– ¿Quién es, puede saberse?-inquirió cortésmente Alexander. El general ruso parpadeó, desconcertado, y al cabo manifestó:
– Es que de ordinario vive en esta casa. Debe de haber vuelto inconscientemente.
– ¿Cómo una paloma?-preguntó Alexander.
Despertaron a la muchacha y la hicieron salir del aposento. Thayer, por su parte, encontró también a una chica de uniforme en las habitaciones que compartía con el general de división Lyman Lemnitzer, un militar americano que integraba el personal de Alexander.
– ¡Pero qué demonios pasa aquí! -exclamó Lemnitzer-. ¿Para qué es esta auxiliar?
Thayer explicó que seguramente se trataba de una asistente.
– Dormirá en la habitación de al lado, no tiene por qué preocuparse.
En aquella habitación, la muchacha había hecho la cama para Thyer en el catre. Cuando éste estuvo acostado, le arropó como si 'fuera un niño y le trajo un vaso de leche caliente. Luego la chica se envolvió en un abrigo y se acostó en el suelo. Thayer se despertó a las cinco de la mañana, cuando la muchacha le empezó a lavar la cara con un trapo empapado en agua fría. Después de haberle afeitado, la joven dijo:
– Ahora abra la boca, que le voy a limpiar los dientes.
El desayuno con Tolbukhin comenzó y terminó como de costumbre, con vodka, por lo que la mayoría de los componentes de la misión aliada recordaban bastante poco de su viaje cuando se despertaron en Belgrado al día siguiente. Indudablemente, Moscú lo había planeado así de antemano.
En Bucarest habían pasado varios días desde que Vishinsky pidiera al rey de Rumania que formase un nuevo Gobierno encabezado por Groza, el candidato soviético. Los ministros del rey se mostraban indecisos, y al fin, el 5 de marzo, Vishinsky perdió la paciencia y ordenó al monarca que anunciase la formación del Gobierno de Groza aquel mismo día. De no hacerlo así, gritó Vishinsky, la Unión Soviética lo consideraría como un acto hostil. A las siete de la tarde, el nuevo Gabinete, integrado por trece partidarios de Groza y cuatro representantes de otros partidos, daba su juramento de fidelidad. Sin elecciones, y por medio de amenazas, el comunismo había entrado en Rumania.
Harriman protestó, como lo había hecho desde que comenzó la crisis, pero se limitaron a contestarle cortésmente que el antiguo Gobierno fue eliminado por fascista. Actuando como si fueran los únicos defensores de la democracia, los soviéticos declararon además que «la política terrorista de Radescu, que era incompatible con los principios demócratas, había quedado superada con la formación de un nuevo Gobierno».
Por una de las ironías de la política, Goebbels había escrito hacía poco un artículo titulado «El año 2000», previniendo al Occidente acerca de semejante duplicidad. Pero, ¿quién podía creer en un enemigo, especialmente cuando mezclaba tan liberalmente la fantasía con la realidad?
«…En la conferencia de Yalta, los tres dirigentes enemigos, a fin de llevar a cabo su programa de aniquilación y exterminio del pueblo alemán, han decidido ocupar Alemania hasta el año 2000…
»¡Qué vacío debe de estar el cerebro de esos tres personajes, o al menos el de dos de ellos! Ya que el tercero, Stalin, ha trazado sus planes para mucho más adelante que sus dos compañeros…
»Si el pueblo alemán se rinde, los soviéticos ocuparán… todo el este y el sudeste de Europa, además de la mayor parte de Alemania. Delante de este enorme territorio, incluyendo la Unión Soviética, surgirá un telón de acero… El resto de Europa caerá en un caos político que será el período de preparación para la llegada del bolchevismo…»
Aunque Goebbels no hubiera hecho otra cosa, con las palabras «telón de acero» inventó una frase que los occidentales deberían estudiar detenidamente, y que luego manifestaron haber inventado ellos mismos.
Capítulo segundo. Pleamar y bajamar
1
Un período de calma había descendido sobre el Frente Oriental. En parte se trataba de un simple efecto de estrategia, ya que la tremenda ofensiva soviética había dejado a sus tropas escasas de aprovisionamiento. En parte era también el resultado de la valiente, aunque desordenada defensa germana. El Primer Frente ucraniano, de Koniev, había encontrado cada vez mayor resistencia en las tropas de Schoerner, y aunque Zhukov había tendido tres pequeñas cabezas de puente sobre el Oder, estaba hallando una firme oposición en Francfort, Kütrin y Schwedt. Por otra parte, el limitado ataque de Steiner en el Norte, había provocado tal alarma en el Alto Mando del Ejército Rojo, que se decidió suspender el avance hacia Berlín, hasta que se hubiesen taponado las brechas.
