Friesenhann, sin poder contener su impaciencia, salió del túnel para ver lo que sucedía. El estallido de un proyectil le hizo saltar a un cráter. Al mirar de nuevo, vio decepcionado que el sargento regresaba. Algún inconveniente se había producido con la carga de emergencia. Maldijo este segundo fracaso sin tener en cuenta el tiempo que tardaba la mecha en arder por completo. En seguida se oyó una explosión, y vio volar muchos maderos por el aire. Afortunadamente, el puente había quedado destruido a tiempo.
Hoge oyó una detonación no muy fuerte, pero al ver estremecerse el puente, tuvo la certeza de que los alemanes lo habían volado, al fin. Aquello constituía una gran decepción, sólo atenuada por la dificultad casi insuperable de la empresa. Pero al disiparse la humareda, vio con sorpresa que el puente se hallaba intacto. Saltó Hoge a su «jeep» y se lanzó colina abajo para decir a Engeman que hiciese avanzar inmediatamente a la fuerza especial a través del puente.
Por su parte, el teniente Timmermann contempló también cómo se estremecía la estructura con la explosión y exclamó:
– ¡Todo se acabó! No podemos cruzar el puente porque acaban de destruirlo.
De Lisio pensó aliviado que aquello les significaría varios días de descanso. Pero alguien gritó en seguida:
– ¡Miren, todavía está en pie!
– Muy bien, entonces vamos a cruzar el puente. ¡Adelante! -dijo Timmermann, haciendo una seña a sus jefes de pelotón.
El teniente inició la marcha hacia el puente, pero sus hombres dudaban. El comandante Deevers, siempre dispuesto a hacer una broma, se acercó al primer pelotón y dijo alegremente:
– Vamos, muchachos, a cruzarlo. Os veré en la otra orilla y cenaremos todos juntos pollo asado.
Esto provocó una grosera respuesta de algún soldado, y nadie se movió.
– ¡Vamos allá! -gritó Deevers, abandonando su tono festivo-. ¡En marcha!
El sargento Anthony Samele se volvió hacia el sargento Mike Chinchar, jefe del Primer Pelotón, y le dijo:
– Vamos, Mike, sólo tenemos que pasar por ahí.
Chinchar comenzó a avanzar cautelosamente hacia el puente. Detrás seguía Art Massie, luego el teniente Mott, al que habían ordenado cortar todos los cables, y el tercero era el fornido sargento Samele.
– ¡Atención, vamos a cruzar! -gritó Chinchar, volviéndose hacia los demás, que se apresuraron detrás de él, temiendo que de un momento a otro el puente se desintegrase.
– Massie, sígueme hasta aquel agujero -añadió Chinchar, apuntando al orificio creado por la carga que hiciera estallar el sargento alemán, y que se hallaba a un tercio del otro extremo del puente.
– No me hace gracia, pero lo haré -replicó Massie. Las balas comenzaron a rebotar alrededor de los americanos. No muy lejos, el teniente Timmermann exhortaba al grupo siguiente a que se dieran prisa.
– ¡Vamos, adelante! ¡Adelante! -gritaba una y otra vez. Desde la orilla, el capitán William T. Gibble tomaba vistas del asalto al puente con su cámara de 8 mm.
A Mott se le unieron en seguida sus dos sargentos, y los tres ingenieros comenzaron a cortar todos los cables que se hallaban a la vista. No encontraron explosivos hasta que estuvieron en la mitad del puente, donde hallaron cuatro cargas de unos doce kilos sujetas a la parte inferior de las vigas del puente. Arrancaron la conexión y siguieron avanzando. El sargento Chinchar guió a sus hombres por la parte izquierda del puente, en tanto se estrellaban alrededor de ellos las balas procedentes de las dos torres de piedra del puente. De Lisio preguntó que de dónde procedían aquellas balas.
– Son tiradores apostados -contestó Chinchar.
– ¡Cielos! ¿Vamos a consentir que un par de granujas escondidos acaben con todo el batallón?¡Vamos a por ellos!
