En la tarde del 10 de marzo, Hodges se dirigió en automóvil a Remagen para ver lo que ocurría al otro lado del río. En cuanto el tráfico del puente quedó despejado, el vehículo del general pasó rápidamente a la otra orilla. Craig dijo a Hodges que en la cabeza de puente se hallaban unos veinte mil hombres. Además, la 99.ª División estaba efectuando el cruce y se hallaría en condiciones de operar un día después. La situación parecía asegurada, y las divisiones 9.ª y 78.ª avanzaban a razón de un kilómetro por día. Aun cuando éste era el límite que Bradley había impuesto, Hodges insistió en que se acelerase la marcha.
Poco después que el general hubo atravesado el Rhin, el puente Ludendorff quedó cerrado al tránsito y los ingenieros se dispusieron a reparar con equipo pesado los grandes desperfectos que había causado la explosión de la carga colocada por el sargento alemán Faust. Los ingenieros militares manifestaron que si no se soldaba una gran plancha de acero en aquel lugar, el puente se desmoronaría. Pero el gran puente ya no era absolutamente indispensable. A las once de la noche comenzaron a pasar hacia la orilla oriental los primeros vehículos por el pontón. La cabeza de puente no tardaría en rebosar de suministros y refuerzos, y sólo era cuestión de tiempo el que las tropas de Craig traspusieran las colinas boscosas para llegar a la autopista, a unos dieciséis kilómetros de allí.
Uno de los jóvenes oficiales enviados para llevar a cabo el ataque, era el segundo teniente William MacCurdy, del 52.° Batallón de Infantería Acorazada, perteneciente a la Novena División. Ese era el primer mando de MacCurdy en batalla, y estaba deseando hacerlo lo mejor posible. Cuando llegaron por vez primera a la orilla oriental del Rhin, las dotaciones de las baterías antiaéreas que bordeaban el río les gritaron:
– ¡Volveos! ¡Lo vais a sentir!
Otros exclamaban:
– ¿Qué tal van las cosas por Estados Unidos?
MacCurdy y sus relevos contestaron con amistosos improperios y recibieron más a cambio, pero por algún motivo especial aquello les hizo sentirse mejor. Se encaminaron entones hasta el pueblo de Kasbach, unos pocos kilómetros al Sur, donde MacCurdy se presentó a un comandante larguirucho y desaseado llamado Watts, el cual sonrió débilmente y dijo:
– Y ahora, muchachos, tenéis que mostraros duros con estos hombres. Han permanecido aquí durante dos semanas, en tensión, y están muy cansados. Deberéis ser vosotros los que les alentéis a sacar las cosas adelante.
Acompañaron a MacCurdy hasta su nuevo pelotón, donde un cabo le quitó las barras doradas de su grado que llevaba en la guerrera.
– No se preocupe, teniente -dijo el cabo-. Sabemos que es usted el que manda, pero si se deja puestas estas barras será un blanco magnífico para los tiradores apostados. La mayor parte de los oficiales se las prenden bajo la solapa.
Aquello era nuevo para MacCurdy, pero le pareció razonable. Su primera misión consistió en hacer una incursión contra la vía del ferrocarril. Una compañía entera había tratado de dirigirse hacia allí, pero no lo consiguió. MacCurdy asintió al aceptar la tarea, pero se preguntó cómo podría lograr un pelotón lo que una compañía entera no había logrado.
El teniente condujo a su pelotón río abajo por un sendero del bosque. De pronto, MacCurdy vio a dos alemanes muertos cerca de una ametralladora. Uno de los soldados estaba aún en posición de disparar, pero el otro se hallaba tendido en el suelo, de espaldas. La piel tenía un color tan oscuro que MacCurdy creyó al principio que se trataba de monigotes colocados allí para atemorizar a los novatos como él. Pero al acercarse comprobó que se trataba, en efecto, de dos cadáveres, y su aspecto hizo que se le revolviese el estómago. Entonces se preguntó: «¿Por qué reina tanto silencio por aquí?»
