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Habló luego de la nueva Organización de Naciones Unidas, y de la primera conferencia, que debería celebrarse en San Francisco, el 25 de abril.

– En esta ocasión no cometeremos el error de esperar hasta el fin de la contienda para poner en marcha el mecanismo de la paz -aseguró-. Esta vez, del mismo modo que hemos luchado juntos para lograr al fin la paz, trabajaremos unidos para evitar que se produzca de nuevo la conflagración.

Si bien el discurso carecía de la habitual elocuencia de Roosevelt, el Congreso quedó impresionado por el coraje y la fuerza de voluntad que demostraba el presidente. Al terminar, éste recibió una afectuosa y sincera ovación.

– En cuanto pueda -dijo Roosevelt a Truman, un momento más tarde-, me trasladaré a Warm Springs para tomar unos días de descanso. Me encontraré perfectamente si permanezco allí durante dos o tres semanas.

Mientras Churchill y Roosevelt estaban hablando a sus respectivos pueblos de lo que se había conseguido en la Conferencia de Crimea, la unidad de los Tres Grandes se vio afectada por una grieta que apareció en Rumania. El representante político de Estados Unidos en Bucarest informó que «el sector violento del Partido Comunista tiene cada vez mayores exigencias, desfigura los hechos y efectúa acusaciones al tiempo que la posición del Gobierno mejora ante el pueblo».

Los periódicos comunistas locales tildaron los esfuerzos de la policía, por deshacer las manifestaciones que se llevaban a cabo contra el gabinete de coalición de Radescu, de «sangrientas matanzas», y exigieron la inmediata disolución del Gobierno.

Varios miembros norteamericanos de la Comisión Aliada de Control para Rumania solicitaron una entrevista para resolver la crisis, pero el presidente de la Comisión, que era soviético, se negó a ello. Como protesta, Harriman escribió a Molotov una nota oficial declarando que los acontecimientos políticos en Rumania debían estar de acuerdo con la Declaración de Europa Libre, como se había convenido en Yalta. La respuesta de Stalin fue enviar a Bucarest al comisario delegado de Asuntos Exteriores, Andrei Vishinsky, bien recordado por su lamentable actuación como acusador durante los juicios de Moscú. En Yalta, Vishinsky sonrió benévolo, y al menos en apariencia resultaba una persona agradable. Pero en Bucarest se volvió amenazador, y ordenó al rey de Rumania que hiciese dimitir inmediatamente al Gobierno de Radescu. Luego le dio dos horas y cinco minutos para que hallase un nuevo jefe de Gobierno y anunciase públicamente el nombramiento. Cuando el ministro de Asuntos Exteriores, Visoianu, protestó manifestando que el rey debía seguir las prácticas constitucionales, Vishinsky le gritó: «¡Cállese!», y se marchó dando un portazo.

Al día siguiente, aproximadamente en el momento en que Roosevelt hablaba al Congreso, el rey de Rumania designaba al príncipe Stirbey como reemplazante de Radescu. Pero los comunistas se negaron a unirse a su Gobierno, y Vishinsky aconsejó al rey que eligiese a Petru Goza, un hombre estrechamente relacionado con los comunistas.

Entretanto, una política más diplomática era puesta en práctica, en un pueblecillo húngaro, por un militar, el mariscal Tolbunkhin, comandante del Tercer Frente ucraniano. Durante los pasados meses, el mariscal de campo Harold Alexander le había enviado varios mensajes, solicitando entrevistarse con él para discutir algunos problemas de índole militar. Se trataba principalmente de que sus respectivas fuerzas se estaban aproximando unas con otras con gran rapidez, y Alexander deseaba evitar una colisión de frente. Actuando en apariencia según instrucciones de Moscú, Tolbukhin ignoró al principio los mensajes, pero como Alexander insistiera cortésmente, al fin se le invitó a trasladarse al cuartel general del Tercer Frente ucraniano en Hungría, con un pequeño grupo de expertos militares ingleses y norteamericanos. El grupo aliado fue llevado en un «C-47» soviético hasta una base aérea secreta situada justamente en la frontera húngara, y luego en automóvil, durante hora y media, por pésimos caminos vecinales. El teniente coronel Charles W. Thayer, jefe de la misión militar norteamericana en Yugoslavia -diplomático de carrera y graduado en West Point-, pidió al general de la misión rusa que le acompañase. Este dijo que no sabía si el lugar estaba en Yugoslavia o en Hungría. Al fin llegaron a un pueblo bastante grande, en el que abundaban las flores y los árboles frutales.

