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Estos lúgubres preparativos originaron más tarde un violento altercado. Cuando el Führer ordenó a Goebbels que abandonase el bunker con su familia, Goebbels lo tomó como un desaire, y no como un favor, manifestando que no era lógico que se marchase el Defensor de Berlín. Hitler insistió, y la discusión se hizo tan acalorada que al fin manifestó:

– ¡Ni el más fiel de mis seguidores me obedece ya!

Después, se fue a dormir.

Con lágrimas en los ojos, Goebbels se retiró a sus habitaciones, y comenzó a redactar su última voluntad con el título de «Apéndice al Testamento Político del Führer».

«El Führer me ha ordenado, en caso de que la defensa de la capital del Reich se hunda, que abandone Berlín y entre a formar parte, como miembro dirigente, del Gobierno nombrado por él.

»Por primera vez en mi vida me veo obligado a desobedecer categóricamente una orden del Führer. Mi mujer y mis hijos se han unido a mí en esa negativa. Aparte de que los sentimientos de lealtad y humanidad nos impiden abandonar al Führer en esta hora de la mayor necesidad, durante el resto de mi vida se me tacharía de un traidor y vulgar rufián, y perdería el respeto de mí mismo junto con el de mis compatriotas, respeto que necesitaría para cualquier tentativa que hiciese por restaurar el futuro de la nación y el Estado.

»En la pesadilla de traiciones que envuelve al Führer en estos críticos días de la guerra debe haber al menos una persona que permanezca con él incondicionalmente hasta la muerte, aun cuando esto disienta con la orden perfectamente justificable que ha insertado en su testamento político.

»Considero que con ello rindo el mejor servicio al futuro del pueblo alemán. En los duros tiempos que se avecinan, los ejemplos tendrán más importancia que los hombres. Siempre habrá hombres dispuestos a guiar la nación hacia adelante, hacia la libertad, pero la reconstrucción de nuestra vida nacional sería imposible si no se desarrollase sobre la base de un ejemplo claro y evidente.

»Junto con mi esposa, y en nombre de mis hijos, que son aún demasiado jóvenes para hablar por sí mismos, pero que indudablemente se mostrarían de acuerdo con esta decisión, si tuviesen la edad suficiente, expreso por tal motivo mi inalterable resolución a no abandonar la capital del Reich aun cuando caiga en manos del enemigo, sino, por el contrario, decido poner fin a mi vida al lado del Führer, la que personalmente no tiene ningún valor, si no puedo dedicarla a su servicio.»

Los «Spitfire» ingleses se dedicaban a arrasar las incendiadas ruinas de Berlín. En el aire flotaba un ambiente de muerte, que recordó al jefe de ala Johnnie Johnson la zona de Falaise, durante la campaña de Normandía. Podía ver en esos momentos los tanques rusos entrando en la capital de Alemania. De pronto observó una gran escuadrilla de cazas soviéticos «Yak» que aparecía en el cielo. Johnson temió que se produjera una escaramuza por error, y dijo por radio a sus cazas:

– Seguid juntos, muchachos. No cambiéis el rumbo.

Los «Yak» eran más de un centenar, y comenzaron a dar lentamente la vuelta hasta colocarse detrás de los «Spitfire». Johnson hizo entonces girar a sus aparatos sobre la derecha, volviéndose hacia los rusos. Uno de los aviadores le hizo notar que había más aviones rusos encima, y Johnson ordenó a sus aparatos:

– Continuad como hasta ahora. No rompáis la formación.

Los dos grupos de aviones dieron varias vueltas, observándose con recelo. Johnson se acercó lo más que pudo y balanceó el aparato ante el que mandaba a los rusos, pero éste no contestó. De pronto los soviéticos se encaminaron hacia el Este desordenadamente. Mientras la indisciplinada escuadrilla se alejaba, subiendo y bajando, Johnson, que los observaba, tuvo la sensación de que se trataba de una bandada de estorninos. De vez en cuando algunos aparatos se separaban del conjunto y descendían a ametrallar algo que había entre las ruinas de la ciudad.

