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Pero Heinrici no se dejó intimidar.

– ¿Cómo puedo seguir tales órdenes, si el mismo Alto Mando está defectuosamente informado acerca de la situación que reina ahora en el frente?

– ¡Ya se enterará del resultado de esta conversación! -vociferó Von Keitel, lleno de cólera.

En ese momento se adelantó Manteuffel, quien dijo, con acento tan desafiante como Heinrici:

– ¡El Tercer Ejército Panzer sólo seguirá las órdenes del general Von Manteuffel!

Von Keitel fulminó con la mirada a los dos generales rebeldes y les repitió que debían obedecer punto por punto las órdenes que se les diera.

– ¡Serán responsables del veredicto de la Historia! -añadió.

– Yo soy responsable de las órdenes que doy -contestó Manteuffel -y no culpo a nadie de ellas.

Los tres oficiales avanzaron, con los fusiles ametralladores preparados. Pero Von Keitel ya había dado media vuelta, y sin despedirse, subió a su automóvil.

Al anochecer los rusos irrumpieron a través de la línea que contenía la retirada de Manteuffel, y avanzaron en gran número hacia Neubrandenburg. Heinrici llamó por teléfono a Von Keitel y le puso al corriente del nuevo acontecimiento.

– ¡Eso es lo que ocurre cuando uno se decide a abandonar una posición! -dijo Von Keitel.

– En ningún momento me decidí a abandonar posición alguna -contestó Heinrici-. La misma situación lo ha exigido así. Luego pidió autorización para ceder Swinemünde, que estaba defendida por una división de reclutas mal adiestrados.

– ¿Cree usted que puedo decir al Führer que el último punto fuerte del Oder va a ser abandonado?

– ¿Cómo voy a sacrificar a esos reclutas por una causa perdida?-dijo Heinrici-. Soy totalmente responsable de mis hombres. Y he combatido en dos guerras mundiales.

– ¡Usted no tiene responsabilidades en ese aspecto! Es el Mando Superior el que asume le responsabilidad.

– Siempre me he sentido responsable, ante mi conciencia y ante el pueblo de Alemania. No puedo permitirme despilfarrar vidas ajenas.

De nuevo pidió permiso para retirarse.

– ¡Debe usted retener Swinemünde!

– Si insiste, tendrá usted que hallar otro para que cumpla sus órdenes.

– Se lo advierto -farfulló Von Keitel-. Tiene usted edad suficiente para saber lo que significa desobedecer una orden en batalla.

– Herr generalfeldmarschall, lo repito: si quiere que cumplan esta orden, búsquese a otro que lo haga.

– Se lo advierto por segunda vez. Desobedecer una orden implica comparecer ante un consejo de guerra.

Fue ahora Heinrici el que perdió el control de sí mismo, y exclamó:

– ¡Es increíble la forma en que se me trata! He hecho todo lo que pude por cumplir con mi deber, y siempre con la aprobación de mis oficiales. Perdería el respeto de mí mismo si hiciera algo que considero equivocado. Informaré a Swinemünde que el feldmarschall insiste en que la ciudad debe ser defendida, pero como no estoy de acuerdo con ello, pongo mi mando a su disposición.

– Con la autoridad que me confiere el Führer, le relevo a usted de su mando. Haga cargo inmediatamente de sus asuntos al general Von Manteuffel.

Pero éste no estaba en modo alguno dispuesto a mostrarse complaciente, y telegrafió a Von Keitel diciendo que se negaba a aceptar el mando y el ascenso que con él viniese unido. Terminó el mensaje con un desafiante: «Aquí todas las órdenes las da Manteuffel.»

Era, en efecto, el fin del Grupo de Ejército Vistula.

2

La desintegración de la jerarquía militar se hacia evidente hasta en el bunker de la Cancillería. Poco antes del amanecer del 28 de abril, Bormann, Krebs y Burgdorf, jefe del Personal del Ejército, se enzarzaron en una áspera disquisición, en la que parecía influir la bebida.

