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Cuando Bratge se enteró de que los americanos estaban cruzando el puente, retrocedió hasta donde se hallaba Scheller, en la parte posterior del túnel, y le dijo que necesitaba algunos soldados para llevar a cabo un contraataque. Scheller accedió y el capitán volvió a su puesto, llevándose por el camino a los soldados que encontraba. Cuando llegaba a la boca del túnel que daba al puente, se acercó corriendo un sargento y le dijo que Scheller y dos oficiales más habían desaparecido. Bratge consideró que quedaba al mando de las tropas. Trató de conducir a sus hombres hasta una colina que dominaba el puente, pero los disparos de los americanos le hicieron retroceder. Los civiles que había en el interior del túnel estaban asustados y rogaron a Bratge que cesara en la lucha, tratando incluso de desarmar a los ingenieros. Bratge reunió a los restantes oficiales, que eran Friesenhann y tres tenientes.

– El comandante Scheller y otros dos oficiales se han marchado -dijo Bratge con su pomposa entonación-. No sé el motivo. Lo que sí sé es que no podemos seguir luchando.

Bratge recordó entonces una reciente orden de Hitler, que decía: «Todo aquel que quiera luchar, aunque sea soldado raso, podrá mandar a los demás.»

– ¿Quiere alguno de ustedes luchar?-inquirió a los oficiales-. Porque en tal caso recibirá el mando.

Nadie contestó.

Iba a hacer la misma pregunta a los soldados, cuando un grupo de civiles se dirigió hacia la salida con una bandera blanca. Bratge dijo a sus soldados:

– Os ordeno cesar la lucha, abandonar las armas y salir del túnel.

Al abandonar el túnel, Sabia condujo a sus hombres hacia la pequeña estación de ferrocarril de Erpel, situada a un centenar de metros de la boca del túnel. Un tren avanzaba lentamente procedente del norte. Sabia indicó a sus hombres que se escondieran en una zanja, y observó cómo descendían del tren cierto número de soldados alemanes de edad más que mediana, armados con fusiles, los cuales eran alineados por un joven e impecable teniente. Sabia pensó que aquello iba a resultar como en una película cómica. Así ocurrió, en efecto. Una vez que los soldados se hallaron en línea, los americanos tuvieron que incorporarse y gritar:

– Hände hoch!

Ninguno de los ancianos soldados trató de resistirse, y tampoco lo hizo el atildado teniente.

El resto de la Compañía A estaba tratando de escalar los farallones casi verticales de Erpel Ley bajo un intenso fuego de artillería antiaérea. Resulta aún peor que cruzar el puente. Entretanto, la Compañía C había rodeado el farallón y avanzó hacia la parte posterior del túnel, guardado sólo por un soldado alemán que portaba un «Panzerfaust» (fusil antitanque). Un americano le gritó que se adelantase, a lo cual obedeció el germano.

Al cabo de pocos minutos, Bratge y unos doscientos soldados habían sido capturados.

El teniente coronel Sears Y. Coker, jefe de ingenieros de la división, estaba esperando a Hoge en el puesto de mando de Bierresdorf, cuando el general regresó desde Remagen. Al tener conocimiento del problema de Hoge, Coker se ofreció para marchar al cuartel general de la división a fin de explicar la razón de que Hoge hubiese hecho caso omiso de la orden recibida. Poco después de la marcha de Coker, se presentó el mismo comandante de la división, y antes de que el general Leonard pudiera salir de su coche, Hoge le dijo:

– Bien, hemos tomado el puente.

– ¿Para qué demonios ha hecho esto?-inquirió Leonard, aunque Hoge no se dio cuenta de que estaba bromeando. Luego añadió-: Entonces hemos cogido al toro por el rabo, y les hemos dado un buen dolor de cabeza. Sigamos adelante, e informemos al cuerpo de ejército.

Hoge le tendió entonces el mensaje que había recibido del Tercer Cuerpo, ordenándole seguir hacia el sur.

