Pero Wolff volvió a la realidad en cuanto cruzó la frontera y se enteró de que Kesselring había sido llamado a Berlín por el propio Hitler. Se preguntó Wolff si en caso de que reemplazasen al mariscal de campo, podría influir igualmente sobre su sucesor.
También llegó un desagradable mensaje de Kaltenbrunner, informando que Wolff debía trasladarse inmediatamente a Innsbruck, justo al otro lado de la frontera italoaustríaca. Wolff estaba seguro de que el segundo de Himmler se había enterado de sus negociaciones con Dulles, y que por consiguiente, un viaje a Innsbruck podía terminar para él en la cárcel, o peor aún, en el paredón de fusilamiento. En consecuencia, Wolff decidió ignorar la orden de Kaltenbrunner.
Dulles informó al general Donovan acerca de la entrevista que había sostenido con Wolff, y recibió instrucciones de continuar la negociación bajo el nombre clave de «Operación Amanecer». Los dos generales de división pertenecientes a las fuerzas de Alexander, que habían sido invitados de Tolbukhin en Hungría -el americano Lyman Lemnitzer y el inglés Terence Airey-, se dirigieron en automóvil hasta la frontera suiza el 15 de marzo, vistiendo ropas civiles. Su misión era encontrarse con Wolff para establecer los acuerdos definitivos de la capitulación.
En la aduana suiza, Lemnitzer contestó satisfactoriamente las numerosas preguntas que le hicieron, pero Airey sabía poco de Norteamérica. Por fortuna no hubo inconvenientes, ya que Waibel había dado instrucciones a los guardias fronterizos para que admitiesen a los dos generales.
Después de pasar dos días con Dulles en Berna, fueron llevados a Lucerna, donde Waibel les dijo que había recibido noticias inquietantes de Italia: Kesselring había sido sustituido por el generaloberst Heinrich von Vietinghoff. De todos modos, Wolff se hallaba en camino, como estaba convenido, para entrevistarse con los dos generales aliados.
Gaevernitz llevó a los generales a Ascona, un pueblo cercano a Locarno desde el cual se contemplaba el lago Mayor, y les instaló en su casa, una antigua y pintoresca granja, donde permanecieron como invitados. Al día siguiente, durante la comida, Gaevernitz les dijo que Wolff había llegado con Dollmann y otras dos personas, y que se alojaba en una casa situada a orillas del lago.
La entrevista de los generales de las SS con Dulles, Lemnitzer, Airey y Gaevernitz, comenzó a las tres de la tarde de aquel mismo día. Nadie más estaba presente en la pequeña casa del lago. Mientras Gaevernitz actuaba como intérprete, y en algunos momentos intervenía en ayuda de las negociaciones, Dulles dijo que le complacía el que un alemán prominente estuviese negociando sin efectuar demandas personales.
Wolff apreció tales manifestaciones, y contestó que el cambio de mando en Italia amenazaba a toda la operación. Tal vez Kesselring había sido relevado a causa de haberse descubierto las negociaciones, y quizá les arrestasen a ellos cuando regresaran a Italia. Frau Wolff, por lo tanto, había quedado recluida en su castillo por una orden de Kaltenbrunner. De todos modos, Wolff prometió hacer cuanto pudiese para que fuese un hecho la rendición. Le sugirieron que viese a Kesselring lo antes posible para persuadirle a que hiciera un acuerdo similar en el Frente Occidental. Wolff consideró que sería mejor si le pedía solamente que aprobase la rendición de Italia.
Luego Gaevernitz llevó aparte a Wolff hasta la terraza de la casa y le preguntó la cantidad de prisioneros políticos que había en los campos de concentración italianos. Wolff dijo que había varios miles de diversas nacionalidades.
– Hay órdenes de darles muerte -agregó.
– ¿Va usted a obedecer esas órdenes?
Wolff se paseó por la terraza y al fin se detuvo ante Gaevernitz.
– No -contestó.
– ¿Puede usted darme su palabra de honor?
