Un mes más tarde la radio de la Resistencia comenzó de nuevo a hacer peticiones: el material de la Casa de las Conchas era tan peligroso que se hacía necesario destruirlo, a pesar del daño que pudieran sufrir los prisioneros daneses. Después de numerosas deliberaciones, el Ministerio del Aire británico terminó por cambiar de parecer, y comenzó a estudiar el plan para la incursión aérea. Se construyó un modelo a escala de todos los edificios que se hallaban dentro de una zona de un kilómetro, alrededor del blanco, así como de las zonas que deberían sobrevolar los aviones. Algunos periodistas que eran miembros de la Resistencia proporcionaron a los ingleses las últimas fotografías del sector. Las importantes fotografías aparecieron en la publicación danesa Berlingske Tidende como ilustraciones de un inocente artículo. La censura nazi no sospechó nada y al día siguiente el periódico salió hacia Londres vía Estocolmo.
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El 19 de marzo, el capitán de grupo Bob Bateson comunicó a unos setenta aviadores ingleses del aeródromo de Norfolk que al mediodía siguiente procederían a bombardear la Casa de las Conchas en tres oleadas. Luego describió el blanco Svend Truelsen, el cual no sólo se hallaba relacionado con el espionaje de la Resistencia danesa, sino que era también comandante de la Inteligencia del Ejército inglés. Se trataba de un edificio en forma de U, de cuatro pisos de altura, y disimulado convenientemente con franjas de color pardo y verde. Era el único edificio de tales características en toda la ciudad. Truelsen dio instrucciones a los pilotos para que volasen bajo y lanzasen las bombas en la parte inferior de la fachada del edificio, lo cual daría ocasión a los prisioneros para huir por las escaleras posteriores.
Al día siguiente el tiempo era tan malo que hubo que suspender la operación. Pero el 21 de marzo amaneció despejado, y un bombardero «Mosquito» despegó con fuerte viento del aeródromo de Norfolk. Su piloto, un tal comandante de ala Smith, dio la señal convenida, y otros dieciocho «Mosquitos» comenzaron a despegar por parejas. Luego hicieron lo propio veintiocho cazas «Mustang P-51».
El «comandante Smith» era el vicealmirante del Aire Basil Embry, el cual había mandado personalmente la incursión aérea contra Aarhus. Dirigiría la formación hasta la zona del blanco, donde el capitán Bateson se haría cargo de ella. Los bombarderos pasaron tan bajo sobre la superficie del mar del Norte, que las encrespadas aguas mojaron los cristales de las carlingas, manchándolas de sal. Pero los bombarderos siguieron avanzando a esa altura, con la esperanza de eludir el radar de los alemanes.
En la Casa de las Conchas, uno de los treinta y dos prisioneros que se hallaban en la cárcel del último piso, el inspector jefe Christen Lyst Hansen, de la Policía danesa, fue conducido escaleras abajo. Hansen preguntó adónde le llevaban.
– No puedo decírselo -dijo el guardia, quien después susurró-: Froslev.
Era éste un campo de concentración situado cerca de la frontera alemana, y donde, según los rumores que corrían, se fusilaba a los presos importantes. Pero Hansen llegó a la puerta principal en el momento en que partía el coche destinado al campamento, y le hicieron regresar a su celda.
Hacia las nueve, obligaron a subir a otro grupo de prisioneros daneses hasta una estancia situada en el tercer piso de la casa. Durante dos horas, un juez alemán y un intérprete danés interrogaron a uno de estos prisioneros, Jens Lund, el cual se negó a contestar a lo que insistentemente le preguntaban. A las 11,15 un soldado llegó con dos correas de cuero, y Lund se dio cuenta de que le iban a castigar brutalmente. Recordó entonces la milagrosa escapatoria del pastor protestante Sandbaek, de manos de la Gestapo, durante la incursión de Aarhus, y rogó que ocurriera otra vez algo parecido.
Los «Mosquitos» se aproximaban a Copenhague a unos cincuenta metros de altura. A través de los cristales manchados de sal, el capitán Bateson vio una amplia zona ferroviaria y un momento más tarde descubrió lo que buscaba: el lago detrás del cual se hallaba la Casa de las Conchas.
En el piso superior, el profesor Mogens Fog, un neurólogo que era miembro del Consejo de Liberación, creyó que el rugido de los motores procedía de algunos cazas alemanes que picaban sobre el edificio para asustar a los prisioneros. Ni el sonido de las ametralladoras le convenció de que era un ataque real, y trepó al techo para echar un vistazo a través de un ventanuco. ¡Los aviones se dirigían directamente hacia él! Bajóse de un salto y se lanzó al suelo en el momento en que las bombas iniciaban su sibilante descenso. Luego se arrastró debajo del catre, y trató de protegerse la cabeza con una maleta.
Lund, en el piso de abajo, también había oído el estrépito de las ametralladoras, y preguntó qué estaba ocurriendo. El juez, con la boca abierta, no contestó y Lund creyó que eran los alemanes, que estaban haciendo prácticas de tiro. De repente se oyó el estampido, y toda la habitación se estremeció. El juez cogió a Lund por un brazo y le empujó hacia las escaleras, mientras se levantaban nubes de polvo del revoque de las paredes. La gente se precipitaba hacia abajo, llena de pánico. Lund se desasió del juez, y se lanzó hacia la escalera, entre grupos de hombres y mujeres que gritaban. En el segundo piso halló la escalera tan atestada que al cabo de un momento ésta se desplomó en parte, viéndose como un hombre desaparecía entre una nube de humo y polvo. A un lado observó Lund un orificio en la pared, y debajo divisó la calle. Sin pensarlo dos veces dio un salto y fue a caer sobre la acera.
Los seis primeros «Mosquitos» lanzaron con éxito la mayor parte de las bombas en la base de la Casa de las Conchas, y las sirenas antiaéreas no empezaron a sonar hasta que se aproximó la segunda oleada. Uno de los aparatos pasó demasiado bajo, un ala rozó una torreta del ferrocarril, y las bombas se desprendieron del avión, antes de que éste se estrellase contra una escuela. Empapada de gasolina de alto octanaje, la escuela comenzó a arder con violencia. Los otros cinco aparatos «Mosquito» siguieron adelante. Uno dio la vuelta hacia el Este, en dirección a Dagmarhus, donde se hallaba otro cuartel general alemán, y el resto bombardeó con éxito la Casa de las Conchas. Los aviones de la tercera oleada fueron atraídos por una gran humareda que se elevaba cerca de las vías del ferrocarril. Lanzaron sus bombas sobre el lugar de donde partía el humo, y emprendieron el regreso a Inglaterra, creyendo haber bombardeado en el blanco. En realidad, lo que atacaron fue la escuela, de donde partía el humo.
En cuanto hubo cesado el primer ataque, el profesor Fog salió de debajo del catre y se lanzó contra la puerta de la estancia donde se hallaba recluido, pero la puerta no cedió. Oyó entonces aproximarse a los aparatos de la segunda oleada, y corrió de nuevo a ocultarse bajo la cama. Algunas celdas más allá el inspector de policía Hansen se aferraba desesperadamente a su catre. Todo el edificio se tambaleaba, y temía caer a través de un agujero del suelo. Cuando se extinguió el ruido de los bombarderos, Hansen cogió una banqueta de madera y la estrelló contra la puerta. Esta cedió, y el inspector echó a correr por el pasillo. Se asombró entonces al comprobar que sobre él aparecía el cielo abierto. Todo el techo había volado, con las explosiones. Oyó entonces gritar a Fog y a otros prisioneros, que también golpeaban en sus puertas para que les sacasen de allí.
– ¡Tenemos que soltarles! -gritó al único guardia alemán que se encontraba en el lugar.
Fog oyó sus palabras e inmediatamente gritó a través de la puerta:
– Die Nückeln!
El guardia estaba inmovilizado por el terror, lo que aprovechó Hansen para quitarle las llaves. Los prisioneros, una vez liberados, echaron a correr escaleras abajo, alejándose de la fachada de la casa. Fog siguió a los demás al principio, pero luego pensó que los alemanes también deberían haber escapado por allí, y seguramente les estaban esperando para volver a capturarlos. En el segundo piso se dirigió hacia la escalera del frente, y allí encontró a otro prisionero, el doctor Brand Rebberg. Fog no dejó de pensar en lo curioso que era el que de todos los prisioneros sólo los dos profesores hubiesen pensado en huir por la parte anterior del edificio.