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Los que le rodeaban nunca habían visto a Hoge tan agitado como en aquellos momentos. Tranquilo, por lo común, el general se impacientaba ahora por lo que consideraba una demora intolerable. Preguntó ásperamente a Engeman el porqué de que aún no se hubiera apoderado de Remagen, y éste le explicó haber enviado poco antes a dos compañías de infantería seguidas de los tanques del teniente Grinball. Hoge no quería explicaciones, sino que le entregasen Remagen lo antes posible.

– Será magnífico si logramos apoderarnos del puente -dijo con gesto pensativo.

– Sí, señor -contestó Engeman, el cual dio instrucciones por radio a sus hombres para que se apresurasen.

A las 15,15 el operador de radio de Hoge le entregó un mensaje. Procedía de De Rango, y en él informaba que el puente sería volado probablemente cuarenta y cinco minutos más tarde.

– Tiene que darse prisa -gritó el general a Engeman-. Van a volar el puente a las 16 horas. Oculte el puente con una cortina de humo, pero sin disparar sobre él. No quiero que los «fritz» vean lo que estamos haciendo. Cubra el avance con tanques y haga que sus hombres corten los cables de las cargas. Engeman contestó que ya había dado la orden de lanzar una cortina de humo. Sus palabras quedaron subrayadas por densas humaredas de blanco fósforo que se alzaban alrededor del puente, pero sin llegar verdaderamente a ocultarlo. Hoge examinó el puente con sus prismáticos. No se apreciaba ninguna actividad. ¿Qué era lo que impedía el ataque? Entonces se dirigió al comandante Murray Deevers, el despreocupado comandante del batallón de infantería acorazada, y le ordenó que descendiese con sus efectivos hacia la falda de la colina. Luego volvió a advertir a Engeman:

– Quiero que tome ese puente lo antes posible.

– Estoy haciendo todo lo que puedo por apoderarme de ese condenado puente -contestó Engeman, al tiempo que ascendía a un «jeep». Cuando Engeman llegaba a las afueras de Remagen, ordenó por radio a Grimbalclass="underline"

– Diríjase hacia el puente.

– Ya estoy en él.

– Está bien, cúbralo entonces con sus disparos y no consienta que los «fritz» vuelvan a tocarlo.

A continuación, el coronel Engeman envió una nota al teniente Hugh Mott, del 9.0 Batallón de Ingenieros. Pocos minutos más tarde ambos se encontraban detrás de un hotel situado cerca del puente.

– Mott -dijo el coronel-, diríjase hacia el puente, corte los cables, quite los explosivos y dígame en cuánto tiempo puede quedar en condiciones de que lo atraviesen los tanques. Cuando el teniente observó el gran cráter de diez metros que habían hecho los hombres de Friesenhann, comprendió que durante varias horas los tanques no podrían cruzarlo. Mott llamó después a dos de sus sargentos, y los tres se dispusieron a dirigir el primer grupo de asalto contra el puente.

Para ese entonces el comandante Deevers había llegado y se hallaba preparando su ataque. Encontró al teniente Timmermann cerca de la fábrica de muebles, y le dijo:

– ¿Cree que podrá conducir a su compañía a través del puente? Timmermann echó una ojeada. De las dos torres del otro lado del río llegaba el fuego de los fusiles y las ametralladoras, pero no podía dejarse escapar la ocasión.

– Lo intentaremos, señor -contestó.

– Adelante, entonces.

Timmermann volvió a mirar hacia el puente, en cuya superestructura estallaban las grandes granadas lanzadas por los alemanes desde la cima del farallón situado en la orilla opuesta.

– ¿Y si me estalla en la cara?-inquirió Timmermann.

Deevers no le contestó, y el teniente se deslizó al interior del cráter hecho por una granada, donde le estaban esperando los jefes de pelotón.

– He recibido órdenes de iniciar el cruce -dijo con tono sereno-. La Compañía Alfa irá en cabeza. El orden de la marcha será el siguiente: primer pelotón, segundo pelotón y tercer pelotón.

El sargento Sabia, que simpatizaba con el teniente, manifestó: -Es una trampa. Cuando estemos en el medio harán saltar el puente.

De Lisio, que no le profesaba mucha simpatía, tampoco se sintió muy contento con la orden, pero nada dijo.

Timmermann vaciló y luego manifestó:

– Ordenes son órdenes. Nos han dicho que vayamos, así que, ¡en marcha!

