No tuvo que esperar tiempo Wolff para saber lo que pensaba Kesselring. A las dos de la mañana del 2 de mayo, éste llamó a Wolff por teléfono y exclamó:
– ¿Cómo se atreve a actuar por iniciativa propia, sin órdenes mías?
Wolff recordó a Kesselring que ya le habían informado acerca de la conspiración desde un mes antes.
– Si usted se hubiese unido a nosotros entonces, habría impedido que corriera mucha sangre, evitando también la destrucción de numerosas propiedades. Yo puedo conseguir las mismas condiciones de rendición para todas sus fuerzas -dijo Wolff-. Sólo tengo que decir unas palabras, y el asunto estará resuelto. Parece olvidar que estaba usted al corriente de esto desde el principio. Sabía muy bien cuanto sucedía, y ahora nos apuñala por la espalda, quitando a Vietinghoff de en medio.
Wolff siguió diciendo que había que cumplir con el acuerdo concertado en Caserta. Estaba convencido de que la historia les justificaría plenamente.
– Será mejor que siga mi consejo -añadió Wolff-. No parece usted darse cuenta de lo que está en juego.
Kesselring le interrumpió. No se mostraba colérico, sino más bien interesado.
– ¿Dice usted que ha hecho un trato con los angloamericanos para que se nos unan en la lucha contra Tito y Rusia?
– Herr generalfeldmarschall, no sé de dónde ha podido sacar semejante idea. En eso no hay ni que pensar. Se trata de una simple capitulación. He conseguido salvar a gran cantidad de nuestros soldados, que de ese modo no irán a Siberia, al norte de África o a Dios sabe dónde, y probablemente podré hacer lo mismo por muchos otros soldados. Es irresponsable proseguir una lucha que ya está perdida, sobre todo ahora que conocemos la muerte del Führer, lo que le libra de su juramento de fidelidad. No tiene por qué trasladar este juramento a nadie más. Yo no me siento obligado en absoluto al almirante Doenitz, el cual significa muy poco para mí. Todo aquel que siga luchando ahora, no es más que un criminal de guerra.
Al fin, Wolff dejó de hablar y Kesselring comenzó a rebatir sus argumentos con la misma vehemencia. La amistad que les unía sólo contribuía a hacer la discusión más áspera. Ambos hombres gritaron hasta quedar agotados. La discusión había durado dos horas, al término de las cuales, Wolff cortó la comunicación y se sentó como si estuviese anonadado.
A las cuatro y media de la mañana, el teléfono volvió a sonar. Era Schulz. Wolff, desesperado, estaba a punto de replicarle con cajas destempladas, cuando el comandante supremo de Italia anunció que Kesselring acababa de llamarle por teléfono, dándole permiso para llevar a efecto la rendición.
Para oír aquellas palabras, Wolff había hecho varios viajes peligrosos; estuvo a punto de caer en manos de los partisanos, en el lago Como, y se enfrentó directamente con la ira de Himmler y de Hitler. Por si fuera poco, se había visto obligado a humillarse, tuvo que arrestar a un compañero de armas y fue objeto de numerosos insultos. Pero el éxito le dejaba ya indiferente. Ordenó a Wally que telegrafiase a Alexander informándole que Kesselring también había aceptado las condiciones, y luego se tumbó sobre su lecho y quedóse dormido.
Capítulo sexto. «El telón de acero se aproxima cada vez más»
1
En las primeras horas del 30 de abril, el gran núcleo de tropas de Busse, que avanzaba rodeado por los efectivos soviéticos, se hallaba a punto de desintegrarse. Sólo el temor a la venganza rusa sostenía a los exhaustos soldados combatiendo siempre en dirección al Oeste, donde se hallaba el 12.° Ejército de Wenck. El oberst (coronel) Hans Kempin, cuya misión consistía en evitar que los rusos irrumpiesen por el flanco norte de las tropas alemanas, había abandonado las orillas del Oder con veinte mil soldados. Ahora, después de diez días de intenso combate, su 32.ª División Panzer de Granaderos había quedado reducida a 400 combatientes, y no le quedaba un solo tanque. Kempin, un hombre corpulento, de la estatura de Skorzeny, nunca había sufrido tanto en el tiempo que llevaba combatiendo. Sus soldados se hallaban tan exhaustos, que algunos ni siquiera podían levantarse del suelo. También recurrió el coronel a las mujeres que les acompañaban.
