Comenzó entonces otra andanada de cañonazos soviéticos y las granadas comenzaron a estallar en el jardín. Sólo quedaban ya las paredes desnudas de la Cancillería, que se estremecían con cada explosión.
A través de las nubes de polvo, Kempka vio el cuerpo de Hitler escasamente a tres metros de la entrada del bunker. Se encontraba en una hendidura del terreno situada junto a una mezcladora de hormigón. Tenía subidas las perneras del pantalón, y el pie izquierdo vuelto hacia dentro, en una posición característica que siempre asumía cuando hacía un largo viaje en automóvil.
Kempka y Günsche colocaron el cadáver de Eva a la derecha de Hitler. La intensidad de bombardeo de artillería aumentó notablemente forzando a ambos a ocultarse en la entrada del bunker. Kempka esperó algunos minutos, luego se apoderó de una lata de gasolina y corrió con ella hacia los dos cadáveres. Juntó el brazo izquierdo de Hitler contra su cuerpo, mientras sentía que le faltaba precisión para rociar el cadáver del Führer de gasolina. Una ráfaga de viento agitó el pelo de Hitler. Kempka abrió el recipiente, y en ese momento estalló una granada, cubriéndole de escombros. Otras granadas estallaron, y Kempka corrió de nuevo a refugiarse.
Günsche, Kempka y Linge esperaron en la entrada a que disminuyese la intensidad del bombardeo. Entonces regresaron adonde estaban los dos cuerpos. Temblando de repugnancia, Kempka los roció de gasolina. Pensó que aunque se había sentido incapaz de hacer aquello, por fin lo estaba haciendo. Observó la misma reacción en los rostros de Linge y Günsche, que también derramaban el combustible sobre los cadáveres. Desde la entrada, Goebbels, Bormann y el doctor Stumpfegger observaban todo con una especie de morbosa preocupación.
Los vestidos de Hitler y Eva se humedecieron tanto que el viento fue incapaz de agitarlos. Reanudóse el bombardeo, pero los tres hombres siguieron vaciando las latas hasta que la depresión donde yacían los cuerpos estuvo llena de gasolina. Günsche sugirió encender el fuego con una granada de mano, pero Kempka se negó. La idea de hacer saltar los cuerpos en pedazos le hacía estremecer. Observó entonces la presencia de un gran trozo de tela junto a la entrada del bunker. Se lo enseñó a Günsche y éste lo cogió y lo roció de gasolina.
– ¡Una cerilla! -exclamó Kempka.
Goebbels le entregó una caja. Kempka encendió la cerilla y la aplicó contra el trapo. Günsche corrió con éste y lo lanzó sobre los cuerpos cubiertos de gasolina. Una bola de fuego surgió de la depresión, y a ella siguió una densa columna de humo negro. El fuego era pequeño, en comparación con el fondo rojizo de la ciudad incendiada, pero a pesar de todo resultaba aterrador. Los presentes contemplaban las llamas, como si estuvieran hipnotizados.
Poco a poco los cuerpos se fueron consumiendo. Conmovidos, regresaron a la entrada del bunker. Transportaron más latas de gasolina, y durante las tres horas siguientes, Günsche, Linge y Kempka siguieron vertiendo combustible sobre lo que quedaba de los cadáveres.
En el plazo de diecinueve días, tres de los dirigentes más importantes del mundo habían muerto: uno de un ataque, otro por su propia mano, y el tercero a manos de su mismo pueblo. Dos de ellos -Roosevelt y Hitler- asumieron la jefatura de sus respectivos países en el mismo año, 1933, y a los dos les llamaban «el Jefe» sus allegados. Pero allí terminaban todas las semejanzas.
