– Nos oponemos a lo que usted hace -dijo Bellini-. Debo obedecer, y por eso le entrego los prisioneros. Pero nada más. No ordenaré a ninguno de mis hombres que tome parte en la ejecución. No sólo eso, sino que una vez que le haya entregado los prisioneros, me retiraré para no presenciar lo que desapruebo, y como señal de protesta.
– ¡Le ordeno que se quede! -vociferó Valerio-. ¿Lo entiende?¡Se lo ordeno!
– Si es una orden -contestó Bellini, secamente-, no queda más remedio que obedecer.
Quince prisioneros, flanqueados por partisanos, comenzaron a cruzar lentamente la plaza del pueblo. En silencio se alinearon delante del bajo muro que daba al lago, dando la espalda al mismo. El pelotón de Valerio, armado de fusiles ametralladores, se colocó a cinco metros de los prisioneros. Mientras el sacerdote administraba los últimos sacramentos, Valerio se acordó del presunto cónsul español y ordenó que lo alinearan con los demás. Poco después traían a Petacci desde la Alcaldía.
– ¡No le queremos con nosotros! -gritaron los otros condenados, levantando el puño contra él-. ¡Es un traidor!
Petacci, retrocedió, consternado.
– ¡Colóquenlo con los demás! -exclamó Valerio-. ¡Y terminen de una vez!
– No comprendo cuál es la diferencia -dijo Bellini.
Valerio pareció vacilar, y Petacci fue dejado a un lado. El comandante del pelotón ordenó:
– ¡Atención, prisioneros! ¡Media… vuelta!
Varios de los condenados levantaron el brazo haciendo el saludo fascista, y algunos gritaron «¡Viva Italia!». Los demás no parecían darse cuenta de lo que ocurría. Por fin todos se volvieron de cara al lago, a excepción de Barracu, que dio un paso al frente y señaló su condecoración.
– Tengo la medalla de oro -dijo-. Me asiste el derecho de que me disparen en el pecho.
Bellini pidió a Valerio que le concediese aquel favor, pero el coronel manifestó:
– ¡En la espalda! ¡Le matarán por la espalda, como a los demás! Barracu se volvió rápidamente. La plaza permaneció en silencio.
– Pelotón… ¡Carguen! ¡Apunten! ¡Fuego!
Se oyó una descarga cerrada y otra vez volvió a reinar el silencio.
– ¡Que traigan a Petacci! -gritó alguien.
Retorciéndose desesperadamente, y con el rostro contraído por el miedo, Marcello Petacci fue arrastrado hasta el centro de la plaza por dos partisanos.
– ¡No pueden matarme! -gritaba Marcello Petacci-. Están cometiendo un terrible error. Después de todo lo que he hecho por Italia…
Al ver los cadáveres, Petacci se libró de los guardias y corrió por entre la multitud hacia el Hotel Dongo, donde estaban su mujer y sus hijos. De nuevo le cogieron y le llevaron hasta el parapeto, a rastras y dándole golpes. Hizo otra vez un esfuerzo sobrehumano para liberarse, lanzó un aullido y se arrojó al lago, comenzando a nadar desesperadamente. Varias balas de fusil alcanzaron a Petacci, que desapareció bajo las aguas.
Los partisanos dispararon al aire sus fusiles, como para liberar la incontrolable tensión que les dominaba. Cuando terminaron las descargas, Valerio pidió a Bellini que sacase el cadáver de Petacci del lago.
– Busque a otra persona para eso -contestó el conde.
El domingo por la mañana, a hora temprana, los cuerpos de Mussolini, de Claretta y de otros fascistas ejecutados, fueron llevados en un camión hasta una estación de gasolina en construcción, de Milán, donde nueve meses antes quince rehenes habían sido fusilados por los alemanes. Los cadáveres fueron colocados en un montón, y hasta el anochecer no los dispusieron en fila. Mussolini fue colocado a un lado, y su cabeza quedó descansando sobre el pecho de Claretta Petacci.
