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Poco después de esta conversación, Dollmann hizo notar en una fiesta, como sin darle importancia, que «estaba cansado de aquella maldita guerra», y que era una lástima que alguien no pudiera ponerse en contacto con los Aliados. Esta indiscreción pudo haber echado a pique el plan, pero tuvo en cambio un efecto contrario. Guido Zimmer, un oficial subalterno de las SS, había escuchado las palabras de Dollmann. Por fortuna, él también consideraba que la guerra estaba perdida, y como devoto católico que era, deseaba evitar toda muerte y destrucción inútiles. Zimmer sacó en conclusión que si Dollmann pensaba de aquel modo, Wolff también sería de la misma opinión.

Zimmer creyó que disponía del hombre que se necesitaba como intermediario, el barón Luigi Parrilli, un antiguo representante de la firma Nash-Kelvinator, fabricantes de refrigeradores, y yerno de un industrial milanés. Zimmer había oído rumores de que Parrilli estaba ayudando a algunos judíos italianos a escapar en secreto del país. Por consiguiente, fue a ver al barón y le dijo lo que había oído comentar a Dollmann. Al igual que Wolff, Parrilli también temía un levantamiento comunista en el norte de Italia, donde tenía sustanciales intereses financieros. Escuchó con interés lo que Zimmer le explicaba, de que sólo Wolff podía conseguir algo positivo, ya que por ser jefe de las SS y de la Policía, su tarea era precisamente la de reprimir tales tentativas.

Todo ello le pareció sumamente razonable a Parrilli, y prometió ayudarles. El 21 de febrero, el barón tomó el tren hacia Zürich, en Suiza, para ponerse en contacto con su viejo amigo, el doctor Max Husmann, director de un conocido colegio de muchachos de Zugerberg. Husmann le escuchó con simpatía, pero manifestó que no creía que los Aliados iniciasen una negociación que entrañase un acto hostil hacia Rusia. De todos modos, llamó a un amigo, el comandante Max Waibel, un militar de carrera, de cuarenta y cuatro años, que había estudiado en las Universidades de Basilea y Francfort, y que era doctor en Ciencias Políticas. Waibel también se había dado cuenta de la amenaza comunista que se cernía sobre el norte de Italia. Génova era el puerto que Suiza utilizaba principalmente para su flota mercante, y si quedaba en manos comunistas la economía de su país experimentaría grandes quebrantos. Waibel comprendió que si conspiraba y le sorprendían, su carrera quedaría arruinada, pero el plan en el que se hallaba envuelto Wolff le interesaba, y prometió colaborar, aunque no oficialmente, claro está, ya que ello hubiera implicado violar la neutralidad suiza.

Husmann no podía haber elegido mejor hombre para llevar adelante el proyecto. Waibel era un alto oficial de Inteligencia del Ejército Suizo, que podía arreglárselas para llevar en secreto a su país a cualquier negociador alemán. También conocía a Allen W. Dulles, un misterioso personaje del que se creía que era el representante personal de Roosevelt en Suiza.

En 1942, Dulles abrió una oficina en Berna, empleando la imprecisa denominación de «Ayudante Especial del ministro de Estados Unidos». La Prensa suiza, sin embargo, siguió llamando a Dulles «Representante Especial de Roosevelt», a pesar de sus manifestaciones en contrario. Lo cierto es que éste no era ni lo que decía ser, ni lo que le achacaban. Se trataba en realidad del general de división William J. Donovan, representante del OSS (Oficina de Servicios Estratégicos) americano, para la zona de Alemania, del sudeste de Europa y de una parte de Francia e Italia. Dulles era hijo de un pastor presbiteriano, nieto de un secretario de Estado del Gobierno, sobrino de otro, y había trabajado durante quince años en el despacho de abogado de su hermano mayor, John Foster Dulles. Era un hombre alto, tranquilo y de aspecto amistoso, que solía fumar en pipa y vestía trajes deportivos. Tenía el aire de un profesor, hundido en su poltrona, pero se dedicaba con singular placer a las operaciones de contraespionaje político, y gozaba entrando y saliendo de los restaurantes por la puerta de servicio, o desapareciendo misteriosamente en medio de una fiesta.

