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Allí, a menos de cinco pasos de nuestra pequeña trifulca, se recortaba la silueta enorme de un hombre, difuminada en la oscuridad tras las cortinas de lluvia. Estaba plantado encima del soporte roto de un barril, envuelto en una capa que se agitaba al frío viento y debajo de la cual tenía los brazos levantados como si empuñaran un par de pistolas, protegidas de la lluvia.

Yo reconocí la voz, pero Dorland, no; de igual modo, solo yo sabía que aquel hombre no podía ocultar debajo de la ropa ninguna pistola de verdad.

– Esta es una cuestión de honor y no le incumbe, señor -replicó Dorland.

– Si fuera una cuestión de honor, como dice, se habrían citado al lado del Schuylkill al amanecer -dijo mi defensor-. Aquí solo veo a cuatro hombres que se disponen a matar a un quinto y no veo el menor honor en ello.

Dorland resopló y se protegió los ojos de la lluvia.

– ¿Cuánto me costará librarme de usted? -preguntó al desconocido.

El pobre Dorland, convencido de que su dinero podía con todo, no sabía juzgar a un enemigo en absoluto, medir su valor y sus medios. No; Dorland era producto de la nueva nación de Hamilton, que se levantaba a la sombra del Banco de Estados Unidos, y su aire desafiante procedía de la riqueza, de la absoluta seguridad de que esta lo hacía superior a cualquier bala de plomo, a toda proeza marcial. El individuo que aparentaba empuñar las armas bajo la lluvia torrencial no era, para él, más que un objeto que podía comprarse y venderse. Como su esposa, pensé yo. ¿Cómo se llamaba? Sally, Susan, o algo parecido. Una mujer encantadora. Con los labios rojísimos.

De repente, las nubes se rompieron, la lluvia amainó y salió una luna llena que bañó con su luz toda la escena, incluido a mi rescatador, que nos sacaba la cabeza a todos los demás, imponente y diabólico.

– Pero ¡si es un hombre solo! ¡Y no es más que un negro! -exclamó uno de los amigos de Dorland.

– Me perdonaréis -interrumpí yo-, pero en realidad somos dos.

La rectificación tal vez habría impuesto más respeto a mis adversarios de no haberla hecho mientras vomitaba en mis propios zapatos.

– Cuente como quiera, pues -dijo Dorland-. En cualquier caso, los superamos en número. Somos cuatro contra dos.

– ¿Está seguro? -intervino Leónidas en tono muy socarrón.

– ¿Qué demonios dice?

– Digo que me mire cuando hablo. Sí, aquí; eso es. ¿Qué, un negro no merece su atención? Digo que ha contado mal. -Yo no alcanzaba a verle el rostro a Leónidas, pero conocía su tono de voz. Hablaba despacio, atrayendo la atención de Dorland con un propósito. Había sucedido algo-. Somos tres contra usted solo.

No había sido así un momento antes y, sin embargo, por imposible que pareciese, lo era ahora. Yo no había visto llegar al tercer hombre, ni me había percatado de lo que hacía (por supuesto, la lluvia caía con fuerza y yo estaba aturdido del dolor, de la sangre que me subía a la cabeza y de vomitar) y, si no hubiera llegado a conocerlo más adelante, a ver de lo que era capaz, si solo lo hubiera conocido por aquel único lance, habría creído que se trataba de un espíritu, de un fantasma infernal al que no ataban leyes humanas. No estaba y, de pronto, lo descubrí plantado a mi lado. Pero había más: los tres compañeros de Dorland se hallaban ahora en el suelo.

Uno se revolcaba en el fango, agarrándose la entrepierna. Otro se llevaba la mano al cuello. El tercero yacía de espaldas, con los ojos abiertos y la bota del desconocido pisándole el pecho. El hombre empuñaba una daga fina, de hoja no muy larga, pero no dudé un instante de que en sus manos era un arma mortífera.

Contemplé al individuo, que permanecía inmóvil con sus anchos hombros en un gesto de estar preparado, como un resorte a punto de saltar. Era un hombre de constitución ligera y bien proporcionado, pero algo corto de estatura y, más extraño que eso, lucía barba. A la escasa luz del callejón no podía estar seguro, pero me pareció que tenía la piel atezada, como la de un pescador de la India.

Tan desconcertado como yo, Dorland sacudió la cabeza ante el panorama. Soltó la bayoneta y retrocedió, enseñando las manos para demostrar que no habría más jugarretas por su parte.

– ¡Suéltalo! -dijo, viendo a su amigo retorcerse bajo la bota del recién aparecido.

Sin embargo, ya no estaba en posición de negociar. Sin retirar el pie del pecho del caído, el desconocido había alargado el brazo, lo había agarrado por el cuello y lo atraía hacia sí como una rana atrapa un insecto con la lengua. En un instante, lo inmovilizó contra la pared con el codo izquierdo mientras, con la mano zurda, le agarraba la diestra. La del desconocido blandió la daga y aplicó el filo de la hoja contra el pulgar de Dorland.

– Sentirás una punzada caliente -masculló-, y después un dolor agudísimo.

Yo no conocía en absoluto a aquel hombre, pero había actuado con tal eficacia y rapidez que no pude sino suponer que se proponía en serio cortarle el pulgar a Dorland y eso no podía permitirlo. Sí, Dorland era un estúpido y sí, había considerado apropiado matarme, pero no era, ni mucho menos, el primero al que se le ocurría tal cosa. Y yo le había hecho daño, realmente. Lo había injuriado y luego me había negado a enfrentarme con él en duelo. Que perdiese el pulgar en un callejón de Helltown me parecía más de lo que se merecía o, por lo menos, más de lo que yo deseaba cargar en mi conciencia.

– Será mejor que lo deje marcharse -dije al barbudo.

– No lo creo -respondió este-. Es probable que regrese para intentarlo otra vez.

– Debo insistir en que lo suelte -repliqué, esta vez con más firmeza-. Ya que ha venido en mi rescate, querría pensar que tengo algo que decir al respecto.

El barbudo apartó de un empujón a Dorland, quien retrocedió trastabillando, pero no cayó.

Tal vez fue la oscuridad, pero el rostro del desconocido me pareció frío, casi espantosamente inexpresivo. Ni antes había estado sediento de sangre, ni ahora se mostraba decepcionado. Había considerado que el mejor proceder era mutilar a Dorland y lo habría hecho si yo no hubiera insistido en lo contrario. Ahora, con Dorland ya lejos, retiró el pie del pecho de su amigo y se apartó unos pasos de sus víctimas, que no parecían estar tan malheridas como para no ponerse en pie con esfuerzo. Aquellos eran caballeros petimetres sin agallas para una pelea callejera bajo la lluvia y en el fango. La breve experiencia de violencia y dolor les había resultado suficiente.

– Se acabó -dije-. Lárguense de aquí.

Dorland me dirigió la mirada.

– No dé por terminado nuestro asunto, Saunders -dijo, dispuesto, por lo visto, a darle la razón al desconocido.

– ¿Este encuentro no le parece decisivo? -repliqué y me puse a vomitar una vez más.

– Es usted repulsivo.

Me limpié los labios con el revés de la mano.

– Pues es sabido que las mujeres me encuentran encantador.

Dorland dio un paso hacia mí pero uno de sus amigos, el que había recibido el golpe en el cuello, lo detuvo. Dorland recogió la bayoneta caída y escapó rápidamente con sus compañeros.

Leónidas saltó de su pedestal, levantando una rociada de barro frío al caer, y me rodeó los hombros con el brazo, pues se dio cuenta de que me mantenía en pie con gran dificultad.

– Vamos a secarlo y hacerlo entrar en calor -me dijo-. Luego, le presentaré a este caballero y tendremos una buena charla los tres.

La frialdad del desconocido me irritaba, pero sabía reconocer a un buen luchador cuando lo tenía delante y le debía un agradecimiento.

– Estoy en deuda con usted -le dije.

El hombre sonrió -fue el primer signo que observaba de que tenía algo parecido a un sentimiento humano- y la suya fue una sonrisa ancha, abierta, agradable, pero también extrañamente falsa. No parecía insincera, exactamente, sino que más bien tenía el aire de ser una reacción tardía, algo que debía acordarse de hacer cuando se relacionaba con seres humanos de una manera que no implicaba violencia.