Una densa multitud se reunió en torno al montón, y algunos mutilaron y golpearon los cuerpos. Mussolini, que conservaba la boca abierta, fue colgado de los pies en un cobertizo. También izaron a Claretta de la misma forma, con lo que la falda se le deslizó sobre la cabeza. Poco después una mujer subió a un cajón y le colocó la falda entre las piernas. Claretta tenía una expresión extrañamente pacífica, pero el rostro golpeado e hinchado de Mussolini estaba cruelmente desfigurado.
Treinta y tres años antes, armado con poco más que una idea, Mussolini había marchado sobre Roma para apoderarse del Gobierno. Ahora estaba muerto y vilipendiado, lo mismo que el Fascismo.
Capítulo cuarto. «El jefe ha muerto»
1
En la mañana del 28 de abril, el Grupo de Ejército Vistula ya estaba casi totalmente desarticulado y sus jefes se hallaban al borde de la rebelión declarada.
El Noveno Ejército de Busse ya no era una fuerza militar, sino una multitud de soldados desesperados y exhaustos que trataban por todos los medios de huir, en compañía de los civiles, hacia la relativa seguridad de las líneas de Wenck. La otra mitad del grupo de ejército de Heinrici, el Tercer Ejército Panzer de Manteuffel, también había abandonado sus posiciones y se retiraba luchando hacia el oeste. Trataban asimismo de escapar de los rusos, y su intención era rendirse a los angloamericanos.
Desafiando la orden de Hitler, Manteuffel había ordenado la retirada general, y cuando Heinrici llamó a Jodl a las diez de la mañana diciéndole que un cuerpo de tropas ya se había retirado hasta el río Havel, el moderado Jodl exclamó:
– ¡Me están mintiendo desde todos los frentes!
Von Keitel llamó por teléfono a Manteuffel, directamente, y abiertamente le acusó de derrotismo: Luego dijo que se trasladaría al cuartel general del Tercer Ejército Panzer, situado en Neubrandenburg, para ver personalmente lo que sucedía.
Informado de esto, Heinrici se dirigió inmediatamente hacia Neubrandenburg y esperó allí con Manteuffel hasta que a las dos y media de la tarde llegó un telegrama ordenándoles que se reunieran con Von Keitel en Neustrelitz, ciudad situada veintinueve kilómetros al Sur.
Los dos generales salieron hacia allí, pero a mitad de camino vieron a Von Keitel y su comitiva que se aproximaban. Ambos grupos se detuvieron en las proximidades de un lago y se inició una conferencia entre los árboles de un bosquecillo. Ocultos en las cercanías estaban tres oficiales del Estado Mayor de Manteuffel. Armados con fusiles ametralladores, tenían órdenes de apoderarse de Von Keitel por la fuerza, si hacía alguna tentativa de detener a su comandante.
– ¡El grupo de ejército no hace más que retroceder! -exclamó Von Keitel-. Tanto la jefatura del grupo como la del ejército son demasiado benévolas. Si siguiesen el ejemplo de otros y se decidieran a tomar medidas enérgicas, fusilando a unos cuantos desertores, el grupo de ejército se mantendría en su lugar.
Heinrici replicó secamente que él «no actuaba de esa manera». Entonces Von Keitel se volvió hacia Manteuffel y le acusó de retirarse sin órdenes para ello. Al iniciar Heinrici la defensa de su subordinado, Von Keitel le dijo que no era «lo suficientemente enérgico».
Tomó Heinrici impetuosamente a Von Keitel por un brazo, y le condujo hasta la carretera, que estaba atestada de vehículos que huían en medio de la mayor confusión. Heinrici señaló hacia un carromato lleno de soldados de aviación que huían del frente.
– ¿Por qué no me da un ejemplo usted mismo?-sugirió.
Von Keitel mandó detener el carro y ordenó a los soldados que descendieran.
– ¡Llévenlos al cuartel general del Tercer Ejército y júzguenlos sumariamente! -exclamó, tras lo cual se encaminó hacia su propio automóvil. De pronto se detuvo y agitó el dedo índice ante el rostro de Heinrici-. ¡De ahora en adelante siga estrictamente las órdenes del Alto Mando! -gritó.