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Ella lanzó un profundo suspiro. En ese momento entró Goebbels y dijo que Krebs iba a entrevistarse personalmente con Zhukov. Manifestó que había solicitado morir con Hitler, pero que el instinto de conservación para él y su familia era más fuerte que su ofrecimiento. Sin embargo, aquel instinto debía tener sus límites.

– En caso de que las negociaciones den resultado negativo -añadió sombríamente-, ya he tomado mi decisión. Me quedaré en el bunker, porque no podré desempeñar el papel de eterno refugiado en el mundo. Claro que la huida quedará siempre abierta para mi mujer y mis hijos.

– Si se queda mi esposo -dijo frau Goebbels, rápidamente-, yo también me quedaré. Quiero compartir su suerte.

El almirante Doenitz no fue informado sobre la muerte de Hitler. Sólo le comunicaron que el Führer le había nombrado su sucesor. Bormann le dijo por radio que le enviaría confirmación por escrito, y que entretanto, el almirante quedaba «autorizado para tomar las medidas que la situación requiriese».

Tal vez Bormann había querido retener la noticia, a fin de poder darla él personalmente. A diferencia de Goebbels, estaba decidido a huir de Berlín a toda costa, y sin duda tenía la esperanza de ser el primero del bunker que llegase junto a Doenitz. Entonces, con su presencia, tal vez pudiese retener el poder.

El almirante era un verdadero marino, sin aspiraciones políticas, y el nombramiento recaído en su persona fue algo totalmente inesperado. Sin duda Hitler le había nombrado para facilitar la tarea de poner fin a la guerra. Doenitz había dicho antes por radio a Hitler que podía contar con toda su lealtad, y que haría lo posible por sacarle de Berlín.

– Pero si la suerte me obliga a gobernar el Reich, como sucesor suyo -declaró-, seguiré con la guerra hasta concluirla de la única forma que exige la heroica resistencia del pueblo alemán.

Doenitz siempre había temido que la muerte de Hitler pudiese terminar con la autoridad central, siguiendo un caos que provocase la pérdida innecesaria de innumerables vidas. Pero ahora se dijo que si actuaba con rapidez y se rendía incondicionalmente, tal vez pudiera evitar semejante catástrofe. Pero en primer lugar tenía que comprobar si su nombramiento contaba con la aprobación de Himmler, el cual disponía de tropas en lo que quedaba del país, en tanto que él no disponía de éstas. Se requirió que Doenitz llamase personalmente a Himmler, antes de que éste prometiese sin mucho entusiasmo trasladarse a Ploen, para hablar acerca de «un importante asunto».

Colocó Doenitz una pistola cargada debajo de algunos documentos que había sobre su escritorio. Aquello resultaba tal vez exagerado, pero le pareció algo necesario. Himmler llegó con seis guardias SS armados, pero entró solo en el despacho del almirante. Doenitz extrajo el telegrama en el que se le informaba de su nombramiento como sucesor de Hitler.

– Por favor, lea esto -dijo a Himmler, y le observó con toda atención.

El reichsführer se puso pálido y pareció encogerse, como si fuese un globo al que pinchan con un alfiler. Aun después de conocerse sus tentativas de negociar con Churchill y Truman, Himmler tuvo la seguridad de que sería nombrado sucesor de Hitler. Después de un silencio embarazoso, Himmler se puso de pie y se inclinó ceremoniosamente.

– En tal caso -afirmó-, permítame que sea el segundo hombre de su Gobierno.

El quejumbroso tono de Himmler dio confianza a Doenitz, a pesar de lo cual acercó una mano al arma que tenía escondida. -Eso es imposible -dijo Doenitz con firmeza-. No tengo puesto para usted.

Himmler se aclaró la garganta, como si fuese a decir algo, y luego se puso de pie, con gesto resignado. Doenitz también se levantó de su asiento, y le acompañó hasta la puerta. Himmler salió del edificio con la cabeza inclinada, seguido por sus seis guardaespaldas.

