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El hombre en cuyo honor había recibido el nombre aquella calle, estaba siendo condenado a muerte en aquellos momentos por Bormann, el cual despachó el siguiente telegrama a sus agentes en el Obersalzberg:

«La situación de Berlín es sumamente crítica. Si Berlín y nosotros caemos, los traidores del 23 de abril deben ser exterminados. Cumplan con su deber. Su vida y su honor dependen de ello.»

Pero Goering ya había convencido al guardia de las SS que le vigilaba, para que le llevase, junto con su mujer, su hija y el mayordomo, hasta el castillo que la familia tenía en la cercana localidad de Mautendorf, en Austria. Mientras iba sentado en el automóvil, Goering sostenía entre sus rodillas una tubería de estufa. En su interior iba uno de sus cuadros favoritos, el cual valía dos millones y medio de marcos.

6

En la tarde del 29 de abril, se iniciaron en el bunker una serie de lúgubres preparativos. El perro alsaciano preferido del Führer, «Blondi», fue envenenado por el doctor Haase, antiguo cirujano de Hitler, y a otros dos perros del Führer se les dio muerte a tiros. El mismo Hitler entregó cápsulas de veneno a sus dos secretarias, frau Junge y frau Christian. En señal de disculpa les dijo que era un mísero regalo de despedida, y les rogó que tuvieran valor. Era una pena, añadió, que sus generales no fuesen tan de fiar como ellas.

Kempka vio a Hitler a las seis, poco después de haber llegado la noticia de que Mussolini había sido asesinado por los partisanos. En la mano derecha tenía el Führer un mapa de Berlín; vestía chaqueta gris y pantalón negro. Aunque su mano izquierda temblaba ligeramente, parecía estar sereno.

– ¿Qué tal le van las cosas, Kempka?-preguntó Hitler.

El chófer contestó que regresaba a su puesto defensivo de emergencia, en la Puerta de Brandenburgo.

– ¿Cómo se hallan sus hombres?

– Tienen elevada moral, y están esperando ayuda de Wenck.

– Sí…, todos esperamos a Wenck -dijo Hitler, con tranquilidad, y luego le tendió la mano-. Adiós, Kempka, y cuídese.

Cuando se estrecharon la mano, uno de los hombres de Kempka gritó por el pasillo:

– ¡Pronto, que se acercan los rusos!

Weidling se mostraba lleno de aflicción cuando el Führer inició la conferencia a las diez de la noche. Habló Weidling de la lucha cruel que se libraba en las calles de la ciudad. Manifestó que sus divisiones habían quedado reducidas a simples batallones. La moral era deficiente y las municiones casi se habían agotado. Agitó en el aire un periódico del Ejército lleno de noticias optimistas acerca de la inminente liberación de Berlín por las fuerzas de Wenck. Pero dijo que las tropas sabían que aquello no era verdad, y que tales decepciones sólo contribuían a amargarles mucho más.

De nuevo Goebbels se mostró incapaz de escuchar las verdades del informe. Acusó a Weidling de derrotismo, y surgió una nueva discusión. Tocó esta vez a Bormann calmar a Goebbels, y Weidling pudo seguir informando. Concluyó con la tremenda predicción de que la batalla terminaría en la noche siguiente.

Se produjo un denso silencio. Con voz cansada Hitler preguntó al SS brigadeführer (general de brigada) Mohnke, comandante de la Ciudadela (Cancillería), si consideraba que la situación era como la había descrito Weidling. Mohnke afirmó que así era, en efecto.

Weidling volvió a pedir que se intentase romper el cerco. Hitler levantó una mano para imponer silencio. Señaló el mapa, y con tono resignado, aunque sarcástico, dijo que había señalado la posición de las tropas de acuerdo con el anuncio de las radios extranjeras, puesto que sus propios comandantes ni siquiera se molestaban ya en informarle. Sus órdenes, por tanto, habían dejado de ejecutarse, y era inútil esperar nada.

A continuación, el Führer se levantó penosamente de la silla para despedirse de Weidling, y éste le rogó una vez más que cambiase de parecer, antes de que las municiones se agotasen del todo. Hitler murmuró algo a Krebs y luego se volvió hacia Weidling, a quien dijo:

– Consentiré la salida de pequeños grupos del cerco.

