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– Entonces, saldrá usted ganando al tenernos a los dos.

De repente, me di cuenta de que ya no estaba actuando. Ya no fingía mi atrevimiento, sino que este era real. Y me gustaba. Puse los brazos en jarras.

– Señor Maycott, no tengo ningún interés en mantener una conversación formal con su hermana. Deseo hablar con usted y lamento ver que tiene miedo de pasear con una mujer joven.

– No hago sino tomar en consideración sus intereses, aunque usted no lo haga -dijo él, sorprendido y divertido-. Quizá no se le haya ocurrido pensar en lo inapropiado de su propuesta.

– Yo creo, señor, en decidir yo misma lo que es apropiado o no. Si no viene conmigo, le diré a todo el mundo que lo ha hecho, así que no gana nada haciéndose el remiso.

Él se echó a reír y en sus ojos azules se reflejó el cielo.

– Me ha derrotado usted por completo. Demos, pues, un corto paseo por la carretera.

– Yo preferiría más intimidad. El bosque…

– Y yo -replicó él, levantando el bastón- preferiría que camináramos por un suelo bien compactado.

No pude discutirle este requisito, por lo que acepté feliz, muy feliz, caminar un rato con aquel hombre tan guapo, al que, debo pensar, mi conducta había encantado y no escandalizado. Echamos a andar y el señor Maycott empezó a comentar que hacía un tiempo espléndido y que aún no terminaba de dar crédito a que estuviera a salvo del terror y el tedio de la guerra. Luego, sintiéndose tal vez incómodo con su propia seriedad, cambió a temas más agradables y habló de lo bien que sentaba estar de vuelta en casa y del sencillo placer de vivir en la tierra de la familia y, añadió, reanudar viejas relaciones.

Por supuesto, todo aquello me resultó muy interesante y me agradó escucharlo. En particular, me encantó oírle hablar de sus sentimientos. Era más abierto y directo en esto que ningún hombre que hubiera conocido. Y, con todo, yo estaba impaciente. Quería hablar de él y de mí, de aquel momento, de lo que yo había hecho para que fuese posible. Finalmente, dije:

– No parece escandalizado de que me haya dirigido a usted como lo he hecho.

– ¿Preferiría usted que lo estuviera? -preguntó él.

– No, claro que no. Solo estoy sorprendida. Complacida, desde luego, pero sorprendida.

– Ha habido una revolución -dijo Andrew-. Un rey ha sido reemplazado por el pueblo. No puede sorprender a nadie que se produzcan otros cambios.

Me miró, sereno y relajado y, sin embargo, tenía la mirada distante mientras consideraba lo que implicaban sus propias palabras. Más adelante, llegaría a ver aquel como el momento en que me enamoré de él. Era una gloria tal contemplarlo, tan fuerte y bien formado y elegante y, a pesar de todo, reflexivo… Me tomó en serio y escuchó mis palabras con toda la consideración que yo podía desear. Sentí que nadie hasta entonces me había escuchado con verdadera atención.

Busqué las palabras adecuadas.

– Señor, ando falta de un encuentro sentimental. Lo vi a usted en la ciudad y pensé que me halagaría mucho que empezara a cortejarme.

Hasta aquel momento, Andrew parecía a prueba de escándalos, pero lo que acababa de oír lo puso al borde del pasmo.

– ¡Señorita Claybrook…!

– Dada nuestra nueva familiaridad, sería mejor que me llamara Joan.

– Señorita Claybrook -repitió-, si no supiera que no es así, pensaría que acaba de llegar de alguna isla remota, o de ser liberada de la cautividad entre los indios. Si no fuese un hombre de honor, estaría usted poniéndose en grave peligro.

– Entonces, confío en que sea usted ese hombre de honor. No sugiero nada indebido, Andrew. Los hombres cortejan a las mujeres constantemente y es una conducta perfectamente aceptable. Es posible que, una vez pasemos un tiempo juntos, descubramos que no nos gustamos bastante, en cuyo caso todo quedará ahí. Solo propongo que lo averigüemos.

– Pero las cosas no se hacen así. Usted es una muchacha despierta y lo sabe.

– ¿Qué ha sido de la Revolución? -pregunté.

El se echó a reír.

– Me parece que me ha pillado.