La preocupación de Hitler ante la amenaza soviética quedó de manifiesto cuando trasladó a uno de sus mejores comandantes al Frente Oriental, desde otro frente que estaba a punto de hundirse. Hitler ordenó al barón Hasso von Manteuffel, cuyo Quinto Ejército Panzer había constituido la avanzada de la batalla del Bulge, que tomase un importante sector del río Oder. Manteuffel era un joven y enérgico general, nieto de un gran héroe militar. Pese a medir escasamente un metro sesenta, había sido un gran jinete, y además de ser campeón alemán de pentatlón personificaba la mejor tradición militar prusiana. Era uno de los pocos que osaba mostrarse en desacuerdo con Hitler, y en una ocasión incluso desobedeció una orden directa del Führer. Albert Speer, ministro de Armamento y Producción de Guerra, y antiguo amigo de Manteuffel, le había rogado que no destruyese los puentes, presas y fábricas de la importante zona industrial de Colonia-Dusseldorf, ya que en este caso el pueblo alemán se vería sumamente perjudicado después de la guerra. Manteuffel estaba de acuerdo, y no pensaba destruir tales efectivos más que en caso de ineludible necesidad estratégica.
El 3 de marzo, Von Keitel se encontró con Manteuffel en una antesala de la Cancillería del Reich, y le dijo con gesto preocupado:
– Manteuffel, es usted joven e impetuoso. No le ponga nervioso. No le cuente demasiadas cosas.
Un momento más tarde, el pequeño general fue introducido en el despacho del Führer, donde halló a Hitler derrumbado en su sillón, como un anciano. Antes de la batalla del Bulge, cuando discutieron acerca de los planes de ataque, Hitler ya parecía encontrarse mal. Ahora su aspecto era aún más deplorable. Hitler alzó la mirada, y en lugar de saludar a Manteuffel con su habitual cordialidad, exclamó:
– ¡Todos los generales son unos mentirosos!
Era la primera vez que Hitler le levantaba la voz, y Manteuffel se sintió ofendido.
– ¿Sabe acaso el Führer que el general Von Manteuffel y sus oficiales son unos mentirosos?¿Quién le ha dicho eso?
El único testigo, el ayudante militar de Hitler, se hallaba allí presente, de pie y en silencio. Hitler parpadeó nerviosamente y manifestó que no se había referido concretamente a Manteuffel y sus generales. Luego, ya más sereno, explicó cortésmente la situación. Manteuffel quedó anonadado ante la ignorancia de Hitler acerca de la superioridad de los Aliados en el aire, y tuvo que explicarle que en la zona del Rhin no había vehículo alguno, fuesen convoyes o camiones aislados, que pudieran desplazarse sin ser atacados por los aparatos aliados.
– Cuesta creer eso -comentó escuetamente el Führer.
– En los pasados meses, tres camionetas, en una de las cuales yo mismo viajaba, fueron alcanzadas por el fuego de los aviones enemigos -explicó Manteuffel, y Hitler quedó asombrado. El Führer dijo entonces que la calma en el Frente Oriental era sólo momentánea. Zhukov se hallaba ante el Oder, a una hora de Berlín, por carretera, con más de 750.000 soldados. Para proteger la capital, Himmler había reorganizado por completo el Grupo de Ejército Vístula. Todas las fuerzas disponibles habían sido reunidas en dos ejércitos: uno más allá de Frankfurt y Küstrin, que mandaba el general Theodor Busse, y el otro a la izquierda de este último, formando una línea que iba hasta el mar Báltico. Este segundo ejército tenía necesidad de un hombre que conociera la forma de luchar contra los rusos, aseguró Hitler, y pidió a Monteuffel que informase de ello inmediatamente al reichsführer Himmler, en su cuartel general. Manteuffel ya había oído que Himmler ostentaba el mando nominal del grupo de ejército, lo cual le parecía demasiado absurdo, y no pudo evitar preguntar al Führer la razón de que hubiera sido elegida esa persona.