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El capitán George Soumas, comandante de los tanques que iban a efectuar el cruce nocturno, se volvió hacia el primer teniente C. Windsor Miller, un corredor de bienes raíces de Washington, D. C., cuyo pelotón de tanques encabezaría la columna y le dijo:

– Creo que será mejor que lleve un tanque por delante, esta noche.

La observación se debía a la costumbre de Miller de ir siempre en el primer carro de asalto. Miller no dijo nada, pero seguía pensando ir el primero. Engeman se dio cuenta de ello, y manifestó:

– Miller, le han dado una orden. Tiene que llevar un tanque delante del suyo. No quiero perder a mis oficiales sin necesidad.

Poco después Miller se dirigía en medio de la oscuridad hacia donde se hallaba el comandante de su tanque número dos, el sargento William Goodson, apodado «Speedy» por lo rápido y desenvuelto que era.

– «Speedy» -le dijo Miller-, me han dado una orden muy desagradable, que debo transmitirle. Usted y yo deberemos cambiar de lugar esta noche.

Goodson no dijo nada, pero en su interior se preguntó irónicamente: «¿Cómo me concederán a mí semejante honor?»

Las dotaciones de los tanques ocuparon sus vehículos y esperaron. Transcurrían los minutos interminablemente, y al fin, a medianoche, dijeron a Soumas que el puente estaba en condiciones, y el capitán hizo disponer sus carros de asalto al frente de los grandes tanques pesados. Por fin, el tanque de Goodson avanzó hacia el puente con un lúgubre rechinar de piezas de acero. Goodson oyó la voz de Miller que le decía por radio:

– Con calma…, despacio. No se adelante demasiado de mi tanque.

En la mitad del puente Miller perdió de vista al tanque delantero, e inquirió:

– ¿Dónde está, «Speedy»?

– ¿No oye esos golpes? Está chocando contra mi tanque -contestó Goodson.

Miller recordó la expresión «oscura como la boca de un lobo». Así era aquella noche. Trató de descubrir la línea blanca pintada en el suelo, pero tampoco alcanzaba a distinguir. No hubo disparos por parte de los alemanes mientras los tanques cruzaron el puente, pero en cuanto éstos se internaron por la carretera que bordeaba la margen oriental del Rhin, se inició el fuego de ametralladoras. Los tanques siguieron hacia el norte, hasta Erpel, y quedaron rodeados por todas partes de alemanes. Algunos gritaban «Kamsrad!», pero la mayoría seguía disparando sus armas.

– El enemigo dispara sobre nosotros -dijo Miller, por radio-. Algunos tratan de rendirse. Envíen la infantería para hacerse cargo de los prisioneros.

– Deberá mantener esa posición aunque destruyan uno por uno a todos sus tanques -fue la respuesta de Engeman. Pero Miller se hallaba en más apurada situación aún de lo que él mismo creía. No habría refuerzos blindados hasta pasadas varias horas, ya que los tanques pesados habían seguido a los «Pershing» hasta el lugar del cráter apresuradamente reparado. Allí el primero se atascó y quedó bloqueando parcialmente el acceso del puente.

El coronel Coker, jefe de ingenieros de la división, se aproximó al tanque y estudió la posibilidad de lanzarlo al río, pues estaba inclinado sobre la orilla, pero desechó la idea por impracticable. Su preocupación aumentaba, ya que si no lograba retirar el tanque antes del alba, la cabeza de puente podía darse por perdida.

A todo esto, los soldados de infantería que habían pasado a la otra orilla comenzaron a retroceder, manifiestamente asustados. Junto al farallón habían oído el rumor de que todas las tropas tenían que retirarse inmediatamente, y como dicho rumor se originó en un oficial, se le dio crédito y cuando Deevers se dio cuenta de lo que ocurría, un tercio de los hombres habían huido hacia Remagen.

A las 4,30 de la mañana se hallaban ya reunidos los primeros refuerzos enviados por Hodges, dispuestos para cruzar el puente y fortalecer la posición de la otra orilla. Al teniente coronel Levis Maness, que dirigiría el primer grupo, le dijeron:

– No hay problema para cruzar el puente. Al otro lado sólo hay desmoralización.

