El entrenamiento
Hacíamos ochocientas flexiones de brazos cada día, joder, algunos días más de doscientas colgados, y nos hacían correr. Corríamos quince kilómetros cada mañana y ocho más por la tarde, y a veces más incluso. No éramos corpulentos, como esos enormes jugadores de fútbol americano ni nada por el estilo, no éramos Rambos que son todo músculos a base de tomar batidos de proteínas. En general éramos chavales delgados, todo huesos, y pasábamos hambre, pero podíamos cargar mochilas de cincuenta kilos, dar cuatrocientas vueltas y subir corriendo por la montaña con un rifle a cuestas todo el día. ¿Sabe qué éramos? Eramos lobos. Con muy mala leche. Mejor no acercarse. Éramos la hostia de peligrosos. Eso era lo que querían, la Fuerza de Reconocimiento. Y también era lo que nosotros queríamos.
Extracto de Young Men at War: A Case by Case Study of Post Traumatic Stress Disorder , de la doctora Patricia Barber, Duke University Press, 1986.
El sargento de artillería León Aimes estaba en lo alto de una de las secas colinas de Camp Pendleton, centro de entrenamiento de marines, al sur de Oceanside, en California, escudriñando la cordillera con unos prismáticos Zeiss que le había regalado su esposa. Al abrir la caja el día de su cuarenta y cuatro cumpleaños se había puesto de muy mala hostia al verlos, porque los Zeiss habían costado a la familia el sueldo de tres meses, pero eran los mejores prismáticos del mundo, no había nada más preciso, y más tarde había ido a pedirle perdón a su mujer, sintiéndose como un trapo sucio, por haberle montado un numerito. Aquellos Zeiss eran los mejores, eso estaba claro. Pensaba utilizarlos para ir de caza de ciervos de cola negra en otoño y, un año después, una vez finalizado el destino de instructor de compañía de la Fuerza de Reconocimiento, cuando regresara a Vietnam en su cuarto turno de combate, los utilizaría para cazar vietnamitas.
Aimes se subió a un Jeep con el sargento de artillería Frank Horse, su compañero de juergas preferido, los dos vestidos con camiseta negra, material de campo y arnés, los dos fumándose los puros baratos que se habían comprado en Tijuana dos meses antes. Horse era apache mescalero de pura raza y Aimes le consideraba el mejor instructor de infantería avanzada de Camp Pendleton, además de un combatiente de primera. Aunque era afroamericano, Aimes había oído decir una vez a su abuela que tenía sangre apache (se lo había creído) y que era descendiente de grandes guerreros (estaba convencido de que era cierto), así que cuando Horse y él bebían más tequila de lo recomendable, solían bromear diciendo que eran de la misma tribu.
Horse sonrió sin quitarse el puro de la boca.
– No le ves, ¿verdad?
Aimes le dio una vuelta al cigarro que tenía entre los dientes. En algún lugar de esas ciento cincuenta hectáreas que tenían delante había un joven marine que según Horse tenía espíritu de guerrero.
– Aún no se ve, pero estoy observándole.
Horse sonrió aún más y asintió sin un motivo concreto.
– Joder, León, está justo debajo de tus narices.
– ¡Y una mierda! Si está ahí voy a encontrarle.
León Aimes arrugó aún más el entrecejo y se imaginó un enorme tablero de ajedrez encima del terreno. Escudriñó atentamente todos y cada uno de los escaques y vio grupos de manzanitas y matorrales mientras hacía una comparación mental para ver si se había movido algo en los minutos transcurridos desde la última vez que había repasado el terreno. No vio ningún rastro de movimiento, pero sabía que allí abajo había un joven marine que avanzaba sigilosamente hacia él.
Horse dio una ostentosa chupada al puro y soltó una gran columna de humo.
– Hace casi dos horas que estamos aquí, colega -comentó, refregándoselo por las narices a León, pinchándole-. Sabes que es bueno. Si no, ya le habrías visto. ¿Vamos a tenerle todo el día ahí o es que esto tiene más que ver con tu orgullo que con su entrenamiento?
Finalmente, el sargento de artillería León Aimes bajó los prismáticos. Su amigo Frank Horse era inteligente, además de un gran combatiente.
– Vale, coño, ¿dónde está?
Horse sonrió, como si hubiera ganado una apuesta personal, y Aimes se dio cuenta de que a Horse le caía bien el chico, le caía muy bien. Horse señaló hacia su izquierda y hacia adelante con el puro.
– Va hacia trescuatrocero. ¿Ves esa pequeña depresión a unos trescientos metros?
Aimes la distinguió de inmediato, incluso sin levantar los prismáticos. Una mera sombra.
– Sí.
Horse buscó el megáfono a sus espaldas.
– Se ha acercado por esa pequeña abertura de la orilla del arroyo, a la derecha, y desde ahí ha seguido avanzando.
Aimes escupió un salivazo marrón por el puro, enfadado.
– ¿Cómo coño lo has visto?
– No he visto una mierda -contestó Horse. Lanzó también un salivazo y miró a su amigo-. Es el camino que le he dicho que siguiera.
Sus miradas se encontraron, y Aimes sonrió.
– Dile al chico que venga y hablaremos con él.
Horse apretó el botón del megáfono y dijo mirando hacia las montañas:
– Se ha terminado el programa, soldado. Póngase en pie.
La pequeña depresión que había a unos trescientos metros en dirección a trescuatrocero no se movió. En cambio un montículo poco compacto de ramitas y tierra se levantó a su derecha a menos de doscientos metros de donde estaban. A Horse casi se le cayó el puro de entre los dientes, y Aimes se echó a reír. Le dio una palmada en la espalda a su viejo amigo.
– Trescuatrocero. Ya, ya.
– Estaba convencido…
– Suerte que el chico no iba a freímos a tiros.
Entonces los dos veteranos combatientes dejaron de reírse y Aimes asintió. Horse volvió a levantar el megáfono.
– Venga aquí, soldado. Inmediatamente.
– ¿Está en forma?
Al verle correr por el terreno accidentado de la pendiente hacia ellos, Aimes pensó que con el traje de campaña con trozos de tela de saco, el soldado parecía un perrito pequinés dando saltitos.
– Cuando vino ya estaba en forma -contestó Horse.
– ¿Es un chaval de granja?
– Es de campo, pero no creo que viviera en una granja.
A Aimes le caían bien los chicos que habían crecido en el campo y conocían la naturaleza.
– Y ese nombre tan curioso, Pike, ¿es inglés o irlandés?
– Ni idea. No habla de su familia. En realidad casi no habla de nada.
Aimes asintió. No le parecía mal.
– Puede que no tenga nada que decir -aventuró.
Horse parecía algo nervioso, como si se hubieran encontrado algo inesperado en el camino que no le hiciera ninguna gracia.
– Bueno, es verdad que no dice gran cosa, pero no me parece tonto.
– Tú sabes perfectamente que no vale la pena que pierda el tiempo con un idiota -contestó Aimes, mirando con severidad a su amigo. Volvió la vista hacia el marine que corría hacia ellos-. Alguien que saca una puntuación tan alta como la de este chico en las pruebas no puede ser tonto.