Capítulo quinto. «Y ahora nos apuñalan por la espalda»

1

Desde 1939, año en que el Gobierno polaco en el exilio se trasladó a Londres, se habían originado incesantes discusiones en relación con la suerte futura del trágico país. En Yalta, los Tres Grandes parecían haber hallado una solución; luego Stalin cambió de parecer, lo cual no sólo condujo al intercambio de innumerables mensajes de contenido desagradable, sino también al desacuerdo entre Churchill y Roosevelt acerca de la manera más conveniente de tratar con Stalin. Poco después de que Roosevelt se hubiese puesto de acuerdo con Churchill a ese respecto, en el mes de marzo, el presidente americano falleció, y Truman se vio obligado a enfrentarse con una situación sobre la que tenía muy escasos conocimientos. Por consiguiente, hasta fines de abril, Churchill y Truman no estuvieron en condiciones de presentar un frente unido.

Durante varios días, Churchill había estudiado el último mensaje de Stalin, en el que éste manifestaba categóricamente que la única solución al problema consistía en adoptar el ejemplo yugoslavo para Polonia. El 29 de abril, Churchill le envió una réplica de 2.509 palabras, que era tan vehemente como extensa. Manifestaba Churchill que el acuerdo al cincuenta por ciento sobre Yugoslavia no había dado buenos resultados, pues Tito se había convertido en un dictador. Por otra parte, Yugoslavia y Polonia eran dos países muy diferentes. Los Tres Grandes habían llegado a un acuerdo en Yalta sobre la última nación. Churchill proseguía manifestando que tanto él como Truman consideraban que la forma en que se había llevado el asunto, desde la Conferencia de Crimea, resultaba bastante desconsiderada para ellos.

El asunto se había agravado aún más a causa de las noticias que llegaban de Polonia, como la de la desaparición de quince polacos que habían abandonado Varsovia un mes antes para negociar con los rusos. Churchill manifestó que no podía oponerse a tales informes, puesto que a los británicos y americanos se les negaba la entrada a Polonia para que examinasen la situación.

Proseguía diciendo Churchill que el futuro tampoco se presentaba demasiado prometedor ya que la Unión Soviética y los países satélites se inclinaban hacia un lado, en tanto que las democracias angloamericanas y sus asociados se inclinaban hacia otro lado.

«…Es evidente que ese desacuerdo destrozará al mundo, y que nosotros, los dirigentes de cualquier bando que tengamos que ver en ello, nos cubriremos de vergüenza ante la Historia. Sólo el recelar durante largo tiempo y oponer una y otra vez nuestras políticas, será un desastre que impedirá el desarrollo de la prosperidad mundial para aquellas masas que sólo puedan alcanzarlas mediante la acción unida de nuestros tres países. Espero que en estos conceptos que salen de mi corazón no haya palabra o frase que pueda constituir una ofensa. En tal caso, hágamelo saber. De lo contrario, le ruego, amigo Stalin, que elimine las diferencias que para usted pueden ser pequeñas, pero que tienen valor simbólico según la forma en que los pueblos de habla inglesa reaccionamos ante la vida.»

La franqueza de Churchill sólo pareció irritar a Stalin, el cual contestó que si el Gobierno de Lublin no se tomaba como base para un Gobierno de unidad nacional, sería imposible lograr un acuerdo en lo estipulado durante la Conferencia de Crimea.

Anteriormente, Stalin había negado que supiera algo acerca de los quince polacos desaparecidos, pero ahora admitía que éstos se hallaban bajo la custodia soviética. Por otra parte, los aliados estaban informados erróneamente, ya que eran «dieciséis las personas, no quince».

«…El grupo se halla encabezado por el conocido general Okulicki. Los servicios de información británicos mantienen un deliberado silencio, en vista de su particular modo de pensar, acerca de este general polaco, que con otros quince ha «desaparecido». Pero nosotros no tenemos intención de silenciar este asunto. Este grupo de dieciséis personas, mandado por el general Okulicki, ha sido detenido por las autoridades militares del frente soviético y está siendo sometido a una investigación general. El grupo del general Okulicki, y en primer lugar el propio general Okulicki, están acusados de preparar y llevar a cabo actividades subversivas detrás de las líneas del Ejército Rojo, subversión que ha hecho mella en más de un centenar de soldados y oficiales del Ejército Rojo. También se culpa al grupo de suministrar emisoras de radio a la retaguardia de nuestras tropas, lo que está prohibido por la Ley. Todos, o una parte de ellos -depende del resultado de las investigaciones-, serán juzgados. Así es como el Ejército Rojo se ve forzado a proteger sus unidades y sus líneas de retaguardia contra los saboteadores y los que crean desórdenes.»