Maness deseó que los desmoralizados fueran los alemanes. Al fin condujo a su batallón -unos setecientos hombres- hasta el puente, preguntándose si debía llevar a sus hombres en columna abierta o cerrada. Pero después de dar unos pasos sobre los crujientes tablones del puente la elección le pareció evidente, y exclamó:

– ¡Crucemos y salgamos de aquí lo antes posible!

Mientras tanto, el coronel Coker, lleno de barro pero triunfante al fin, había conseguido colocar una palanca que permitiría retirar el tanque de su atasco. Media hora más tarde el camino estaba de nuevo despejado. Se procedió rápidamente a reparar la calzada, y al momento los tanques, camiones y demás vehículos iniciaron el cruce en una caravana ininterrumpida.

Apuntaba el alba cuando los infantes de la 78.ª División comenzaron a cruzar a la otra orilla, mirando fascinados muchos de ellos las cenagosas aguas que se deslizaban por debajo. En ese momento cien ingenieros alemanes, enviados por el mayor Herbert Strobel, trataron de llegar al puente para volarlo. Hubo una lucha breve pero violenta, y algunos alemanes llegaron hasta el puente con una gran carga de explosivos, pero antes de que pudieran colocarla fueron capturados.

A las ocho de la mañana Hoge y Cothran pasaron el puente en un «jeep», seguidos por una camioneta de comunicaciones. Cerca de la torre que había tomado De Lisio, el general vio un casco americano caído en el suelo. Detuvo el vehículo y recogió el casco. Era el de Drabik. Las granadas alemanas estallaban en las proximidades, y Hoge pudo oír las ametralladoras americanas disparando al otro lado. Después de cruzar el puente, el general siguió hasta Erpel y estableció su puesto de mando en el sótano de la casa del alcalde.

Una hora y media más tarde, el capitán Soumas decidió que era hora de remontar la orilla del río con cinco de sus tanques. Los cinco «Pershing» avanzaron hacia el sur durante varios kilómetros, a lo largo de la carretera que bordeaba el Rhin. En los suburbios de Linz se encontraron con el capitán Gibble, el capellán que había tomado vistas del primer cruce del puente. A primeras horas de aquella mañana Gibble había instalado un altar de campaña en la entrada del túnel, pero creyendo que debía hacer algo más, se trasladó en «jeep» hasta la ciudad de Linz, donde los funcionarios locales se le rindieron de buen grado. Manifestaron que Linz había sido declarada ciudad abierta a causa de un gran hospital que en ella había, y donde sólo se encontraban heridos y personal médico alemán. Soumas, sin embargo, se mostró receloso y estableció un bloqueo inmediatamente. Poco después, desde la ciudad partían disparos de «bazookas» y armas ligeras.

Linz era el cuartel general del comandante Strobel, el que había ordenado el audaz aunque inútil ataque para volar el puente a última hora. Strobel se veía ante el dilema de haber recibido órdenes completamente distintas de dos generales: uno quería que las tropas se retirasen, y el otro que atacasen. El generalleutnant (general de división) Richard Witz, oficial de ingenieros de Model, le dio instrucciones para que cruzara a la orilla oriental del Rhin, antes de que quedasen cercadas las tropas. El generalleutnant Kurt von Berg, comandante del Área de Combate XII Norte, le ordenó que lanzase cuantos efectivos tenía contra la cabeza de puente de los americanos.

Strobel decidió obedecer la última orden, y a tal fin reunió a todos sus ingenieros para llevar a cabo el contraataque, sin exceptuar a los que manejaban los botes del río. Wirtz se enteró de esto y envió a los maquinistas de nuevo a su trabajo. Cuando Berg a su vez vio que las embarcaciones de la zona seguían en actividad, estalló iracundo, y la querella entre los miembros del mando se agudizó notablemente. Como consecuencia de éste y otros conflictos, sólo se llevaron a cabo algunos ataques esporádicos contra el puente, y mediada la tarde más de ocho mil soldados norteamericanos habían cruzado el Rhin.