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Allí arriba en el acantilado, sobre el agua, había zonas de césped verde, carriles de bicicleta y palmeras imponentes. Un arbusto crujió a su derecha, y Joe supo que era una chica antes de verla.

– ¿Eres Matt?

Vacilaba, pero no parecía asustada. Tenía poco más de veinte años, quizá menos, el pelo corto teñido de blanco y unos ojos marrones y grandes que le miraban con expectación. De su hombro colgaba una mochila verde descolorida.

– ¿Eres Matt?

– No.

Parecía decepcionada pero estaba totalmente tranquila, como si ni siquiera se le hubiera ocurrido la posibilidad de estar asustada de un extraño en un lugar tan solitario.

– Ya me parecía que no. Soy Trudy.

– Joe.

Pike se giró hacia las luces del horizonte.

– Encantada, Joe. Yo también estoy huyendo.

Volvió a observarla brevemente, preguntándose por qué habría elegido aquella palabra, y miró de nuevo hacia los barcos.

Trudy se apoyó en la barandilla, intentado ver tras el borde del risco Palisades Beach Road. No parecía que fuera a marcharse. Pike pensó en seguir corriendo.

– ¿Eres real? -preguntó ella.

– No.

– Venga, en serio. Quiero saberlo.

Pike tendió la mano.

Trudy le tocó con un dedo y después le aferró la muñeca, como si no se fiara del primer contacto.

– Bueno, podrías haber sido una alucinación. A veces me imagino cosas, ¿sabes?

Pike no dijo nada, y entonces Trudy añadió:

– He cambiado de idea. Me parece que no estás huyendo, sino que corres hacia algo.

– ¿Es eso una alucinación, o algo que te has imaginado?

Ella le miró pensativa, como si tuviera que decidir qué era.

– Una observación.

– Mira.

En el extremo de la zona iluminada habían aparecido tres coyotes que habían subido por el acantilado desde abajo. Dos de ellos olisquearon los cubos de basura que había esparcidos por el parque, y el tercero cruzó al trote por Ocean Avenue y desapareció por un callejón. Parecían perros grises muy flacos. Carroñeros.

– Es increíble que pueda haber animales salvajes aquí, en la ciudad, ¿verdad?

– Los animales salvajes están por todas partes -contestó Pike.

Trudy sonrió.

– Vaya. Eso sí que es profundo.

Los dos coyotes notaron algo de repente y miraron hacia el norte, hacia los Palisades, un instante antes de que Pike oyera los aullidos de la manada, que viajaban en la brisa que procedía de las colinas. Calculó que debían de ser entre ocho y doce. Los dos del cubo de basura se miraron y levantaron el morro para oler el aire. «Están a salvo», se dijo Pike. Los demás estaban a unos cuatro kilómetros, en los cañones de los Palisades.

– Qué aullidos tan horribles -observó la chica.

– Quiere decir que tienen comida.

Trudy se recolocó la mochila.

– Se comen a los perros. Los alejan de sus casas, los rodean y los destrozan vivos.

– Tienen que vivir -contestó Pike, que sabía que todo aquello era verdad.

Los aullidos crecieron. Los dos coyotes del cubo de basura se quedaron inmóviles. La chica miró en dirección contraria a la del ruido.

– Ya tienen algo. Ahora mismo están matándolo.

Tenía la mirada ausente. Pike pensó que no parecía estar en otro plano y se preguntó si formaba parte de la manada o iba por cuenta propia.

– Lo van a despedazar, y a veces si uno de ellos acaba demasiado lleno de sangre, los demás lo confunden con la presa y lo matan también.

Pike asintió. La gente también podía ser así.

El coro de aullidos cesó abruptamente y la chica pareció despertar.

– No hablas mucho, ¿verdad?

– Tú hablabas por los dos.

– Sí, supongo que sí -dijo ella, y rió-. Espero no haberte desconcertado demasiado, Joe.

– Aún no -respondió Joe.

Una furgoneta giró por Wilshire, se acercó por Ocean Avenue y les bañó con la luz de los faros. Instantes después se detuvo en mitad de la calle, cerca de donde había cruzado el coyote.

– Debe de ser Matt -dijo Trudy-. Ha sido un placer, corredor.