– Oh, de eso no cabe duda, pero estoy segura de que tendrá su venganza, Andrew.

– Es usted muy amable -dijo él, con una reverencia.

– Solo lo necesario. -En aquel momento, estaba siendo completamente espontánea. El y yo estábamos cómodos y su belleza dejó de asustarme. Me encantaba y me emocionaba, pero empezaba a sentirme cómoda en su presencia-. La verdad, Andrew, es que espero escribir algún día una novela y pensé que mostrarme atrevida con usted podía proporcionarme una experiencia interesante.

El me dedicó una caída de ojos, como un gato soñoliento.

– ¿Me habla de este modo para utilizar nuestra conversación en una novela? ¿En realidad no quiere que la corteje?

– ¡Oh, claro que sí! -respondí-. Pero mostrarme tan directa ha sido, lo reconozco, una especie de experimento, pues necesito ciertas experiencias. He tenido demasiado pocas. Vamos, no se enfade, se lo ruego. No debería haberle hablado así, si no le gusta.

– Pero ¿qué clase de novela?

No era la pregunta que esperaba y me complació.

– La que más me gusta es Amelia, del señor Fielding.

– Sí, es buena -dijo.

– ¿Lo ve? Ya somos compatibles. No solo lee usted novelas, algo que me han contado que no hace la mayoría de los hombres, o al menos no lo reconoce, sino que tiene buen gusto en sus lecturas. ¿Y no le parece que cortejarme sería buena idea?

– Señorita Claybrook, no creo que nadie pudiese alegar nada que lograra disuadirme de intentarlo…

Con esto, echó a andar de nuevo por la carretera, apoyando el bastón en el suelo más gallardamente que antes.

Pasamos unos momentos en cómodo silencio y, al fin, dijo:

– ¿Sería tan amable de contarme más acerca de su novela?

Qué propio de él, pensé, aunque apenas lo conocía y no tenía bases para decir qué era propio o impropio de él, ir tan deprisa al meollo de las cosas.

– Ahí está la dificultad, precisamente. No tengo idea de sobre qué escribir.

Andrew se echó a reír.

Tal vez fue una reacción infantil, pero me sentí herida.

– ¿Mis dificultades le parecen divertidas? -le recriminé.

– En absoluto -dijo él-. Es solo que me encanta la forma deliciosa en que frunce el entrecejo cuando se debate con ellas. Pero explíqueme, se lo ruego, por qué tiene tantos problemas para contar su historia.

Mientras estaba estudiando su rostro, recreándome en su hermosura, no se me había ocurrido que él fuese a observarme del mismo modo y, al darme cuenta, me ruboricé.

– Si tengo que escribir una novela, quiero que sea una novela americana, no una mera imitación de lo que se hace en Inglaterra. No quiero trasladar a Tom Jones o a Clarissa Harlowe a Nueva York y ponerlos a correr aventuras entre indios y tramperos. El libro tiene que ser norteamericano en su esencia, ¿no le parece?

Andrew volvió a detenerse y me miró.

– Es usted una mujer lista y, si me permite decirlo, una verdadera revolucionaria. Creo que, si hubiera ocupado un escaño en el Congreso Continental, la guerra habría terminado hace tres años.

– Usted se burla de mí -le dije.

Él me miró directamente a los ojos para que viese que era sincero.

– No hago tal cosa, se lo prometo. Usted, aislada en su granja, ha entendido más de la Revolución y del nuevo país que la mitad de nuestros políticos y generales. No podemos hacer las cosas a la antigua, sino que debemos hacerlas a nuestra manera, la nueva. Aun así, para ser sincero, no estoy del todo seguro de qué aire debería tener una novela norteamericana.

– Las novelas inglesas tratan casi siempre de la propiedad de las tierras -le expliqué-. Haciendas heredadas milagrosamente, o robadas de forma diabólica. Hay matrimonios, por supuesto, pero estas uniones, pese a todas las protestas de afecto, se basan siempre en cuestiones de tierras y fincas, de posesiones y rentas, y no en el amor, desde luego que no. Yo no quiero escribir una novela sobre propiedades. Aquí, en América, abundan las tierras, por lo que resultan baratas. No sucede como en Inglaterra, donde son escasas y preciadas y difíciles de conservar.