– Dolan es la hostia, ¿eh?
– Es el no va más.
Me estaba yendo mejor. Había establecido una buena comunicación y llevado la conversación a un terreno íntimo. Ya me veía manejándole a mi antojo.
– Me alegro de que me cuentes estas cosas, Curtís. Con tanto cuchicheo pensaba que estaban burlándose de mí.
– Qué va.
Solté un gran suspiro, como si me sintiera aliviado y después miré a Bruly, a Salerno y a los demás con mucha pantomima.
– Están todos tan sonrientes que deben de haber descubierto algo importante del caso.
Curtís Wood se volvió hacia su carro.
– Yo no sé nada, Cole.
– ¿Nada de qué? -A inocente no hay quien me gane.
– Se te ve el plumero, Cole. Estás intentado sonsacarme información que no tengo. Si crees que está pasando algo, ten los huevos de preguntárselo a alguien en vez de andar sonsacando por ahí.
Hizo un gesto con la cabeza como si le hubiera decepcionado y se fue empujando su carrito y murmurando:
– Treinta centímetros… ¡Y una mierda!
Aquel civil con sueños de ser policía había vuelto a ponerme en evidencia. Quizás a la próxima se decidiría a pegarme un tiro.
Unos minutos después Dolan salió del cuarto de fotocopias y me dio un gran sobre de papel marrón sin mirarme a los ojos.
– Éstos son los informes que Krantz quiere que te dé.
– ¿Qué pasa aquí, Dolan?
– Nada.
– Pues tengo la impresión de que hay algo que nadie me cuenta.
– Lo que tú tienes es paranoia.
El ataque directo tampoco había dado buenos resultados.
Bajé a por el coche, puse la capota para protegerme del sol y esperé. Cuarenta minutos después el Corte Militar salió del aparcamiento tras el volante de un Ford Taurus color tabaco. Tomó la vía rápida del puerto y después se dirigió al oeste por el centro de Los Ángeles y luego al norte por la 405 hasta Westwood. No resultaba difícil seguirle porque no corría. También estaba relajado. Y sonreía. Anoté el número de la matrícula para buscar en el registro, pero no tenía que haberme molestado. Supe quién era en cuanto su coche tomó el largo y recto camino de entrada al Edificio Federal, en Wilshire Boulevard.
El Corte Militar era del FBI.
Pasé de largo el Edificio Federal y fui a un pequeño restaurante vietnamita que conocía. A mí me gustaba mucho cómo cocinaban el calamar picante a la menta, y mientras comía me pregunté por qué iba a estar el FBI metido en el homicidio de Karen García. La policía muchas veces llamaba a los federales para utilizar sus sistemas de información y para pedir ayuda, pero el Corte Militar había estado revoloteando por allí en todo momento. Me pareció raro. Y, además, cuando me presenté en la autopsia, él no quiso decirme quién era. Eso también me pareció raro. Y de repente el federal estaba sonriendo, y no es que los federales sonrían muy a menudo. Para que uno de esos tíos sonría, hace falta algo muy gordo.
Estaba sopesando todo eso cuando se acercó la dueña del restaurante.
– ¿Le gusta nuestro calamar? -me preguntó.
– Sí, está muy bueno.
Era una mujer pequeña y delicada, de una belleza elegante.
– Le veo mucho por aquí.
– Me gusta su comida.
Era una conversación que no me importaría haberme ahorrado. La mujer se inclinó.
– Esta comida la hace mi hija mayor. Dice que es usted muy guapo.
Seguí la mirada de la mujer hasta la parte trasera del restaurante. Una reproducción más joven de la mujer me miraba medio escondida tras la puerta de la cocina. Me sonrió con timidez.
Miré a su madre, que sonrió más aún y asintió. Volví a mirar a la hija, que también asintió.
– Estoy casado. Tengo nueve hijos.
La madre frunció el entrecejo.
– No lleva anillo.
Me miré la mano.
– Soy alérgico al oro.
Los ojos de la madre se entornaron.
– ¿Casado?
– Lo siento. Nueve hijos.
– ¿Y sin anillo?
– Por la alergia.
La mujer fue hasta su hija y le dijo algo en vietnamita. La chica se metió en la cocina pisando fuerte.