Mediada la mañana, las fuerzas rusas de tierra avanzaban hacia el bunker desde tres puntos diferentes: por el este, el sur y el norte. El círculo existente alrededor de la agonizante ciudad se estrechó aún más cuando las tropas soviéticas ocuparon el parque zoológico. Desde las jaulas de los hipopótamos y desde el planetario comenzaron a hacer fuego los rusos contra las dos enormes torres antiaéreas que constituían el puesto de varias divisiones, y que eran también el centro de la artillería. El coronel Woehlerman, comandante de artillería de Berlín, contemplaba en una especie de estado de hipnosis, desde el cuarto piso de una de las torres, cómo los tanques rusos trataban en vano, una y otra vez, de alcanzar con sus disparos las ventanas de la torre. Podía ver la gran ciudad extendida a su alrededor, ardiendo y humeando, casi completamente en ruinas. El campanario de la Gedächtniskirche (templo erigido en memoria del kaiser Federico) ardía como una enorme antorcha, constituyendo un espectáculo tremendamente bello.

Un kilómetro y medio más lejos, en el bunker, Martin Bormann estaba haciendo los preparativos para enviar el testamento de Hitler, así como el suyo propio, al sucesor del Führer, almirante Doenitz. Para tener garantía de su entrega, Bormann decidió enviar a dos emisarios diferentes: el SS Standartenführer (coronel) Wilhelm Zander, su propio consejero personal, y a Heinz Lorenz. Goebbels también deseaba que su testamento llegase al mundo exterior, y entregó una copia a Lorenz.

Un tercer ejemplar del testamento político de Hitler fue confiado por Burgdorf al comandante Willi Johannmeier, ayudante militar del Führer, con orden de que fuese entregado al feldmarschall Schoerner. Burgdorf también entregó a Johannmeier una nota manuscrita explicando que el testamento había sido escrito bajo el influjo de la triste noticia de la traición de Himmler, y que era la «inalterable decisión del Führer». Debía ser publicado «en cuanto el Führer lo ordenase, o bien cuando se confirmara la muerte del mismo».

Cuando Freytag von Loringhoven, así como Boldt y el oberstleutnant (teniente coronel) Weiss, ayudante de Burgdorf, supieron que los tres emisarios abandonaban el bunker para entregar el testamento de Hitler, solicitaron permiso para abandonar también la Cancillería.

– Ahora que todo ha concluido -dijeron a Krebs-, pedimos que se nos permita luchar con las tropas, o intentar llegar hasta el ejército del general Wenck.

Krebs comprendió el punto de vista de los tres jóvenes militares y fue a decírselo a Hitler, el cual no opuso reparos, pero quiso verlos antes de que se marchasen.

Al mediodía, Hitler sostuvo con ellos una prolongada charla. Les preguntó en qué forma esperaban salir de Berlín. Boldt indicó un camino a lo largo del Tiergarter, hasta el puente de Picheldorf, donde se embarcarían en una lancha y descenderían por el río Havel.

– ¡Eso es, cerca del puente! -exclamó Hitler-. Conozco un lugar donde hay algunos botes eléctricos que no hacen el menor ruido.

A continuación Hitler pasó cerca de quince minutos dándoles explicaciones detalladas de la ruta que le parecía mejor para huir río abajo. El plan era un prodigio, por la memoria de que hacía gala el Führer, pero los tres oficiales escucharon sin gran interés, ya que como todos los proyectos de Hitler, aquél era perfecto en teoría, pero imposible de ejecutar.

Los tres militares se colocaron chaquetas de camuflaje, cascos de acero y empuñaron fusiles ametralladores. Abandonaron la opresiva atmósfera del bunker y salieron a la Hermann Goeringstrasse.