Y diciendo esto saltó fuera del cráter.

En la cima de la colina, Hoge acababa de recibir un mensaje del Tercer Cuerpo, por el que quedaba cancelada su actual misión. Patton había llegado casi hasta el Rhin, y a Hoge le ordenaban que se dirigiera inmediatamente con sus tropas hacia el sur, para encontrarse con aquél en Coblenza.

Era el colmo de la mala suerte. Hoge estaba a punto de llevar a cabo una de las grandes hazañas de la contienda, y una orden se lo impedía. Siempre que cumpliera la orden, claro está. Echó una ojeada al puente con sus prismáticos. La infantería de Deevers aún no había comenzado el ataque. Aún podía detenerse la operación. Vaciló, pero sólo unos instantes. Era una decisión dura, pero clara, para un militar. Si tenía éxito, sería un héroe; si fracasaba, perdería el mando y su carrera quedaría arruinada definitivamente.

Hoge decidió intentar el asalto del puente, y mandó al demonio las posibles consecuencias.

En la otra orilla del río, el capitán Friesenhann, aún algo conmocionado, avanzó tambaleándose hacia el túnel del ferrocarril que se abría en la base del farallón.

– ¡Los americanos se encuentran en la fábrica de muebles! -exclamó, cuando llegó junto a los demás.

– Vuele el puente -le sugirió Bratge, con voz excitada. Friesenhann vaciló. Una hora antes había rogado a Scheller que le dejase destruir el puente, pero éste le recordó la orden reciente de Hitler de someter a juicio de guerra al que volase un puente sobre el Rhin prematuramente.

– El comandante Scheller es el que tiene que dar la orden -contestó Friesenhann, con acento inseguro.

El sargento Rothe acababa de cruzar el puente, y le ayudaron a entrar en el túnel. Confirmó entonces que los americanos avanzaban en gran número hacia el otro extremo del puente. Bratge dijo impaciente a Friesenhann que tomaría el asunto en sus propias manos, y se dirigió hacia el puesto de mando de Scheller, situado al otro lado del túnel, a unos cuatrocientos metros de distancia. Avanzó medio a tientas, en la oscuridad, sobre las vías del ferrocarril, pero le costaba gran trabajo adelantar debido a los grupos de aterrados campesinos que se interponían en su camino. Por fin llegó a la boca posterior del túnel, situada a unos pocos cientos de metros de Erpel.

– ¡Tenemos que volar el puente! -dijo Bratge con voz agitada a Scheller, refiriéndole que los americanos ya se habían apoderado de la fábrica de muebles.

Pero Scheller recordaba igualmente las órdenes de Hitler y tampoco se decidía.

– Si no da usted la orden -agregó impulsivamente Bratge-, yo mismo la daré.

El comandante suspiró resignadamente y al cabo de un momento dijo:

– Está bien, haga que vuelen el puente.

Bratge regresó laboriosamente hasta el otro extremo del puente, y en cuanto vio a Friesenhann, le espetó:

– ¡Vuele usted el puente!

Friesenhann parecía vacilar aún; luego se dirigió a los que le rodeaban y les dijo que se tendieran en el suelo y abrieran la boca para evitar que sufrieran los tímpanos. Luego se arrodilló junto al detonador, el cual estaba conectado a sesenta cargas distribuidas por todo el puente, dio vuelta a una llave parecida a la de un viejo reloj,' y luego se tendió en el suelo. Pero no ocurrió nada. El capitán manipuló frenéticamente la llave del detonador, sin que se produjera la esperada explosión. Comprendió que el circuito principal había sido cortado, tal vez por una granada de los americanos. Friesenhann ordenó entonces que un grupo de ingenieros se dirigieran al puente para restablecer el circuito, pero en cuanto los soldados salieron del túnel fueron recibidos con una descarga de los tanques americanos, lo que les obligó a entrar de nuevo en el túnel. Friesenhann solicitó entonces un voluntario que fuera a encender la mecha de una carga de emergencia -trescientos kilos de Donerita-, situada entre las dos torres de la margen oriental del río. Durante un largo momento los hombres permanecieron en silencio, luego el sargento Faust dijo que trataría de cumplir la misión. A las 15,35, Faust salió arrastrándose fuera del túnel, ante una mortífera descarga de las ametralladoras americanas, y luego emprendió una carrera hasta el primer pilar, situado unos ochenta metros adelante.