Terminé el calamar y me fui a casa a leer los informes. Hay días que lo mejor es comer algo en el coche.
Los resultados de la autopsia no presentaban ninguna sorpresa. La conclusión era que Karen García había sido asesinada con una bala del calibre 22 disparada a poca distancia, que había hecho impacto a tres centímetros y medio de la cavidad orbital derecha. Se observaban salpicaduras de polvo entre escasas y moderadas en la entrada de la herida, lo que indicaba que la bala se había disparado desde una distancia de entre cincuenta y cien centímetros. Un caso clarísimo de homicidio por herida de bala en el que no se observaban más indicios.
Volví a leer el informe del criminólogo, pensando que debería llamar a Montoya para hablar de aquello, pero mientras preparaba lo que iba a decirle me di cuenta de que no se mencionaba el pedazo de plástico.
Al leer el informe que me había llevado Pike la noche anterior me había fijado en que Chen había encontrado un trozo de plástico blanco triangular en el sendero, en lo alto del barranco. Había anotado que el fragmento estaba manchado de algún tipo de sustancia gris y que había que hacer pruebas.
En aquel nuevo informe el trozo de plástico brillaba por su ausencia.
Comprobé los números de las páginas para asegurarme de que estaban todas y después busqué el informe de Pike y los comparé. Triángulo blanco en el de Pike, nada en el de Krantz.
Llamé a Joe.
– ¿El informe que me trajiste procede directamente de John Chen?
– Sí.
– ¿Te lo dio él mismo en persona?
– Sí.
Le conté que faltaba la mención al plástico.
– Ese hijo de puta de Krantz ha manipulado el informe. Por eso ha tardado tanto en dármelo.
– Si ha quitado cosas del informe de Chen, me gustaría saber qué ha borrado del de la autopsia.
Lo mismo que estaba pensando yo.
– Rusty Swetaggen podría echarnos una mano -propuso Pike.
– Sí.
Después de colgar llamé a Rusty Swetaggen, a su restaurante de Venice. Rusty había conducido un coche patrulla de la policía de Los Ángeles durante casi toda la vida, hasta que su suegro les dejó el restaurante a su muerte. Se jubiló el mismo día de la lectura del testamento, y no se arrepentía. Servir queso frito y cerveza de barril era mucho más entretenido que ir de un lado a otro en un coche de policía, y además ganaba más.
– Joder, Elvis, hace una eternidad que no te veo -me dijo-. Emma creía que te habías muerto.
Emma era su mujer.
– ¿Tu primo sigue trabajando en la oficina del forense? -Se lo había oído decir alguna vez.
– Jerry. Sí, claro. Sigue allí.
– Hace dos días le hicieron la autopsia a una mujer llamada Karen García.
– ¿Algo que ver con el de las tortillas gigantes de maíz?
– Su hija. Estoy trabajando en el caso con Robos y Homicidios y creo que me ocultan algo.
Rusty soltó un discreto silbido.
– ¿Por qué lo lleva Robos y Homicidios?
– Dicen que es porque el de las tortillas tiene controlado a un concejal.
– Y tú no te lo crees.
– Lo que yo creo es que todo el mundo oculta algo y quiero saber qué es. La autopsia la hizo una forense que se llama Evangeline Lewis. Estos polis me han pasado un informe que está manipulado, así que a lo mejor el de la autopsia también lo está. ¿Podría enterarse tu primo?
– No trabaja en los laboratorios, Elvis, sino en las oficinas.
– Ya lo sé.
Esperé para dar tiempo a Rusty de pensar. Hacía seis años me había pedido que buscara a su hija, que se había fugado con un traficante de crack que quería financiar el negocio introduciendo a la niña de Rusty en el mercado del sexo en grupo. Sin pedirle su opinión. La encontré y destruí las cintas. La chica ahora estaba bien, se había casado con un buen chaval que había conocido en el grupo de recuperación y tenían un hijo. Rusty nunca me dejaba pagar las copas, nunca me dejaba pagar la cena y cuando dejé de ir a su restaurante porque me daba vergüenza que me invitara a todo, tuve que rogarle que dejara de mandarme regalos a casa y a la oficina. Si había una forma de ayudarme, Rusty Swetaggen me ayudaría.