El 22 de febrero, un día después al de la llamada telefónica de Husmann, Waibel invitó a Dulles y a su ayudante principal, Gero von S. Gaevernitz, a una cena. Les dijo que tenía dos amigos que deseaban discutir un asunto de mutuo interés con ellos.

– Si les parece, se los puedo presentar después de la cena -declaró Waibel.

Dulles, como era lógico, no podía comprometerse, pero sugirió que su ayudante se entrevistase en primer lugar con «los dos amigos».

Gaevernitz era hombre de corteses modales, con cierto aire misterioso en su persona. Su padre, Gerhard von Schulze Gaevernitz, un conocido liberal, profesor universitario y miembro del parlamento alemán antes de la llegada del nazismo, había ayudado a redactar la Constitución de Weimar. Durante la mayor parte de su vida había luchado, en unión de un grupo de amigos, por establecer una alianza germano-británico-americana, como medio más seguro para mantener la paz en el mundo. Su último libro era una contestación al Decline of the West, de Spengler, y expresaba una fe absoluta en la democracia.

El joven Gaevernitz había recibido el doctorado en Economía, en Francfort, y se trasladó a Nueva York en 1924, donde trabajó en la banca internacional y se hizo ciudadano americano. Al subir Hitler al poder, Gaevernitz puso en práctica las creencias de su padre. Consideró que su misión particular era mantener en estrecho contacto a los elementos antinazis de Alemania y el Gobierno de Estados Unidos. Algunos de estos dirigentes antinazis ya le conocían, y confiaban en él. Gaevernitz a su vez consideró que si podía convencer a Dulles de la sinceridad de esos hombres podría hacerse bastante para debilitar el régimen de Hitler o bien para acortar de un modo u otro la duración de la guerra. Cuando Dulles abrió su oficina en Berna, pidió a Gaevernitz que trabajase con él, y poco después se establecía entre ambos hombres un estrecho vínculo de compañerismo.

Parrilli habló a Gaevernitz de la situación imperante en Italia. Este le escuchó con cortés suspicacia -todo resultaba demasiado fantástico-, y dijo que volvería a verle si le traía una oferta concreta: Parrilli preguntó si Gaevernitz o algún conocido querría hablar directamente con Zimmer o Dollmann.

– Eso puede arreglarse -contestó Gaevernitz, y quedó pendiente la entrevista.

Regresó Parrilli a Italia, y por vez primera el mismo Wolff fue informado del contacto establecido con Dulles. Wolff decidió entonces abandonar sus esfuerzos para tratar con el Papa o los ingleses, y envió a Dollmann a Suiza. El 3 de marzo, el comandante Waibel introdujo clandestinamente a Dollmann y Zimmer a través de la frontera suiza, por la localidad de Chiasso, donde se encontraron con Parrilli y el doctor Husmann. Ante su asombro, comprobaron que Dollmann actuaba como un igual, y no como alguien que suplica un favor. En el restaurante Bianchi, de Lugano, anunció que esperaba negociar con los Aliados una «paz justa» que acabase con las aspiraciones de los comunistas en el norte de Italia. El doctor Husmann declaró que Alemania no se hallaba en situación de imponer condiciones, y que era absurdo pensar que Occidente podía separarse de la Unión Soviética hasta después de haberse terminado la contienda.

Dollmann escuchó sin hacer comentarios lo que consideraba como un tedioso y pedante sermón, hasta que Husmann dijo que Alemania sólo podía esperar una rendición incondicional. Entonces el coronel enrojeció y se puso de pie bruscamente.

– ¿Habla usted de una traición?-exclamó.

Según parecía, el rendirse no era una traición para Dollmann, si los términos eran convenientes. Dijo que Alemania se hallaba en muy buenas condiciones para ceder a una rendición incondicional, y que había un ejército de un millón de hombres, en Italia, que podría entrar en lucha en cualquier momento.