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Me sentí violento y avergonzado, como si hubiera mirado por una cerradura una parte de la vida de Joe que él no había compartido conmigo.

Metí las cartas en las cajas y las coloqué debajo de la cama.

Dolan volvió con cara de pocos amigos.

– ¿Has encontrado algo?

– No.

– Tengo buenas noticias para el viejo. Van a devolverle el cadáver de la chica. Al menos podrá enterrarla.

– Sí. Seguro que lo va a agradecer -contesté, pero seguía pensando en Joe.

– La mala noticia es que Krantz no va a tener vigilado el entierro.

Me quedé desconcertado.

– Venga, Dolan. Vigilar el entierro es de cajón.

A veces los asesinos asisten al entierro de sus víctimas e incluso pueden delatarse.

– Ya lo sé, Cole, pero no depende de mí. Krantz tiene miedo de que haya demasiada gente haciendo horas extras cuando ya tiene a Dersh vigilado las veinticuatro horas del día. Dice que cómo va a justificar lo del entierro si ya sabemos quién es el asesino.

– No tiene nada de nada contra Dersh. Hasta el inspector Closeau vigilaría ese funeral.

Endureció la expresión hasta que aparecieron unos hoyuelos junto a las comisuras de los labios.

– Hay que aguantarse, superdetective, ¿vale? Yo voy a ir. A lo mejor consigo que me acompañen un par de compañeros que no estén de servicio. No me hace ninguna gracia pedirte esto, teniendo en cuenta la situación, pero ¿tú podrías ayudarnos?

Le dije que sí.

– ¿Y qué hay de Deege? ¿Alguien ha seguido esa pista, o es que supone demasiadas horas extras?

– Eres un hijo de puta, ¿vale?

– Ya sé que no es culpa tuya, Dolan. Lo siento.

Entonces agitó la cabeza y levantó las manos. Se había cansado de todo aquello.

– Ya te he dicho que los agentes de uniforme están con los ojos bien abiertos. No ha aparecido todavía. Y ya está. ¿Vale?

– Ya sé que no es culpa tuya.

– Sí. Vale, vale.

Miró con el entrecejo fruncido la habitación, como si nos hubiéramos olvidado de buscar justo en el sitio conveniente.

– Me parece que ya hemos acabado aquí, Cole. Coño, son más de las seis. ¿Quieres que vayamos a tomar una copa?

– Voy a cenar con mi novia.

– Ah. Vale.

Volvió a ponerse las manos en la cadera y a mirar la habitación con mala cara.

– Bueno, gracias por tu ayuda. Te agradezco que hayas conseguido que me dejara subir -añadió.

– De nada, mujer.

Salió antes que yo.

– No se habrá llevado nada, ¿verdad? -me preguntó Frank cuando se hubo ido.

– No, Frank.

Se encorvó en la silla, con cara de enfado.

– ¿Has descubierto qué quería?

– Lo que ha dicho. Estaba buscando nombres.

– Esa puta estaba mintiendo.

Joe y yo salimos de la casa sintiéndonos como perros. Al llegar a los coches, le dije:

– Cuando estábamos registrando su habitación encontramos unas cartas dentro de una caja, debajo de la cama. En algunas te mencionaban. He tenido que leerlas.

Pike lo asimiló.

– Siento que no salieran bien las cosas entre Karen y tú. Parecía una buena chica.

Pike levantó la vista hacia los olmos. Las hojas, inmóviles, formaban un dosel de un verde claro, como si fueran parte de un cuadro.

– ¿Qué decían las cartas?

Le conté algo.

– ¿Y ya está? -preguntó, como si supiera lo que ponía y quisiera que se lo dijera. Le conté que en una decía que estaba enamorado de otra.

– ¿Decía de quién?

– No. Y no es asunto mío.

* * *

Día familiar de los agentes del distrito de Rampart. Junio, catorce años antes

El coche que le seguía era un Caprice marrón, cuatro vehículos por detrás entre el escaso tráfico del domingo por la mañana. Dentro iban dos hombres blancos con corte de pelo militar y gafas de sol, claramente del Grupo de Asuntos Internos. Cómo les gustaría ser de la CÍA.

Eran bastante buenos, pero Pike era mejor. Los detectó cuando iba a recoger a Karen.

Cuando llegó a su casa y la acompañó hasta el Ford Ranger no los vio, pero al entrar en la vía rápida de Hollywood volvieron a aparecer. Se preguntó si sabrían adonde iba y supuso que sí. En caso contrario, se llevarían una buena sorpresa.

– ¿Estoy bien? -preguntó Karen.

– Más que bien -contestó Pike, aunque había estado pendiente del retrovisor.

Ella lo miró de refilón, como solía hacer.

– ¿Mucho más? ¿Cuánto?

Pike levantó la mano con el pulgar y el índice separados como medio centímetro.

Ella le dio un cachete en la pierna y Pike separó los dedos todo lo que pudo.

– Mejor.

Karen deslizó la espalda por el respaldo del asiento único del Ford Ranger y se arrimó a él, ajena al coche o a los hombres que iban en él o a lo que pudiera pasar por culpa de aquel coche. Llevaba un vestido de tirantes de un amarillo vivo y sandalias, y el color resaltaba su piel dorada y su blanca sonrisa. Su negro cabello brillaba al sol de la mañana y olía a lavanda. Era una muchacha encantadora, lista y divertida, y a Pike le gustaba estar con ella.

Cuando tomó la salida de Stadium Way desde la vía rápida del Golden State, el coche dejó de seguirle, lo cual quería decir que sabían adonde iba y una de dos: o bien se contentaban con dejar de vigilarle, o bien tenían apostado a alguien al otro lado para que tomara el relevo.

Siguió Stadium Way por los cuidados jardines de Elysian Park hasta Academy Road, donde vio que ya había coches aparcando en la calle por encima de la puerta del estadio de los Dodgers, y acercó el Ranger a la acera.

– Muchos coches -comentó Karen-. ¿Cuánta gente va a venir?

– Supongo que quinientas o seiscientas personas.

Wozniak estaría, con su mujer y su hija. Pike se preguntó si los de Asuntos Internos tendrían a alguien vigilando.

Rodeó el Ranger por delante y abrió la puerta de Karen. Wilt Deedle, un inspector de Rampart que pesaba casi ciento cuarenta kilos, aparcó tras él y le saludó con una inclinación de cabeza. Pike le devolvió el saludo. En realidad no se conocían, pero se habían visto suficientes veces como para saludarse con un gesto. La mujer de Deedle y sus cuatro hijos estaban apretujados dentro del coche. Los padres y tres de los niños llevaban camisas hawaianas a juego. La cuarta, una adolescente, llevaba una camiseta negra y no parecía muy contenta de estar allí.

Las familias y las parejas bajaban de los coches y subían por un camino hasta el cañón. Pike tomó la mano de Karen y los siguieron.

– No es en absoluto lo que me esperaba. Casi parece un sitio turístico -señaló ella.

Pike hizo un amago de sonrisa, tanto por el asombro que veía en los ojos de la chica como por la idea de que la Academia de Policía de Los Ángeles pudiera considerarse un centro turístico.

– No es muy turístico cuando estás a casi cuarenta grados y tienes que correr por la pista de obstáculos. ¿No habías venido nunca?

– Sabía que estaba aquí, pero sólo había llegado hasta el estadio de los Dodgers. Es bonito.