– Si quieren que salgamos de aquí, tienen que ayudarnos… -dijo Kempin a un grupo de mujeres.
Así, pues, también ellas empuñaron fusiles automáticos y rifles y siguieron avanzando hacia el Occidente, junto con los soldados, más cansados por haber llevado el peso de la lucha hasta el momento.
Hacia el Sur, los civiles alemanes que integraban el grupo de Busse habían experimentado escasas bajas, desde que abandonaron el Oder. Pero algo antes del amanecer, los civiles oyeron un nutrido tiroteo y observaron numerosas siluetas que se aproximaban en la semioscuridad. Eran los rusos. Los alemanes corrieron frenéticamente atravesando los bosques hasta llegar al río Dahme. Este medía escasamente diez metros de anchura, pero sus aguas estaban sumamente frías. Algunos soldados improvisaron balsas y luego se lanzaron al agua y comenzaron a remolcar a las mujeres.
Elisabeth Deutschmann, cuyo marido había perdido una pierna en Rusia, había llegado a la orilla occidental cuando aparecieron los primeros rusos por el otro lado. Los dos soldados que la habían arrastrado hasta la margen opuesta estaban ateridos y no podían moverse, y rogaron a la mujer que se marchase antes de que los soviéticos cruzasen el río. Pero Elisabeth les frotó el cuerpo, les cubrió con su capa de pieles y permaneció junto a ellos.
En la orilla opuesta comenzaron a oírse disparos y gritos salvajes. Luego se produjo un largo silencio y los dos soldados y la mujer creyeron que los rusos se habían marchado. De pronto, apareció un soldado soviético enorme, con un vendaje ensangrentado envolviéndole la cabeza. Avanzó hacia ellos con una pistola en la mano, pero les sonrió y les dijo en alemán:
– No teman nada.
Se acercó entonces un oficial soviético, el cual se apoderó de Elisabeth, pero el corpulento ruso le colocó la pistola en las costillas y declaró:
– Esa mujer pertenece a este soldado -y señaló a uno de los alemanes.
Cuando el ruso llevaba a sus prisioneros por el bosque, vieron a un alemán al que los soviéticos habían arrancado la nariz, y otro al que habían castrado. El ruso dijo que con él estaban seguros, y les dio jamón y unos trozos de pan.
Con el Ejército Rojo amenazando irrumpir por todos los flancos, Busse pidió a sus avanzadas que hiciesen un desesperado esfuerzo por atravesar las líneas enemigas para llegar hasta Wenck. Ya no le quedaban más que dos tanques «Tigres». Se les suministró gasolina de otros vehículos abandonados, y los tanques se dispusieron a encabezar el ataque final.
En la oscuridad se enfrentaron con el fuego de morteros y armas cortas, pero milagrosamente los dos «Tigres» siguieron avanzando, al tiempo que disparaban hasta quedar con los cañones al rojo. Detrás iba la infantería, seguida por centenares de mujeres que portaban fusiles ametralladores, rifles y municiones. A sólo dieciséis kilómetros al Oeste se hallaba Wenck, esperándoles. El general había llegado hasta la línea de fuego en una motocicleta. Sus comandantes le habían advertido antes que el Ejército Rojo estaba a punto de irrumpir a través de sus líneas, lo que aconsejaba la retirada del 12.° Ejército. Pero Wenck recordó los millares de mujeres y niños que acompañaban a Busse.
– Tenemos que resistir -dijo luego a sus comandantes-. Busse aún no ha llegado. Debemos esperarle.
Con las primeras luces del día, aquel 1 de mayo los soldados situados en la vanguardia de Wenck oyeron algunos disparos aislados, y luego vieron numerosas sombras que se les acercaban. Eran los soldados del 9.° Ejército, que les abrazaban, al tiempo que exclamaban con júbilo incontenible: