Durante los primeros días de nuestro viaje, Reynolds escuchó nuestras preguntas sin dar respuestas. Se limitó a emitir gruñidos, encogerse de hombros o sacudir la cabeza. Cuando llevábamos ya una semana o más de camino, empezó a dar muestras de que su reserva era, para él, el colmo de la paciencia y las maneras. En una ocasión en que le pregunté sobre los medios para transportar mercancías, miró a Andrew y le espetó:
– Y esta zorra, ¿no se calla nunca?
Andrew, que caminaba a mi lado, a pocos pasos del caballo de Reynolds, irguió los hombros cuanto pudo.
– Señor -le dijo-. Desmonte y repítame eso a la cara.
Phineas, el chico, se alejó, pero Hendry soltó una risilla aguda que, asombrosamente, parecía el ladrido de un perrito.
– No me desafíe, Maycott -dijo Reynolds-. Usted vivirá y morirá a mi antojo, así que mantenga la boca cerrada. Y esto va por partida doble para esa mujer de usted. Es bonita, sí, pero, por Dios, ¿no cierra nunca el pico?
– ¡Señor! -gritó mi marido con su voz más autoritaria. Yo no dudaba de que, durante la guerra, ese tono habría hecho detenerse incluso al oficial de mayor rango, pero aquí no significaba nada. Mientras gritaba, Hendry pasó cabalgando a su lado y le dio una fuerte patada en la espalda, justo debajo del cuello. Andrew se precipitó hacia delante y cayó al suelo.
Hendry soltó otro estallido de aquella risa aguda, un caballo relinchó y luego se hizo el silencio. Los caballos se habían detenido, las mulas estaban quietas y los colonos se arremolinaron en torno a nosotros. Me arrodillé al lado de Andrew para asegurarme de que no estaba herido y a mi alrededor solo oí el interminable canto de los pájaros. En otro momento se me habría antojado melódico pero, de repente, se había tornado cacofónico, la música inquietante del caos, la orquesta del infierno. Andrew alzó los ojos y me miró. La mejilla le sangraba por un corte que tenía dos dedos debajo del ojo izquierdo, pero era un rasguño superficial y se le curaría enseguida. La herida que había recibido en su orgullo era otro asunto. Lo miré a los ojos y sacudí la cabeza. El honor demandaba que no dejase pasar la afrenta, pero yo le exigí que sí. No podía derrotar a aquellos hombres y, en el caso de que lo hiciera, ¿qué?
Nos quedaba un mes o más de duro viaje. El orgullo y la reputación eran lujos que ya no nos podíamos permitir.
– Escúcheme -gritó Reynolds. Levantó el rifle hacia el cielo, sujetándolo por el cañón como si fuera un cruel general arengando a sus bárbaras tropas. En su ira, la cicatriz que le cruzaba el ojo se había vuelto rosa como el interior de una fresa-. Ya no están en el Este. Han dejado atrás la tierra de los buenos modales y de la justicia. Aquí, la única ley que existe es la fuerza y, mientras viajen en este grupo, esa ley es mía. Si yo quiero llamar furcia a esta mujer, furcia será mientras yo lo diga.
Quitó el seguro de la llave de chispa de su rifle y apuntó a Andrew. Luego, se volvió y apuntó a uno de los colonos franceses.
– No me importa quién de ustedes viva o muera -dijo-. No es asunto mío. Mataré a uno de estos franceses para dejar clara mi postura, a menos que usted -miró a Andrew- se ponga en pie y empiece a caminar y no vuelva a mirarme en los próximos días. Hasta que lleguemos a Pittsburgh. Así que, arriba, y no vuelva a abrir el pico.
¿Cómo podía un hombre soportar tamaña humillación? Creí imposible que Andrew fuese a tragarse el orgullo y la rabia para salvarse él mismo, pero lo hizo para salvar al desconocido. Se levantó y, con la mirada al frente, echó a andar. Cuando lo hizo, toda la comitiva se puso en marcha. Le pasé el brazo por el hombro pero él no reaccionó. No creo que hubiese podido articular una palabra.