El impetuoso De Lisio ordenó a su segunda escuadra que avanzase, y comenzó a correr hacia delante. Esperando que volase el puente de un momento a otro, se dirigió hacia la parte izquierda del puente, hasta que oyó a alguien que decía:
– ¿Qué hacemos con la torre de la derecha?
Entonces De Lisio cruzó al otro lado y comenzó a apartar algunos haces de heno que tapaban la entrada de la torre de la derecha.
Sabia iba detrás de él. La carrera sobre el puente le había parecido interminable, como si corriera sobre la rueda de un molino en movimiento. No se atrevía a mirar hacia abajo, donde fluían las aguas del río, a treinta metros bajo sus pies. No se consideraba un buen nadador, ni mucho menos, y se preguntó lo que sería de él cayendo desde semejante altura. En eso oyó un silbido y gritó:
– ¡Joe, te han dado!
De Lisio se palpó, pero no sentía dolor alguno.
– Estás loco -contestó.
– Me pareció que recibías el balazo -insistió Sabia, y en seguida se dirigió corriendo hacia la otra torre. De Lisio, que había quedado solo, ascendió por la torre de la derecha y descubrió a cinco alemanes que se afanaban alrededor de una ametralladora encasquillada. De Lisio hizo dos disparos con su fusil ametrallador, y gritó:
– Hände hoch!
Los sorprendidos germanos se volvieron y alzaron las manos, como les habían ordenado. De Lisio se inclinó y con una mano quitó el cargador de la ametralladora, arrojándolo al exterior, para que sus compañeros supieran que el artefacto había quedado fuera de combate. Luego preguntó en un rudimentario alemán:
– ¿Hay alguien más arriba?
– Nein.
– Vamos a verlo -dijo De Lisio, empujando a los cinco alemanes escaleras arriba.
En lo alto de la torre encontraron a dos hombres, un soldado y un teniente. El primero se quedó inmóvil, pero el teniente, que parecía estar bebido, intentó abalanzarse torpemente hacia un arma que había en un rincón. De Lisio le disparó a los pies y luego le empujó, junto con los demás, escaleras abajo.
En el exterior, Alex Drabik, un larguirucho oriundo de Ohio, esperaba impaciente la aparición de su jefe de pelotón, De Lisio. Le hubiese gustado estar ya en el túnel del ferrocarril. Por fin gritó a los demás:
– ¡De Lisio debe de estar allí sólo! ¡Adelante!
– ¡Adelante! -repitió Sabia, que había ayudado unos momentos antes a Chinchar, Samele y Massie a dejar fuera de combate la ametralladora de la torre de la izquierda. A continuación, siguió al animoso Drabik. Unos segundos más tarde, De Lisio hizo salir a sus siete prisioneros de la torre, los llevó hasta donde estaban las tropas americanas, y corrió luego detrás de Sabia.
Drabik corría tan rápidamente que se le cayó el casco, a pesar de lo cual no se detuvo y fue el primer norteamericano que cruzó el puente.
Inmediatamente después llegó Marvin Jensen, un muchacho de Minnesota que no cesaba de gritar:
– ¿Crees tú que lo conseguiremos?
Pisándole los talones iban Samele, De Lisio, Chinchar, Massie y Sabia.
Timmermann fue el primer oficial que cruzó el puente. Señaló hacia la boca del túnel, situada a unos cien metros adelante, y dijo a Sabia:
– Explore allí, pero no se meta en escaramuzas. Llévese a Joe y a otros dos más.
Como era de esperar, De Lisio había ya decidido investigar dentro del túnel. Sabia le advirtió que caminase sobre las traviesas de las vías, a fin de no hacer ruido y evitar cualquier complicación. Seguidos por varios soldados, penetraron en el oscuro túnel, sin saber lo que podía aguardarles. Pasaron ante unas barricadas y unos vagones de carga. Más allá de una curva se alcanzaba a oír voces apagadas. De Lisio disparó sobre el techo del túnel, y los estampidos se amplificaron con el eco. Se presentaron entonces dos soldados alemanes con las manos en alto. Los americanos los escoltaron hacia atrás, fuera del túnel, y les hicieron atravesar el puente.