Eran las siete y media de la tarde cuando Kempka y Günsche, agotados por el esfuerzo, entraron en el bunker después de haber concluido la tarea de la cremación. En la sala de conferencias reinaba un verdadero desbarajuste. El jefe de la guardia, Rattenhuberg, así como el comandante de la zona de la Ciudadela, Mohnke, lloraban sin disimulos. Otros discutían acaloradamente acerca de nimiedades. Todos parecían estar perdidos, sin el Führer que les dirigiese. Por fin, Goebbels logró serenarse, y como nuevo canciller ordenó que se celebrase una reunión, pidiendo que asistiesen a la misma Bormann, Mohnke, Burgdorf y Krebs. Una de las primeras decisiones de Goebbels fue ordenar a Rattenhuberg que enterrase los restos de Hitler y Eva Braun junto a la pequeña vivienda de Kempka, situada en el jardín. Luego empezaron a discutir la posibilidad de enviar a Krebs, que hablaba un poco el ruso, a través de la línea de fuego, a fin de que negociase alguna forma de tratado.
Weidling aún no se hallaba al corriente de la muerte de Hitler. En las últimas horas de la tarde recibió un mensaje de Krebs, ordenándole que se presentase inmediatamente en el bunker, y prohibiéndole romper el cerco de Berlín, aun en pequeños grupos. Aquello era una locura, y Weidling se sintió tentado a desobedecer. Dentro de veinticuatro horas, cualquier intento para atravesar las líneas enemigas resultaría imposible. Los soviéticos habían introducido numerosas avanzadillas en la zona de Potsdamerplatz, y otro grupo avanzaba a lo largo de la Wilhelmstrasse, en dirección al Ministerio del Aire.
Casi media hora tardó Weidling en salvar la distancia de poco más de un kilómetro que le separaba de la Cancillería, y era ya de noche cuando se presentó en el bunker. Le extrañó la agitación que reinaba en el interior del refugio, pero lo que le indicó que algo extraordinario había ocurrido, fue el ver a Goebbels sentado ante el escritorio del Führer. Con voz lúgubre le rogó Krebs que guardase el secreto, y luego le contó que el Führer se había suicidado.
El asombrado Weidling se enteró luego de que sus compañeros sólo habían informado del suceso a Stalin. Krebs manifestó entonces que iría en persona a hablar con Zhukov sobre el suicidio de Hitler, informándole además acerca del nuevo Gobierno. Le pediría una tregua para iniciar las negociaciones destinadas a la capitulación de Alemania. Desaparecido Hitler, los deseos de Krebs de luchar hasta el último hombre contra los bolcheviques parecían haber desaparecido repentinamente.
Weidling dudaba de que Krebs hablase en serio, y con tono de incredulidad dijo:
– Como militar, ¿cree usted de verdad que el comando supremo soviético accederá a negociar una tregua cuando están a punto de conseguir todos sus objetivos?
Añadió que sólo podía ofrecerse la rendición incondicional. Únicamente aquello pondría fin a la batalla de Berlín, que ya carecía de todo objeto.
– ¡No hay que pensar siquiera en la capitulación! -exclamó Goebbels.
– Herr reichsminister -manifestó Weidling-. ¿Cree de verdad que los rusos querrán negociar con un Gobierno alemán del que sea usted canciller?
Quizá por vez primera en su vida, Goebbels no supo qué contestar. Cuando habló, sus palabras parecían las de un hombre que pretendía ajustar la realidad a su conveniencia. Declaró que la última voluntad de Hitler debía ser respetada, y que Krebs sólo debería solicitar una tregua.
Cuando se disponía a regresar a su puesto de combate, Kempka pasó ante la habitación del doctor Stumpfegger, y vio a Magda Goebbels sentada ante un escritorio. Tenía un gesto ausente en el rostro. Por fin reconoció a Kempka, y le pidió que se aproximase.
– Rogué al Führer de rodillas que no se suicidase -dijo con voz inexpresiva-. Me hizo levantar suavemente del suelo, y me dijo serenamente que debía abandonar este mundo. Era la única forma de que Doenitz pudiese salvar a Alemania.
Para animarla, Kempka dijo a Magda Goebbels que había una posibilidad de huir. Manifestó que tenía tres camiones blindados en disposición de usarse, y que con ellos seguramente podría poner a salvo a todos.