– ¡Hace nueve meses me hice cargo de mi actual tarea, con todas mis energías y mi idealismo! -dijo Burgdorf-. Traté una y otra vez de coordinar la actuación del Partido y de las Fuerzas Armadas, y por ello mis compañeros del ejército me desdeñan y hasta me dicen que traicioné la ética militar. Ahora advierto que tales acusaciones estaban justificadas, y que mi trabajo no ha servido para nada. Mi ideal era erróneo, y además de eso, me he comportado como un ingenuo y un imbécil.

Krebs trató de calmar a Burgdorf, pero las voces habían despertado ya a Freytag von Loringhoven, que dormía en la habitación contigua. Este sacudió al joven Boldt, el cual ocupaba una litera situada encima de la suya.

– Te estás perdiendo algo bueno, amigo -susurró.

Se oía entonces a Burgdorf replicar a gritos al conciliador Krebs:

– ¡Déjame en paz, Hans! ¡Todo esto había que decirlo! Tal vez ya no podamos hacerlo en las próximas cuarenta y ocho horas… Los jóvenes oficiales llenos de fe e idealismo han ido a la muerte a millares. ¿Para qué?¿Por la Patria?¡No, han muerto por ti!

Burgdorff dirigió luego sus ataques contra Bormann. Dijo que millones de seres habían sido sacrificados, a fin de que los miembros del Partido pudiesen progresar en sus cargos.

– Para satisfacer vuestra ansia de lujos, vuestra sed de poder -añadió-, habéis destruido siglos de antigua cultura, habéis aniquilado a la nación alemana. ¡Esa es vuestra terrible culpa!

– Querido amigo -dijo Bormann, con voz apaciguadora, no debes personalizar de ese modo. Aun cuando todos los demás se hubiesen enriquecido, yo, al menos, estoy libre de toda culpa. Eso puedo jurarlo por todo lo que considero sagrado. ¡A tu salud, amigo mío!

Los dos que escuchaban en la habitación contigua oyeron el so nido de unos vasos al entrechocar. Luego reinó el silencio. Durante toda la mañana, el general Weidling había trabajado en su proyecto para salir de Berlín en tres etapas. Era evidente que los soviéticos llegarían a la Cancillería en uno o dos días, y Weidling tenía la seguridad de que conseguiría del Führer, durante la conferencia nocturna, la orden de hacer que todos los comandantes se presentasen en el bunker a medianoche.

En sus habitaciones, frau Goebbels estaba escribiendo a Harald Quand, un hijo suyo habido de un matrimonio anterior, que se hallaba como prisionero de guerra de los Aliados. Le contaba que toda la familia, incluso los seis niños, estaban en el bunker del Führer desde hacía una semana, «con el propósito de dar a nuestra Nacional Socialista existencia el único fin posible y honorable».

Afirmó que las «gloriosas ideas» del nazismo estaban llegando a su fin, y «con ellas todo lo hermoso y noble que he conocido en mi vida». Un mundo sin Hitler y sin el Nacional Socialismo no valía la pena de ser vivido. Por eso había llevado a sus hijos al bunker. Eran demasiado perfectos para la vida que seguiría a la derrota «y un Dios misericordioso comprendería las razones que tenía para evitarles tal clase de existencia».

Siguió escribiendo que la pasada noche el Führer había prendido su propio emblema del Partido en el vestido de ella, lo cual la llenó de satisfacción y orgullo.

«Quiera Dios darme la energía necesaria para llevar a cabo mi última y más difícil tarea -escribió-. Sólo hay una cosa que deseamos, en estos momentos: seguir junto al Führer hasta la muerte, y terminar nuestras vidas con la suya. Tal fin es una bendición que nunca creímos recibir. Querido hijo, ¡vive para Alemania!»

3

En San Francisco, donde tenía lugar una conferencia para sentar las bases de una organización de Naciones Unidas, Anthony Eden estaba sosteniendo su primera entrevista con la delegación británica, en el octavo piso del Hotel Mark Hopkins.

– A propósito -dijo Eden a sus colegas, tras ponerles al corriente del asunto polaco-, han llegado algunas noticias de Europa que pueden interesarles. De Estocolmo nos dicen que Himmler hizo una oferta a través de Bernadotte para rendir incondicionalmente Alemania a los americanos y a nosotros. Como es natural, hemos informado de esto a los rusos.