Выбрать главу

– No tenemos que bajar andando hasta África, Daryl. No hay nadie.

Al oír su nombre, Joe reconoció al chico del macuto. Daryl Haines había dejado el instituto y trabajaba en la gasolinera Shell. Durante un tiempo había estado de dependiente en Pac-a-Sac, vendiendo tabaco y refrescos, pero le habían pillado sisando dinero de la caja y le habían despedido. Tenía dieciocho años, quizá más. Daryl había llenado una vez el depósito del Kingswood, pero el señor Pike había visto gasolina derramada por la chapa. Se había puesto hecho una furia y había montado un número. Desde entonces, cada vez que iba a la Shell se llenaba él mismo el depósito, y Daryl se acojonaba sólo de verle. Una vez había señalado al chico delante de Joe y había dicho: «Ese chaval es un mierda».

En el bosque, Joe oyó que Daryl decía:

– Tú tranquila, guapa, que sé adonde voy.

La chica volvió a reírse y sus ojitos alargados le dieron un aspecto peor aún, malvado.

– No voy a esperar todo el día para pasármelo bien, Daryl, sólo porque tú seas un gallina.

El que iba detrás imitó un cacareo, y el cigarrillo se le agitó entre los labios.

Daryl se detuvo de golpe y se dio la vuelta.

– ¿Quieres que te parta la cara, gilipollas?

El chaval se encogió de hombros.

– Yo no quería decir nada, tío.

– ¡Gilipollas!

Entonces la chica se puso a cacarear mirando al chaval del cigarrillo.

Daryl se dio por satisfecho con aquello y siguió avanzando por el camino.

Joe les dio un poco de ventaja y les siguió. Se movía con cuidado y despacio para esquivar las ramas, evitando pisar las hojas en la medida de lo posible y, cuando no había otra solución, metiendo la puntera bajo la capa más superficial y crujiente para poner el peso en la materia húmeda que había debajo. Pike pasaba tanto tiempo en el bosque que lo conocía muy bien, y sabía seguir con sigilo a los ciervos de Virginia que había por la zona. Se sentía a gusto formando parte de aquel lugar hasta el punto de ser invisible. Una vez su padre había salido tras él y le había perseguido por el bosque de detrás de la casa, pero Joe había sabido ocultarse y no lo había encontrado. Estar oculto era estar a salvo.

No fueron muy lejos.

Daryl les llevó arroyo arriba hasta un pequeño claro. Era un sitio en el que los jóvenes solían hacer fiestas y beber, y por el suelo había restos de hogueras y latas de cerveza.

– Bueno, muy bien. Sácalo de la bolsa y que empiece el espectáculo -pidió la chica.

El del cigarrillo dijo algo que Pike no llegó a entender y se rió como un dibujo animado idiota.

Daryl dejó el macuto en el suelo y sacó un gatito negro. Lo sostuvo por el pescuezo y las patas traseras, y le advirtió:

– Mejor que no me arañes, cabrón.

Pike se metió en el lecho del arroyo y avanzó por aquel terreno blando para acercarse más. El gato era adulto, pero pequeño, por lo que supuso que sería una hembra. Al lado de Daryl parecía aún más minúsculo, con los ojos amarillos bien abiertos por el miedo. Asustado por el viaje en la bolsa y por aquella gente, pero también por el bosque. A los gatos no les gustan los sitios desconocidos en los que algo puede hacerles daño. El gatito soltó un maullido agudo que a Joe le pareció triste. Sólo tenía una oreja, y Joe se preguntó cómo habría perdido la otra.

La chica destapó la lata, riéndose como si acabara de ganar un premio.

– Empapálo bien con esto, Daryl.

– Deberíamos haber traído gasolina -se quejó el del cigarrillo.

– ¡El aguarrás es mejor! -exclamó ella-. No tienes ni idea.

Lo dijo como si hubiera hecho aquello cien veces. Pike pensó que seguramente era así.

Por primera vez en dos horas, notó el frío. Iban a quemar a aquel animal, a prenderle fuego. A escuchar sus chillidos. A verlo retorcerse y estremecerse hasta morir.

– Trae la lata -ordenó Daryl-. Venga, corre, antes de que este cabrón me muerda.

Daryl aguantó el gato en el suelo tan lejos de sí como pudo, mientras el del cigarrillo agarraba la lata y vertía aguarrás por encima del animal. Al notar el líquido, el gato se encorvó e intentó escapar.

– Quiero encenderlo yo -pidió la chica. Le resplandecían los ojillos.

– Vale, pero no me jodas y no vayas a quemarme a mí -contestó Daryl.

El del cigarrillo hurgó en el bolsillo de la camisa y sacó cerillas de cocina. Se le cayeron casi todas. La chica recogió una e intentó encenderla en la cremallera de los vaqueros.

– ¡Date prisa, joder! -gritó Daryl-. ¡No puedo aguantar a este mamón todo el día!

Joe Pike observaba a aquellos dos chicos mayores que él y a la chica fea. El pecho se le agitaba como si todavía estuviera corriendo.

La primera cerilla se le rompió.

– ¡Mierda! -exclamó la chica.

Buscó otra, la frotó contra la cremallera y la encendió.

– ¡Vale! -gritó el del cigarrillo.

– ¡Date prisa! -la exhortó Daryl.

Joe agarró una rama caída en el barro. Medía aproximadamente un metro de largo y unos cinco centímetros de ancho. El chapoteo que produjo al sacarla del fango les hizo mirar. Entonces Joe salió del arroyo.

El del cigarrillo dio un respingo y casi tropezó consigo mismo.

– ¡Eh!

Se quedaron los tres mirándole, y de repente pasó el momento de sorpresa.

La chica se quemó los dedos con la cerilla y la soltó.

– ¡Coño, si es un crío!

– ¡Vete de aquí, carachuelo, antes de que te dé de hostias! -le amenazó Daryl.

El gato seguía retorciéndose. Joe captó el olor a aguarrás.

– Soltadlo.

– ¡Vete a la mierda, subnormal! -replicó la chica-. Ya verás cómo salta el bicho éste.

Se agachó a por otra cerilla.

Joe quería que se fueran. Sin más. Que soltaran al gato porque alguien les había visto. Dio un paso adelante.

– No quiero que queméis al gato.

Los ojos de Daryl se posaron en el palo y luego en Joe, y sonrió.

– Parece que alguien ya te ha partido la cara. ¿Quieres que te ponga morado el otro ojo, imbécil?

El del cigarrillo se rió.

Alrededor del ojo izquierdo de Joe quedaba un morado verdoso, en recuerdo de la paliza que le había propinado su padre hacía seis días. Pensó que aquellos chicos mayores que él podían pegarle también, pero luego se le ocurrió que le habían dado tantas palizas que una más no importaba demasiado. La idea le hizo gracia y le entraron ganas de reírse, de desternillarse, pero tan sólo arqueó ligeramente la comisura de los labios.