– Aquí están mis nuevas órdenes. ¿Qué puedo hacer?-inquirió-. Ya tengo las tropas al otro lado.

– Ha desobedecido una orden -manifestó Leonard, quien añadió, haciendo un gesto expresivo-: Pero tenía usted razón y voy a defenderle.

Hoge estaba seguro de que Leonard iba a decirle aquello, pero de todos modos se sintió muy aliviado.

– Conserve lo que ha conseguido hasta ahora -añadió Leonard, con tono decidido-. La división va a ser responsable de lo del puente.

Leonard se preguntó de pronto si los alemanes no habrían colocado bombas de tiempo en la estructura.

– Suponga que vuelan aún el puente -manifestó-. Si ocurre antes de treinta y seis horas, todas las tropas de la orilla oriental se habrán perdido.

Hoge consideró que valía la pena correr aquel riesgo, y declaró:

– Sólo tenemos una fuerza especial en la otra orilla, y la guerra casi ha terminado.

Leonard lanzó un suspiro. Podía ser una trampa del enemigo, pero decidió que también valía la pena correr aquel riesgo.

– No es nada aconsejable el desobedecer órdenes -afirmó-, pero yo también estoy con usted, Bill. Considero que tiene razón.

El coronel Harry Johnson, jefe de Estado Mayor de Leonard, acababa de enterarse de la toma del puente, por boca del coronel Coker, y estaba llamando por teléfono al Tercer Cuerpo. Le atendió el coronel James Phillips, jefe de Estado Mayor de Millikin, al que informó acerca de la captura del puente. Phillips reaccionó lanzando una carcajada, y Johnson trató de convencerle de que no bromeaba.

– Tengo a mi lado a un teniente coronel de West Point, que acaba de llegar de allí y ha hablado personalmente con Hoge. Phillips se puso serio al momento y dijo que el general Millikin había salido de inspección y no regresaría hasta pasadas algunas horas. Johnson se negó a cortar la comunicación; quería que se consintiese a Hoge permanecer en el puente.

– Esto puede resultar decisivo para la marcha de guerra -manifestó.

– Está bien -dijo Phillips, por fin-, manténganse ahí, pero sin grandes sacrificios.

Pero después de una «vehemente y hábil persuasión», por parte de Johnson, accedió a que Hoge trasladase todos sus efectivos al otro lado del Rhin.

Una vez que Phillips había comprometido al Tercer Cuerpo, se propuso hacer lo mismo con el Primer Ejército. Pero también el general Hodges se hallaba de inspección, y su oficial de operaciones no se decidía a darle permiso para extender la cabeza de puente de Remagen. Por vez primera Phillips se encontraba ante un obstáculo, y por vez primera también se ponía en duda la ventaja de semejante golpe de fortuna. Incluso había la posibilidad de que Hoge, Leonard y Phillips, que habían ignorado las órdenes recibidas, pudieran recibir un castigo como consecuencia de la iniciativa demostrada, la que en realidad debía esperarse de todo buen soldado.

El ingeniero Mott y dos sargentos habían procedido a examinar detenidamente el puente. Se vieron obstaculizados en su misión por los disparos de unos soldados apostados en una embarcación medio sumergida que se hallaba unos doscientos metros corriente arriba. Luego un tanque americano lanzó unas cuantas granadas contra la barca y el fuego cesó. Poco después de las 16,30 Mott informó a Engeman que el puente había quedado libre de explosivos, entre los cuales figuraban una carga de trescientos kilos de dinamita. Un grupo de hombres se hallaba ya reparando el gran cráter que había en el acceso al puente.

– Dentro de dos horas podrá abrirse el puente al tráfico de vehículos -aseguró Mott.

– ¿Incluso tanques?-inquirió Engeman.

– Sí, también tanques.

Con el fin de obtener confirmación de lo que había hecho, Engeman envió a Hoge el siguiente mensaje: