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Al hindú no le sonaba el nombre ni sabía nada de ninguna niña, pero les dijo que en la primera planta, en la tercera habitación empezando desde el extremo de la ele, podían encontrar a un hombre que encajaba en la descripción que le había proporcionado Woz.

– ¿Quieres que informe a la central? -preguntó Pike.

Wozniak subió las escaleras sin contestar. Pike pensó que debería ir hasta el coche y hablar con la central, pero no quiso dejar que su compañero subiera solo. Le siguió.

Se detuvieron ante la tercera puerta y escucharon, pero no se oía nada. Las cortinas estaban echadas. Pike se sentía vulnerable en aquella galería, como si estuvieran observándolos.

Wozniak se colocó a un lado de la puerta, junto al pomo, y Pike al otro. El primero llamó con los nudillos y se identificó como agente de la policía de Los Ángeles. A Joe le hervía la sangre de ganas de entrar en primer lugar, pero hacía ya dos años que habían llegado a un acuerdo: Wozniak llevaba la voz cantante, Wozniak entraba primero, Wozniak decidía cómo había que actuar. Sus veintidós años en el cuerpo, frente a los tres de Pike, le daban derecho a ello. Lo habían hecho así doscientas veces.

Cuando DeVille abrió la puerta, le pegaron un buen empujón. Wozniak pasó delante y arremetió contra él.

– ¡Eh! Pero ¿qué es esto? -gritó DeVille. Como si no lo hubieran detenido nunca.

La habitación, mugrienta y muy desordenada, tenía un lavabo y un armario en la parte de atrás. La cama de matrimonio, sin hacer, junto a la pared, parecía un altar desagradable, con su colcha de color rojo oscuro sucia y raída. Una de las manchas recordaba a Mickey Mouse. En toda la habitación sólo había otro mueble, una cómoda barata con los bordes cubiertos de quemaduras de cigarrillo y muescas grabadas con un cuchillo afilado. Wozniak agarró a DeVille mientras Pike registraba el baño y el armario en busca de Ramona.

– No está.

– ¿Algo más? ¿Ropa, maletas, cepillo de dientes?

– Nada.

Era evidente que DeVille no vivía allí ni pensaba hacerlo. La habitación la reservaba para otros usos.

– ¿Dónde la tienes, Lennie? -le preguntó Wozniak, que ya lo había detenido en dos ocasiones.

– ¿A quién? Oiga, agente, que ya no me dedico a eso.

– ¿Dónde está la cámara?

DeVille se encogió de hombros y esbozó una sonrisa nerviosa.

– No tengo cámara. Ya le he dicho que lo he dejado.

Leonard DeVille medía metro setenta y cinco, tenía un cuerpo entrado en carnes, llevaba el pelo teñido de rubio y su piel parecía una piña. Se había recogido el pelo en una coleta con una goma elástica. Pike sabía que estaba mintiendo, pero esperó la decisión de Woz. Aunque sólo llevara tres años en el cuerpo, Pike sabía que los pedófilos nunca dejaban de serlo. Podían detenerlos, ofrecerles tratamiento, ayudarlos, lo que fuera, pero cuando los soltaban seguían como siempre, y tarde o temprano volvían a abusar de los niños.

Wozniak agarró con una mano una de las patas de la cama y la volcó, no sin esfuerzo. DeVille pegó un brinco y se dio de bruces con Pike, que lo agarró. En el lugar donde había estado la cama se veía una bolsa de viaje arrugada, manchada de polvo y suciedad.

– Lennie, eres el colmo de la imbecilidad -sentenció Wozniak.

– Eh, que eso no es mío. Yo no tengo nada que ver con esa bolsa.

Estaba tan asustado que sudaba a mares. Wozniak abrió y vació la bolsa, de la que salieron una cámara Polaroid, más de una docena de recargas y unas cien fotografías de niños con más o menos ropa. Así se ganaba la vida la gente como DeVille, haciendo fotos que luego vendían a otros pervertidos.

El agente esparció las Polaroids con el pie. La expresión se le iba oscureciendo y agarrotando. Pike no alcanzaba a ver las fotografías desde donde estaba, pero sí la vena que palpitaba en la sien de su compañero. Supuso que estaría pensando en su hija, o quizá no. Tal vez seguía pensando en lo otro.

Pike estrujó el brazo de DeVille.

– ¿Dónde está la niña? ¿Dónde tienes a Ramona Escobar?

– Todo eso no es mío. No lo había visto en mi vida -respondió, con voz cada vez más aguda.

Wozniak se agachó junto a las fotos y las revolvió, sin cambiar de expresión. Agarró una y se la llevó a la nariz.

– Aún se huelen los productos químicos del revelado. Esta la has hecho no hace ni una hora.

– ¡No son mías!

Wozniak se quedó observando la imagen. Pike seguía sin poder verla.

– Debe de tener unos cinco años. La descripción concuerda con la que nos han dado. Una niña muy mona. Inocente. Aunque ahora ya ha dejado de serlo.

Abel Wozniak se incorporó y desenfundó la pistola. Era una de las nuevas Berettas de 9 milímetros que acababa de distribuir el Departamento de Policía de Los Ángeles.

– Si le has hecho daño a esa cría, te juro que te mato, cabrón.

– Woz, tenemos que avisar a la central -intervino Joe-. Guarda el arma.

Wozniak pasó junto a Pike y propinó un culatazo en la sien a DeVille, que cayó al suelo como una bolsa de basura. Pike se interpuso entre ellos de un salto, agarró a su compañero por los brazos y lo apartó.

– Así no ayudas a la niña.

Entonces los ojos de Wozniak cobraron vida y se clavaron con dureza en los de Pike.

* * *

Cuando los dos agentes subieron las escaleras, Fahreed Abouti, el encargado, esperó hasta que el rubio abrió la puerta y le pegaron un empujón al tipo aquel. La policía solía aparecer por su motel para detener a las putas, a los puteros y a los camellos, y Fahreed nunca se perdía detalle. Una vez vio cómo una puta les hacía un servicio a los policías que habían ido a arrestarla, y en otra ocasión fue testigo de cómo tres agentes daban una tremenda paliza a un violador hasta dejarlo sin un solo diente. Siempre había algo entretenido que ver. Era mejor que la Ruleta de la fortuna.

Pero había que ir con cuidado.

En cuanto se cerró la puerta de la habitación, Fahreed subió las escaleras sigilosamente. Si se acercaba demasiado, o si lo pescaban, los policías se enfadarían. Una vez un agente de los SWAT con chaleco antibalas, casco y un enorme fusil se había enfadado tanto que de un manotazo había enviado el turbante de Fahreed a un charco de aceite de coche. La tintorería le había costado una fortuna.

Los gritos empezaron cuando todavía iba subiendo las escaleras. No captaba las palabras, pero era evidente que estaban enfadados. Se acercó con cautela por la galería del primer piso, pero justo cuando llegó hasta la puerta cesó el alboroto. Maldijo su mala suerte porque le pareció que se había perdido el espectáculo. Pero de repente se oyó un enorme grito seguido de una explosión atronadora, ensordecedora.

La gente de la calle se detuvo y miró hacia el motel. Una mujer señaló con el dedo, y un hombre salió corriendo desde el otro lado del aparcamiento.

Fahreed sintió que se le disparaba el corazón, porque incluso un hindú sabía distinguir un tiro. Pensó que el rubio debía de estar muerto. O quizás había matado a los agentes.

– Eh…

Nada.

– ¿Están todos bien?

Nada.

Quizás habían saltado por la ventana del lavabo y se habían marchado por el callejón.

Fahreed tenía las palmas de las manos húmedas y sentía un nudo en el estómago, todo lo cual le aconsejaba echar a correr hacia su despacho y comportarse como si no hubiera oído nada, pero lo que hizo fue abrir la puerta de golpe.

El agente más joven, el alto con gafas de sol y cara inexpresiva, fue hacia él como movido por un resorte y le apuntó con un revólver enorme. En aquel instante Fahreed se vio al borde de la muerte.

– ¡No, por favor!

El otro agente tenía la cara deshecha y el cuerpo cubierto de sangre. El rubio también estaba muerto y su rostro parecía oculto por una máscara carmesí. El suelo, las paredes y el techo se hallaban salpicados de sangre.