– Sí, confíe en mí -concluyó Wolff, estrechando la mano de Gaevernitz.
2
Ese mismo día se extendieron entre las tropas aliadas del Frente Occidental rumores de haberse iniciado las negociaciones de paz, que parecieron tomar cuerpo en el cuartel general de Hodges, cuando Bradley llamó por teléfono al mediodía y dijo al comandante del Primer Ejército que se trasladase en avión a Luxemburgo, inmediatamente, para entrevistarse con él mismo y Patton.
Hodges consideró que sólo se trataba de otra conferencia militar. Bradley comenzó por anunciar que Eisenhower acababa de dar permiso para que se utilizasen nueve divisiones más en Remagen. Por fin Hodges podría ampliar la cabeza de puente y prepararse para atacar desde ella hacia el Norte y el Nordeste. Patton se disponía a felicitar a Hodges, cuando Bradley agregó que el ataque no podría comenzar hasta después del 23 de marzo, día en que Montgomery efectuaría el cruce en masa del Rhin. Bradley dijo entonces a Patton «que le parecía más conveniente que el Tercer Ejército no tratase de cruzar el Rhin en las proximidades de Coblenza». En lugar de ello podría hacerlo en la zona de Mainz-Worms. En otras palabras, Patton no debería intentar el cruce inmediato de Coblenza, sino en Mainz, de la que le separaban aún dieciséis kilómetros.
Patton regresó a su cuartel general con evidente disgusto, convencido de que si Montgomery cruzaba primero el Rhin, el conjunto de los suministros y reservas de los Aliados serían enviados al Norte, y el Tercer Ejército tendría que batirse a la defensiva. Sólo disponía de cuatro días para vencer a los ingleses en el cruce de Rhin. Ni siquiera era tiempo suficiente, en condiciones ordinarias, para alcanzar la zona de Mainz y someterla a un control total. Sólo había una solución: pedir a sus hombres algo extraordinario.
En Reims, el general Smith acababa de convencer a Eisenhower de que «o tomaba algún descanso o sufriría una postración nerviosa», y el comandante supremo había salido hacia Cannes para tomarse unas breves vacaciones. Como de costumbre, su avión emprendió el vuelo atestado de acompañantes.
3
Ya desde el comienzo, los embajadores Harrimann y Clark Kerr habían mantenido informado a Molotov acerca de la «Operación Amanecer», y también desde el principio, el ministro ruso insistió una y otra vez en que un oficial soviético acompañase a Lemnitzer y Airey a Suiza. Pero Harrimann manifestó al Departamento de Estado que los rusos no permitirían que ningún oficial occidental tomase parte en una acción similar en el Este. La aquiescencia del Occidente sólo sería considerada como un signo de debilidad, y alentaría a los rusos a hacer demandas aún menos razonables en el futuro. Los jefes militares conjuntos se mostraron de acuerdo, y por consiguiente la histórica reunión tuvo lugar en Ascona, el 19 de marzo, sin participación soviética.
Dos días después, Churchill dijo a Eden que informase a los rusos acerca de los resultados alcanzados en Ascona. La reacción fue rápida y violenta. Al cabo de pocas horas, Molotov entregó a Clark Kerr una nota redactada en términos que rara vez se empleaban entre diplomáticos. Irritado sin duda por haber quedado peligrosamente amenazadas las aspiraciones políticas soviéticas en el norte de Italia, Molotov acusó a los Aliados de connivencia con los alemanes «a espaldas de la Unión Soviética, que es la que lleva la mayor carga en la guerra contra Alemania», y calificó el asunto, «no de malentendido, sino de algo peor».
Harriman recibió una carta igualmente hiriente, que procedió a enviar a Washington. Durante varias semanas Harriman había exhortado a Roosevelt a que tomase una actitud más enérgica contra los soviéticos, y tuvo la esperanza de que esa muestra de la inquina soviética decidiría al fin al presidente a actuar. En su telegrama manifestó que la destemplada carta soviética demostraba que los dirigentes rusos habían cambiado drásticamente de táctica desde los días de Yalta.