– Aquí está el cuartel general del mariscal Tolbukhin -manifestó el general.

Thayer contó hasta cien chalets pequeños. No había tránsito de vehículos, ni teléfono, ni ninguno de los elementos propios de un cuartel general. Incluso se advertía un escaso número de centinelas. El grupo de militares aliados fue acompañado hasta el chalet en que estaba localizado el puesto de mando de Tolbukhin. Después de una breve espera, se presentó el mariscal, que dio a Thayer la impresión de haber salido «directamente de la novela «La Guerra y la Paz ». Tolbukhin era alto, robusto y tenía la cara redonda y escaso pelo. Al general inglés Terence Airey, jefe de Inteligencia de Alexander, también le pareció un típico oficial imperial de los días anteriores a la Revolución, con su aspecto impresionante y su carácter expansivo.

Tolbukhin ocultó cualquier resentimiento que sintiese por haberse visto forzado a conferenciar con Alexander, y saludó a sus visitantes con vehementes manifestaciones. Primero sugirió que tomasen un ligero refrigerio, y les condujo hasta el comedor, donde para empezar comieron jamón, sardinas, arenque en escabeche, queso, todo regado con vodka. Thayer se dio cuenta de que al mariscal le llenaban el vaso con un recipiente especial. Tolbukhin advirtió que le observaban, y jovialmente condenó a Thayer a tomar tres vasos de vodka seguidos por espiar.

Después del desayuno, y mientras los especialistas militares se hallaban conferenciando, Thayer y el general de brigada Fitzroy Mac Lean -enviado a Yugoslavia por Churchill- dieron un paseo por el pueblo. Se trataba de la instalación militar más singular que habían visto jamás, al punto de que parecía que Tolbukhin y sus ayudantes hubiesen llegado allí sólo unas horas antes. A Thayer le hizo recordar los pueblos ficticios que Potemkin, el favorito de Catalina la Grande, hacía construir para complacer a su regia amante.

Para Alexander la reunión resultó amistosa, pero carente de frutos. Pidió disculpas por la muerte accidental de un comandante del Ejército Rojo, causada por unos cazas Aliados, y manifestó que si Tolbukhin le informase de la situación de las líneas del frente, esos lamentables accidentes no se producirían. Tolbukhin manifestó que el referido comandante había sido uno de sus mejores amigos, y añadió con resignación:

– De nada vale solicitar la situación del frente. Moscú dice que no.

En un banquete celebrado por la noche, sirvieron un enorme esturión, pavos asados y lechones cebados. Todo ello acompañado con abundante vodka, champaña de Crimea y espeso coñac del Cáucaso. Por fin, los servidores introdujeron en el comedor, con toda ceremonia, una gran tarta helada, adornada con figurillas alegóricas y símbolos patrióticos. Siguieron los brindis, y el ambiente se volvió tan liberal, que al cabo todos los comensales se hablaban a gritos de un extremo a otro de la enorme mesa. Un general de cuatro estrellas del Ejército Rojo preguntó a Mac Lean dónde había aprendido a hablar tan bien el ruso. Cuando el general inglés le dijo que había estado en la Unión Soviética durante los Juicios de Moscú, el afectuoso rostro del ruso se ensombreció súbitamente.

– Debe de haber sido una época difícil de comprender para un extranjero -manifestó, y se volvió a hablar con el comensal que tenía al otro lado.

Después del banquete, un teniente general soviético acompañó a Alexander hasta su alojamiento, y Thayer fue con ellos como intérprete. Al entrar en el chalet destinado a Alexander, encontraron en su interior a una atrayente rubia con uniforme soviético, durmiendo en un catre.