Luego añadió que la capitulación era algo en lo que no cabía pensar.

Weidling avanzó por el pasillo del bunker preguntándose lo que había querido decir Hitler. ¿Acaso la salida de pequeños grupos no podía ser considerada como una capitulación? A renglón seguido ordenó Weidling por radio a sus comandantes que se congregasen en su cuartel general de Bendlerblock, a la mañana siguiente.

El coronel Von Below y su ordenanza abandonaron el bunker a medianoche, con una carta de Hitler para Von Keitel en la que aquél informaba del nombramiento de Doenitz como sucesor del Führer. Hitler elogiaba a la Marina por su valiente comportamiento, y disculpaba a la aviación asegurando que sus fracasos habían sido culpa de Goering. Criticaba acerbamente, sin embargo, al Estado Mayor General del Ejército, afirmando que no podía compararse en absoluto con el mismo cuerpo de la Primera Guerra Mundial. «Los esfuerzos y sacrificios del pueblo alemán, en la guerra actual -terminaba diciendo-, han sido tan grandes que no puedo creer que se hayan llevado a cabo en vano. El objetivo debe ser aún la adquisición de terreno en el Este para el pueblo alemán.»

Below y su acompañante siguieron la ruta que los demás habían tomado para salir del bunker. Su avance en la oscuridad fue fácil, y poco antes del amanecer se encontraban con el grupo de Freytag von Loringhoven, que se hallaba en el estadio deportivo del Reich.

En el comedor principal del piso superior del bunker, Hitler estaba despidiéndose de un grupo de veinte oficiales y de algunas secretarias. Sus ojos aparecían velados por las lágrimas, y a frau Junge le pareció que se hallaba totalmente abstraído en sus pensamientos. Luego pasó ante los presentes, estrechándoles la mano, y descendió por último por una escalera de caracol hacia sus habitaciones.

De pronto pareció reinar en el bunker una nueva atmósfera de convivencia. Los formulismos desaparecieron, y los militares de alta graduación se pusieron a charlar familiarmente con los oficiales jóvenes. En la cantina donde comían los soldados y ordenanzas, éstos comenzaron a escuchar música, y el ruido se hizo tan intenso que enviaron a un soldado con orden de que hicieran menos estrépito, pues en el piso inferior del bunker Bormann estaba tratando de concentrarse en la redacción de un telegrama dirigido a Doenitz. En su mensaje, Bormann se quejaba de que todas las noticias que llegaban eran «controladas o desfiguradas» por Von Keitel, y ordenaba a Doenitz que «procediese inmediatamente, y sin piedad, contra todos los traidores».

7

Al llegar la medianoche, el padre Sampson se hallaba en la colina que dominaba Neubrandenburg, hasta donde llegaba el estrépito producido por el avance de los tanques soviéticos. Manteuffel ya había retirado su puesto de mando de la ciudad, dejando sólo algunas tropas en la misma.

Durante la semana anterior, los aviones rusos habían estado lanzando enormes cantidades de octavillas sobre la población y sobre el campamento Stalag IIA, advirtiendo que Rokossovsky estaba ya a las puertas de la ciudad. Así era, en efecto, y numerosos tanques rusos embestían en esos momentos contra las torres y las vallas de alambre de púa del campo de prisioneros. Luego se emplazaron grandes cantidades de cohetes montados sobre camiones americanos, que a continuación fueron disparados sobre Neubrandenburg, situada a sólo cinco kilómetros de distancia. Al cabo de una hora la ciudad estaba en llamas y el calor del incendio llegaba hasta los prisioneros que se encontraban en la colina. El goce repentino de la libertad, resultaba un don excesivo para los numerosos franceses, italianos, y servios que se encaminaban hacia la ciudad para entregarse al saqueo, y donde a menudo caían bajo los disparos de los rusos. Los norteamericanos, en cambio, bajo el mando del sargento Lucas y del padre Sampson, permanecían en el campamento, según las instrucciones que había dado en clave la BBC.