Reynolds puso de nuevo el seguro en el rifle y lo bajó. Hendry cabalgó a nuestro lado, riéndose en voz baja como si recordara un chiste de un pasado lejano. Por fin, se rascó el sarpullido de debajo de la barba y dijo:
– La próxima vez que se desmadre, Maycott, lo lamentará. A Reynolds quizá le guste matar franceses, pero yo creo que preferiré joderme a su mujer.
No esperó respuesta sino que siguió adelante, dejándonos sumidos en el silencio y viendo cómo Phineas miraba furioso a Hendry durante el resto de la jornada.
Por lo menos, temamos buen tiempo. Hicimos el camino con el primer estallido de la primavera y el sol, coronado por unas inofensivas nubes algodonosas, calentaba pero no abrasaba. Por la noche, el frescor resultaba más vivificante que incómodo y no había demasiados mosquitos. A veces llovía, pero un poco de agua no nos hacía ningún daño y nunca se prolongaba lo suficiente para que las carreteras, que ya eran muy malas, quedaran intransitables.
Mucho más inquietante era la disposición de nuestros guías, que empuñaban siempre el rifle, manteniéndolo tieso y a punto como los músculos de una bestia agazapada y dispuesta a saltar. Constantemente, reconocían el lindero del bosque por si había algún peligro, pero no explicaban nunca qué forma cobraría este. ¿Osos, panteras, indios? Uno de los franceses intentó preguntárselo a Hendry, pero este le dijo que cerrara aquella boca de franchute.
Un día seguía al otro con tediosa monotonía y, aunque el recuerdo del conflicto de Andrew con los guías no se había borrado, la herida se hizo menos pungente. De vez en cuando, Reynolds o Hendry le dirigía algún comentario trivial a mi marido, quizá para que creyera que todo había quedado olvidado.
Cuando llevábamos tres semanas de viaje, una tarde, empezamos a preparar el campamento para pasar la noche en un claro lleno de hierba. Nos sentamos, acurrucados junto a una pequeña hoguera que danzaba bajo la fuerte brisa, y comimos lo que los guías habían cazado durante todo el día -un guiso de liebre, ardilla y pichón- y unas gachas hechas con harina de maíz. Rara vez conversábamos con los otros colonos; de igual modo, Andrew y yo, que tan a menudo nos pasábamos días y noches en tranquila charla, ahora nos hablábamos con menos frecuencia cada vez.
Mientras comía, levanté la mirada y vi que de entre los árboles salían una mujer india y una niña. Los guías empuñaron las armas y creí que Hendry las iba a matar, pero Reynolds se lo impidió.
– No seas idiota -le dijo, mostrando los dientes como un animal y Hendry bajó el arma, esbozó una sonrisa casi desdentada y escupió tabaco en el suelo, cerca de un francés, su mujer y el hijo de ambos.
Las dos indias se acercaron con cautela. La adulta cojeaba y llevaba un harapiento vestido de pieles de animales que quizá hubiera sido bonito, pero que en esos momentos estaba manchado y andrajoso y, como descubrimos al acercarnos, apestaba. La niña, que no tendría más de diez u once años, llevaba una camisa de algodón que debía de haber sido blanca, pero que entonces tenía el mismo color que todas las cosas sucias. Había sufrido quemaduras y le faltaba toda la ceja derecha. En su lugar tenía solo una horrible costura roja.
Quizá la mujer hubiese sido una india regia, pero las circunstancias la habían degradado. Tenía la cara sucia, manchada de barro, y la expresión endurecida debido, no me cupo ninguna duda, a la violencia sufrida, ya que tenía el labio inferior partido como si le hubieran dado un puñetazo. No se necesitaba mucha imaginación para ver que aquellas pobres vagabundas habían viajado a través del caos y tal vez lo llevaban a su estela. Andrew debió de pensar lo mismo porque me tomó la mano y me la apretó con fuerza.
Cuando las indias se encontraban a unos diez pasos del campamento, la mujer se llevó la mano a la boca, haciendo una seña que indicaba comer. Me fijé en que había perdido varias uñas y que le sangraba el pulgar por un corte.