada comenzó a dirigirse hacia el Sudeste. Cerca de la cabeza de la columna se hallaba el primer teniente William Dooley, comandante de la Compañía E, del 67.° Regimiento Acorazado. No tenía idea de que se hallaba cumpliendo una misión trascendental, y tampoco sabía con exactitud hacia dónde se dirigía. Únicamente le habían ordenado que avanzase rápidamente hasta Lippstadt, una ciudad situada a treinta y cinco kilómetros al este de Pederborn. Reinaba una oscuridad impenetrable, y aunque de vez en cuando podía oír algún disparo en la lejanía, no notaba nada anormal. Del Sur llegaba el estampido regular de los cañones del Ruhr, donde se estaba librando una batalla decisiva. Los disparos eran tan potentes que hacían estremecer a los mismos tanques.

Pero la Compañía de Dooley sólo se enfrentó con disparos aislados de armas cortas, y a las seis de la mañana del Domingo de Resurrección, después de una marcha por carretera de ochenta kilómetros, llegaron a las afueras de Lippstadt. La infantería descendió con aire cansino de los camiones oruga, limpió de enemigos las primeras casas, e inició la marcha hacia el centro de la ciudad. En ese momento hizo su aparición un tanque alemán, que disparó sobre el tanque americano que marchaba en cabeza. La granada rebotó sobre el lado derecho de la torrecilla, y el tanque alemán huyó. Más adelante, los americanos se encontraron con una serie de bloques de hormigón apilados en la carretera, y los mismos civiles alemanes unieron sus esfuerzos para dejar expedito el camino, apartando los obstáculos. El segundo teniente Donald E. Jacobsen, jefe del primer pelotón, recibió la orden de avanzar hacia la ciudad. Una escuadra de infantería había quedado aislada en el interior de un hospital y necesitaba ayuda. Jacobsen cargó su pelotón sobre unos tanques, e inició el avance. En cuanto su fuerza se aproximó al hospital, unos treinta y cinco soldados alemanes se adelantaron, con las manos en alto, y fueron subidos a los tanques. Entonces Jacobsen atravesó la ciudad, buscando alguien con quien luchar. Desde lejos vio algunos tanques que se acercaban desde el Este. Cuando se preparaba para hacer fuego, reconoció los «M-5» de la Tercera División Acorazada.