Avanzamos penosamente por las enfangadas calles de Pittsburgh observando en atónito silencio las destartaladas casas, más tiznados de hollín a cada paso que dábamos. Sabíamos que aquel iba a ser, a partir de entonces, nuestro sueño. Aquella sucia y fangosa cuadrícula de toscas cabañas llegaría a parecemos, cuando las semanas se volvieran meses y los meses, años, una gloriosa metrópoli. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar para que aquella decrepitud se nos antojara comparable al esplendor de Nueva York? ¿Cuánto tiempo, hasta que nos durmiéramos imaginando lo que haríamos cuando llegáramos a aquella ciudad maravillosa?
Duer dispuso que nos alojáramos por separado con distintos habitantes de la ciudad para pasar la noche. Por la mañana, nos llevarían a nuestras parcelas. A Andrew y a mí nos dieron un espacio en el suelo -que no era más que tierra apisonada- de una deplorable cabaña, un poco más grande que las demás pero repleta, fría y maloliente como una curtiduría. Compartimos aquel espacio, que se me antojó algo mejor que la tienda de campaña de un explorador, con una pareja y sus tres hijos y, además, con dos cerdos que entraban y salían de la casa a su antojo. Tenía una sola habitación, aunque en ella había una cama para los adultos y otra para los chicos, y los escasos muebles eran piezas toscas, hechas de barriles y embalajes y troncos cortados. Aquella noche, la cena consistió en un estofado de maíz indio y patatas, acompañado de la carne correosa de la vieja vaca lechera que acababan de matar. Solo tiempo después supe que nuestros anfitriones eran una de las familias más importantes del lugar.
La cena no se sirvió con agua, vino o té, sino con licor, una suerte de ron occidental del que yo no había oído nunca hablar. El marido, la mujer e incluso los niños lo bebieron como si fuera un dulce néctar, pero yo apenas conseguí tragármelo. Me supo a veneno ardiendo en llamas pero Andrew, disfrutando tal vez con la distracción de algo nuevo y que no resultaba amenazante, lo paladeó como si fuera un costoso vino rosado.
– ¿Cómo está hecho? -preguntó-. ¿Con qué variedades? ¿Cuánto tiempo ha envejecido?
– ¿Envejecido? -se extrañó nuestro anfitrión.
– Sí -dijo Andrew, que tenía algunos conocimientos, adquiridos en su juventud, acerca de cómo se hacía el vino-. ¿Tiene que envejecer como el vino o no?
– Esto envejece desde que lo ponemos en la jarra hasta que lo bebemos. En realidad, no le da tiempo a envejecer. Por aquí, no tenemos dinero, ¿sabe? ¿De dónde iba a venir? No hay carreteras que lleven al Este y los malditos españoles no nos dejan utilizar el río. Si quiere comprar algo, lo compra con whisky. Quiere vender algo, le dan whisky a cambio. Este es nuestro dinero, amigo, y nadie se toma la molestia de convertir dinero en otro dinero más bonito. No se gana nada con ello.
Sin embargo, sí que podía ganarse algo. Andrew lo vio de pronto; todavía no del todo claro, pero creo que ya en aquel momento cobró forma en su cabeza una idea. Ahora sabía cómo hacían negocios los habitantes del lugar y se le ocurría que existían oportunidades para un hombre dispuesto a actuar de un modo algo distinto. No había fabricado whisky en su vida, ni había pensado nunca en hacerlo. Sin embargo, ya vislumbraba la empresa que pondría en marcha y que haría conocido su nombre en la vecindad de los cuatro condados.
Capítulo 7
Ethan Saunders
Se hizo de noche y Cherry Street se llenó de gente mediocre, vestida con ropa mediocre, que se dirigía a sus mediocres ocupaciones charlando e intercambiando sus más que mediocres opiniones. Caminaban con una precisión obsesiva, evitando el barro, la porquería, los montones de nieve, las pilas de estiércol y los grupos de animales -pollos, vacas, cabras, cerdos- que eran conducidos de acá para allá por unos cuidadores enfurruñados que blandían sus varas. Haciendo caso omiso de la negrura de las chimeneas que se cernían sobre ellos, escupiendo hollín, los apresurados transeúntes se abrían paso a empellones y chocaban unos con otros, de regreso a casa para llegar a la cena, enfrascados en unas conversaciones tan cotidianas que yo apenas los entendía. ¿Cuándo arreglaré este cojín? ¿Qué le ha parecido esa pieza de jamón? No, la otra. ¿Ha tenido un momento para hablar con Harry sobre esa partida de bacalao salado?
No condeno a esas criaturas por llevar unas vidas insignificantes y por discutir los asuntos que la componen, pero su pequeñez me entristeció. Sí, yo había caído en desgracia, pero ¿y qué? ¿No había vivido a tope? En una vida tan plena no caben las preocupaciones insignificantes y triviales de la vida doméstica. Aquel era el paliativo que aplicaba cuando pensaba en cómo el destino me había robado a Cynthia tantos años atrás. A la sazón, yo ya sabía que con ella no tendría nunca conversaciones sobre cojines y bacalao salado. Los hombres que habían vivido como yo, con polvo, sangre y muerte, no estaban hechos para las comodidades de la paz hogareña.
Mezclado con el aire cargado de hollín, se captaba el aroma de los fuegos de los hogares, de las sopas y de las carnes asadas, y recordé que no había comido nada desde el desayuno. Aquella zona, en la intersección de Cherry con la Tercera, cerca del lugar donde se ubicaba la casa de culto judía, era donde Lavien me había dicho que se había instalado, conque fui a buscarlo. Vi a una bonita judía y pensé que, si me hubiese encontrado en mejores condiciones, le habría preguntado a ella; sin embargo, andrajoso como estaba, sucio y apaleado y cubierto con un triste sombrero robado, temí asustarla. En cambio, encontré a un vendedor ambulante israelí que empujaba su carro de panecillos y le pregunté si conocía a un hombre llamado Lavien. Me indicó una casa con una chillona puerta roja en un callejón, a media manzana de distancia, y añadió, con un marcado acento extranjero, que tal vez lo encontraría allí.
Llamé a la puerta de la estrecha casa de dos pisos y enseguida apareció una criada. Era anciana y fea, y despedía ese olor inconfundible y desagradable de los viejos; sin embargo, la mujer se creyó con derecho a juzgarme a mí.
– Vete -dijo, con un gesto despectivo de la mano-. No tenemos nada para ti.
– ¿Cómo sabe que no tienen nada para mí si no sabe quién soy? -le pregunté.
– Vete con tu cháchara a otro lado. Hoy ya hemos dado limosna a suficientes mendigos.
De repente, apareció una mujer detrás de ella y fue como el sol naciente en un cielo negro. Era una hebrea muy bonita, con una cara ancha y redonda, los ojos grandes y negros, y las cejas arqueadas.
– Disculpe, señora -dije, dirigiéndome a aquella criatura nueva e infinitamente más agradable-, pero soy un conocido del señor Lavien y me gustaría hablar con él.
– Es un mendigo, señora -dijo la criada-, y un borracho, fíjese en cómo huele.
He aquí, pensé yo, una mujer con la que, obviamente, nadie había querido casarse. Era perfectamente comprensible que ningún ser humano hubiese pedido nunca su mano ajada y mezquina. Aquella vieja papanatas me había tratado de una manera indigna. ¡Qué vergüenza!
En cambio, la señora demostró que era mucho más sagaz.
– No es un mendigo -replicó, y luego, volviéndose hacia mí, añadió-: ¿Conoce usted a mi marido?
– Sí, señora; le ruego que disculpe mi apariencia, pero las cosas se me han complicado desde hace unas horas y su esposo conoce, en parte, lo que ha ocurrido.
– Déjalo pasar -le dijo a la criada-. Iré a buscar al señor Lavien.
La casa era estrecha -como tantos edificios de la ciudad, porque las casas de Filadelfia pagaban impuestos según su anchura-, pero bastante profunda. La sirvienta me llevó por un vestíbulo bien amueblado, con una hermosa alfombra y varios retratos de buena factura, hasta un salón muy lleno de libros para tratarse de una casa tan modesta. Me senté en una silla con el respaldo algo bajo, pero bien acolchada, y la mujer me dejó allí sin ofrecerme ningún refrigerio, lo que se me antojó una descortesía.