Agarró la mochila y fue al trote hasta la furgoneta. Habló con alguien por la ventanilla del copiloto, se abrió la puerta y subió. La furgoneta no tenía matrícula ni tarjeta de concesionario, aunque resplandecía con el brillo característico de los vehículos recién comprados. Al cabo de pocos segundos había desaparecido.

– Adiós, corredora -se despidió Pike.

Miró hacia los cubos de basura, pero los coyotes se habían ido. Habían vuelto a las colinas. Animales salvajes perdidos en la oscuridad.

Se apoyó en la barandilla para estirar las pantorrillas y echó a correr hacia adentro, por Wilshire.

Corrió a oscuras, lejos de los coches y de la gente, disfrutando de la soledad.

* * *

– ¡Serán bobos! -exclamó Amanda Kimmel.

La señora Kimmel, una anciana de setenta y ocho años envuelta en una piel que la hacía asemejarse a una pasa de color claro y con una pierna izquierda en la que sentía un cosquilleo constante, como si subieran insectos por todas las depresiones que había entre las arrugas, observó a los dos inspectores, que salían a hurtadillas de la casa que estaban utilizando para espiar a Eugene Dersh y se alejaban. Agitó la cabeza, indignada.

– Esos dos idiotas cantan más que una verruga en el culo de un bebé, ¿verdad, Jack?

Jack no contestó.

– En Hawai 5-0 no durarían ni cinco minutos, te lo digo yo. Les mandarían de patitas al continente en menos que folla una rata.

Amanda Kimmel arrastró el pesado rifle M1 Garand hasta la tele y se acomodó en su butaca con reposapiés. Ya sólo se permitía la televisión como única luz, vivía como un topo en plena oscuridad para poder echar un ojo a todos los policías, periodistas y chalados que pululaban por fuera desde que se habían enterado de que su vecino, el señor Dersh, era un maníaco asesino. Qué mala suerte tener que vivir justo detrás de aquel hijo de puta.

– Esto es una mierda, ¿verdad, Jack?

Jack no contestó porque Amanda tenía el sonido bajado.

Todas las noches Amanda Kimmel veía su capítulo repetido de Hawai 5-0 en Nick-at-Nite, y creía que Jack Lord era el mejor agente de la historia, y Hawai 5-0 la mejor serie de policías que se había hecho jamás. Que las demás se quedaran a Chuck Norris y a Jirtimy Smits. Ella a su Jack Lord no le haría ascos.

Se reclinó, bebió un sano sorbo de whisky escocés y le dio unos golpecitos cariñosos al M1. Lo había llevado a casa su segundo marido después de luchar contra los japoneses hacía mil años y lo había metido debajo de la cama. ¿O había sido su primer marido? El M1 era como un poste de teléfonos y Amanda a duras penas podía levantarlo, pero con tantos extraños merodeando por fuera y con un maníaco asesino de vecino había que estar protegida.

– ¿O no, Jack?

Jack sonrió, y ella se quedó convencida de que estaba de acuerdo.

Los primeros días habían invadido el barrio hordas de gente, coches llenos de mirones y de idiotas que se quedaban con la boca abierta, cretinos que querían sacarse una foto delante de la casa de Dersh (había gente muy patética), periodistas con cámaras y micrófonos, haciendo un ruido de mil demonios sin importarles un pito si molestaban a alguien. Incluso había pillado a uno, aquel hombrecillo tan horrible del Canal 2, pisoteándole las rosas mientras intentaba meterse en el jardín de Dersh. Le había puesto de vuelta y media, pero él había seguido como si tal cosa, así que ni corta y perezosa había encendido el riego por aspersión y el muy hijo de puta había quedado empapado hasta los huesos.

Tras los primeros días había disminuido la avalancha de periodistas y curiosos, porque la policía ya lo había registrado todo y los de las televisiones no tenían gran cosa que grabar. Los policías prácticamente se quedaban todo el día en la calle delante de la casa de Dersh y se iban cuando se marchaba él y regresaban cuando volvía, menos los que se dedicaban a dar vueltas por la casa vacía que había al lado en turnos de cuatro horas. Amanda sospechaba que los periodistas no sabían nada de los policías de esa casa, lo cual le parecía muy bien, porque ellos solos ya hacían un ruido infernal y la despertaban cada vez que había cambio de turno, porque ella tenía el sueño muy ligero por lo de la pierna.