Sólo dos días después, el 13 de marzo, Eisenhower se dedicó al fin a estudiar el proyecto de dejar a Hodges y Patton en libertad de acción al este del Rhin. Pero su decisión fue negativa. Llamó por radio a Bradley diciéndole que no dejara avanzar a Hodges más de dieciséis kilómetros, pues la cabeza de puente de Remagen sólo se utilizaría para recluir en ella a las tropas germanas procedentes de la zona del Ruhr y a las que se hallaban en las cercanías de Montgomery.
Para un comandante de campo, semejante orden resultaba ridícula, y Hodges no dudó en exponerlo claramente. Dijo a Bradley que mientras Monty preparaba laboriosamente su ataque a través del Rhin, el Primer Ejército podía maniobrar desde la cabeza de puente. Bradley le demostró su conformidad, pero dijo que de nada valía discutir; tenían que acatar la orden de Ike.
Era un fin irónicamente cauto, para lo que fuera un comienzo tan prometedor.
Capítulo cuarto. «Estoy luchando por la obra del Señor»
1
De todos los atentados de Hitler en contra de la Humanidad, su «solución definitiva del problema judío» ha sido el que más ha hecho estremecer al mundo civilizado. Pero tal actitud ya se encuentra claramente reseñada en Mein Kampf. En dicha obra, Hitler no sólo predijo repetidamente las medidas que iba a tomar más tarde, sino que reveló los orígenes de sus prejuicios.
Cuando tenía dieciocho años, el que sería más tarde «El Führer», se trasladó a Viena para estudiar arte. «Allí a donde iba no veía más que judíos -escribió-. Y cuanto más los conocía más distintos me iban pareciendo del resto de la humanidad.» Al principio la intransigencia de Hitler era sólo personal. La simple contemplación de un judío ortodoxo, con sus barbas y su extraña indumentaria le producía una gran repulsión física. Pero cuando leyó «Los Protocolos de los Antiguos Hijos de Sión», su antisemitismo se convirtió en una obsesión, y se dijo que tenía que defender al mundo de los judíos. Este documento, creado por el Servicio Secreto Imperial Ruso en 1905, alegaba que los judíos trataban de dominar en secreto al mundo, mediante una combinación grotesca de marxismo y capitalismo. «Tenemos que suscitar en todas partes la inquietud, la lucha y la enemistad», anunciaba la declaración de un pretendido dirigente judío. «Tenemos que desatar una contienda mundial, llevando a los pueblos a tal situación, que nos ofrezca el dominio del mundo».
El joven austríaco, que era ya un fanático nacionalista alemán, creyó cuanto decía el espurio documento. «En aquel período -escribió Hitler- mis ojos se abrieron ante dos amenazas en las que yo apenas había reparado hasta entonces, y cuya tremenda importancia para la existencia del pueblo alemán ciertamente yo no había llegado a comprender: el marxismo y el judaísmo.»
Hitler llamó a sus cinco años de permanencia en Viena «la más dura, pero provechosa escuela» de su vida. «Llegué a esta ciudad cuando aún era un muchacho y la dejé siendo un hombre evolucionado, sereno y grave… No sé cuál sería hoy mi actitud hacia los judíos y los demócratas sociales, o más bien hacia el marxismo en conjunto, y hacia el aspecto social, si en aquellos tempranos días las lecciones del destino -y mi propio estudio-no hubiesen forjado en mí un caudal básico de opiniones personales.»
Sus repugnancias y temores se convirtieron rápidamente en una «idea fija» que era para Hitler «el mayor acicate espiritual» de su vida. «Dejé de ser un enclenque cosmopolita y me convertí en un antisemita.» Mucho del obsesivo odio de Hitler contra los judíos tenía su raíz en su fracaso como arquitecto y como artista. Le amargaba en cambio el éxito que los judíos lograban en tales actividades. «¿Hay acaso alguna forma de porquería o libertinaje, especialmente en la vida cultural, en que no se encuentre incluido al menos un judío? Si se corta, aunque sea con cautela, en tal absceso, se hallará, como una larva en un organismo corrompido, a menudo deslumbrada por la luz repentina, una inmundicia.»