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El chico había superado a la mayoría de los universitarios que les llegaban, y se situaba el primero en todas las clases a las que tenía que asistir.

– Bueno, hay quien dice que es un poco raro, entre ellos algunos de la sección. Es muy reservado y lee bastante. No se va de ligue cuando libra. Nada de eso. Yo diría que desde que me lo mandaron no le he visto sonreír una sola vez.

Aimes pareció preocupado.

– La sonrisa de un hombre te dice mucho de él.

– Sí, bueno.

Siguieron mirándole y finalmente Aimes suspiró.

– Alguien que no trabaja bien en equipo no me sirve.

Horse lanzó otro salivazo.

– Si no trabajara bien en equipo no estaríamos aquí. Ese chico es muy bueno, pero cuando hay que avanzar en equipo disminuye la velocidad para ayudar a sus compañeros. Y además sin que nadie se lo ordene.

Aimes asintió. Le gustaba bastante lo que le decía su amigo.

– ¿Y entonces a qué viene todo eso de que es raro? Dices que es el mejor hombre de tu sección de entrenamiento, me enseñas su expediente, me cuentas que es el mejor de la clase y después me traes hasta aquí y nos la pega el chaval, a sus diecisiete años, como si llevara tres años en una patrulla de reconocimiento o de francotirador.

Horse se encogió ligeramente de hombros.

– Quería que lo supieras, nada más. No es el típico recluta.

– En la Fuerza de Reconocimiento no interesan los reclutas típicos, y eso lo sabemos tú y yo mejor que nadie. Quiero chicos con sentido moral para convertirlos en asesinos profesionales. Y punto.

Horse hizo un gesto de impotencia.

– Sólo quería que lo supieras.

– Vale, muy bien. -Aimes mordió el puro barato y siguió observando al joven marine-. ¿Y qué es lo que lee?

– Lee, sin más. Todo lo que encuentra. Novelas, historia. Una vez le vi con un libro de Nietzsche. Y en su taquilla descubrí algo de Basho.

– Vaya.

– Sabía que eso también te gustaría.

– Pues sí. Me gusta.

León Aimes pensó en el soldado con renovado interés, pues creía que todos los grandes guerreros eran poetas. Los samuráis lo habían demostrado, y Aimes tenía una teoría propia al respecto. Sabía que a un joven podía llenársele la cabeza con todos los conceptos de deber, honor y patria que se quisieran, pero cuando las cosas se ponían feas y empezaban a volar las balas ni siquiera el joven más valiente se quedaba allí a morir por su Sally, que le esperaba en casita, o incluso por las barras y las estrellas de Estados Unidos. Y si se quedaba era por los amigos que tenía a su lado. El cariño que les profesaba y el miedo a pasar vergüenza ante ellos eran los motivos que le empujaban a seguir luchando incluso cuando no podía controlar los esfínteres o cuando todo a su alrededor era un infierno. Había que ser alguien especial para quedarse solo, sin el peso de los amigos que anclaba al suelo, y Aimes buscaba a jóvenes guerreros para enseñarles a moverse, a luchar y a ganar solos. Y a morir solos también, si era necesario, y no todo el mundo estaba a la altura. Pero los poetas eran diferentes. Podías llenarle el corazón a un poeta con los conceptos del deber y el honor, y a veces, con un poco de suerte, era suficiente. Aimes había descubierto hacía mucho, quizás incluso en una vida anterior, que un poeta era capaz de morir por una rosa.

Horse señaló con el puro al soldado que acababa de subir la cuesta al trote y se había puesto firme antes ellos. Parecía un espantapájaros con aquel traje de campaña monstruoso cubierto de trozos de tela de saco de camuflaje.

– Quítese ese traje y descanse, soldado -le ordenó Horse-. Éste es el sargento de infantería Aimes, que seguramente es el mejor marine de este cuerpo después de Chesty Puller y de mí. Escúchele con atención. ¿Está claro?

– Sí, mi sargento -gritó el joven marine.

El soldado Pike se quitó el aparatoso traje de campaña, lo metió en la parte de atrás del Jeep y regresó a su puesto. Ni Aimes ni Horse hablaron entretanto. Cuando hubo terminado, Aimes lo dejó allí de pie durante un minuto mientras pensaba un par de cosas. Recordó que en el expediente figuraba que el chico se llamaba Pike, Joseph, sin inicial después del nombre de pila. Era alto -quizá medía metro ochenta y cinco-, delgado aunque nervudo, y estaba tostado por el sol del sur de California. Tenía la cara y las manos cubiertas de maquillaje de camuflaje, pero sus ojos eran los más azules que Aimes había visto en su vida, auténticos ojos de hombre blanco, ojos nórdicos, quizá porque su familia era de Noruega o de Suecia o de alguno de esos sitios, lo cual a Aimes le parecía perfecto. Sentía un enorme respeto por los vikingos, a los que consideraba unos guerreros casi tan buenos como sus antepasados africanos. Aimes volvió a mirar aquellos ojos azules y pensó que eran tranquilos, que no ocultaban ni astucia ni remordimiento.

– ¿Cuántos años tiene, muchacho? -le preguntó.

Conocía la edad del soldado, por supuesto, pero quería hacerle unas preguntas, ver qué impresión le causaba.

– ¡Diecisiete, mi sargento!

Aimes cruzó los brazos y sus pronunciados músculos tensaron la tela de la camiseta negra de los marines que llevaba.

– ¿Firmó su madre los papeles para que le aceptaran antes de tiempo o los falsificó usted mismo?

El chico no contestó. Le cayeron gotas de sudor del cuero cabelludo que dejaron rastros en su rostro demacrado. No se movió un ápice.

– No le he oído, marine.

El chico se quedó allí parado sin responder, y Horse se dio la vuelta para que no le viera sonreír.

El sargento de artillería León Aimes se acercó al soldado y le susurró al oído:

– No me gusta hablar solo, jovencito. Le sugiero que me conteste.

– No sé si es de su incumbencia, mi sargento -contestó el joven marine.

Horse se colocó de un brinco ante la cara del marine y se puso a gritar con tanta fuerza que se le puso la cara morada.

– ¡Absolutamente todo es de la incumbencia del sargento, marine! ¿Es usted tan imbécil que va a hacerme quedar mal delante de un marine que ha sido héroe de dos guerras, un hombre de una valentía que usted no podrá alcanzar ni en sueños?

Aimes esperó. El chico no parecía asustado, lo cual era bueno, ni tampoco arrogante, lo que también era bueno. Estaba pensando.

– Mi padre -contestó por fin.

– ¿Se ha metido en algún lío? ¿Por eso le ha mandado aquí su padre? ¿Se dedica a robar coches o a alguna actividad por el estilo?

– No, mi sargento. -Los ojos azules se clavaron en los de León Aimes-. Le dije que le mataría si no firmaba los papeles.

No había humor en su voz cuando lo dijo. Ni rastro del tono arrogante que tanto molestaba a Aimes. El joven marine lo dijo con la mayor naturalidad, y Aimes se dio cuenta de que era cierto. Se quedó pensando en ello, pero no se desanimó. El cuerpo enseñaba a los jóvenes violentos a encauzar su violencia, o se deshacía de ellos. De momento, el joven estaba haciéndolo más que bien.