Выбрать главу

—Peor que eso —repuso Hardcastle secamente—. ¿Expuso la señora Pebmarsh, o la persona que fuese, alguna razón para justificar sus preferencias por Sheila Webb?

La señorita Martindale reflexionó un segundo.

—Creo recordar que alegó que la joven había trabajado ya en una ocasión anterior para ella.

—¿Y era cierto eso?

—Sheila dijo que no recordaba haber hecho nada con destino a la señorita Pebmarsh. Sin embargo, inspector, no hay que tomar sus palabras al pie de la letra. Las chicas visitan puntos muy diferentes y variados de la ciudad y es imposible que se acuerden de si han estado o no en un sitio u otro al cabo de unos meses. Sheila no estaba muy segura… Simplemente: no recordaba haber visitado el domicilio de esa cliente. Bueno, pero aun suponiendo que hubo aquí una suplantación no acierto a ver, inspector, qué puede motivar en este asunto su interés.

—Iba a ocuparme precisamente de eso. Cuando la señorita Webb llegó al número diecinueve de Wilbraham Crescent entró en la casa y luego en el cuarto de estar. La joven me dijo que ésas eran las instrucciones que le habían dado. ¿Está usted de acuerdo?

—De acuerdo por completo —contestó la señorita Martindale—. Nuestra cliente manifestó que podía ser que llegara a la casa con algún retraso. Sheila, de no ser atendida por nadie, debería entrar en la vivienda y aguardar allí a la dueña.

—Cuando la señorita Webb penetró en el cuarto de estar —prosiguió diciendo Hardcastle—, encontró el cadáver de un hombre tendido en el suelo.

La señorita Martindale contempló absorta al inspector. Por unos segundos no acertó a pronunciar una palabra.

—¿Un cadáver, ha dicho usted?

—El cadáver de un hombre que había muerto asesinado. Precisaré más: el hombre en cuestión murió apuñalado.

—¡Oh, Dios mío! ¡Qué impresión tan terrible debió experimentar esa chica!

Era de esperar un comentario de este tipo en una mujer como la señorita Martindale.

—¿Le dice a usted algo el apellido Curry? El nombre completo de la víctima era R. H. Curry.

—No, no me sugiere nada.

—Pertenecía a la «Metropolis & Provincial Insurance Company»…

La señorita Martindale continuó moviendo la cabeza, denegando.

—Ya ve usted cómo queda planteada la situación, señorita. Me ha dicho antes que la señorita Pebmarsh le telefoneó solicitando la presencia de Sheila Webb en su casa a las tres de la tarde. Por otro lado aquélla niega a haberla llamado. No obstante, Sheila fue allí, descubriendo el cadáver de un hombre…

El inspector esperó la respuesta de la señorita Martindale pacientemente.

Ella le dirigió una inexpresiva mirada.

—Todo esto se me antoja tremendamente extraño —comentó con un gesto de desaprobación.

Dick Hardcastle suspiró, poniéndose en pie.

—Tiene usted un bonito despacho —opinó cortésmente—. Este negocio cuenta ya con algunos años de existencia, ¿verdad?

—Quince, exactamente. Nos ha ido muy bien. Iniciado en pequeña escala hemos ido ampliándolo hasta llegar, quizás, a abarcar más de lo que podemos… En la actualidad empleo ocho chicas, las cuales no paran de trabajar un momento a lo largo de la jornada.

—Ya veo que hacen ustedes una gran cantidad de trabajos literarios —declaró Hardcastle fijándose en las fotografías de las paredes.

—En efecto. Al comenzar todo esto me especialicé con los escritores. Durante muchos años trabajé con el famoso Garry Gregson, autor de novelas de misterio. Financié este «Bureau» con un legado suyo, precisamente. Conocía a algunos de sus amigos y compañeros de profesión y éstos me fueron recomendando a otros. Sabía lo que cada uno deseaba y ello supuso una gran ayuda para mí en la primera etapa del desenvolvimiento del negocio. En el terreno de la investigación presto servicios sumamente útiles, facilitando fechas y citas, aclarando puntos legales y señalando los trámites policíacos en determinadas circunstancias, suministrando detalles referentes a ciertas substancias químicas y sus efectos… Hacemos lo que se presenta en tal aspecto, señor inspector. También facilitamos a nuestros clientes nombres extranjeros de personas o establecimientos públicos, con sus señas respectivas, para las novelas cuya acción transcurre fuera de Inglaterra. Antiguamente, los lectores no exigían de sus escritores favoritos tanta precisión, pero en la actualidad hay muchos que nada más advertir un fallo en ese sentido se apresuran a subrayarlo mediante la oportuna carta…

La señorita Martindale hizo una pausa. Hardcastle dijo cortésmente:

—Estoy seguro de que tiene usted muchos motivos para felicitarse a sí misma.

El inspector fue hacia la puerta. Yo la abrí en el acto.

En la oficina, las tres chicas se preparaban para salir. Las máquinas de escribir estaban ya enfundadas. Edna, la recepcionista, no pudo hacer un gesto más expresivo de desconsuelo en aquellos instantes. Estaba de pie y en una mano tenía uno de sus zapatos y en la otra el tacón correspondiente al mismo.

—Aún no ha transcurrido un mes desde el día que me los compré —declaró, quejosa—. Y me costaron bastante caros. La culpa es de ese enrejado de la esquina, uno de los respiraderos del «Metro». ¿Sabéis a cuál me refiero? Al de enfrente de la pastelería… Metí el pie en aquél y el tacón saltó. Como no podía andar me descalcé, regresando aquí con un par de bollos y los zapatos en las manos. Aún no sé cómo podré coger ahora el autobús…

Al llegar a este punto de su discurso Edna advirtió nuestra presencia, apresurándose a esconder el zapato motivador de su disgusto, al tiempo que miraba de un modo especial a la señorita Martindale, que no me pareció una mujer inclinada a aprobar el calzado femenino de altísimos tacones. Ella misma usaba unos zapatos planos sumamente «sensatos»…

—Gracias por su atención, señorita Martindale —dijo Hardcastle—. Lamento haberla entretenido tanto tiempo. Si repara usted en algo que…

—Naturalmente —contestó la señorita Martindale, interrumpiendo a su interlocutor con franca brusquedad.

En el momento de acomodarnos en el coche dije yo:

—De manera que la historia de Sheila Webb, pese a tus sospechas, resulta ahora ser completamente cierta.

—Está bien, está bien —manifestó Dick—. Tú ganas.

Capítulo V

—Mamá —gritó Ernie Curtin, desistiendo por un momento de su entretenimiento, que en aquellos instantes consistía en hacer correr por el cristal de la ventana un pequeño juguete, acompañándolo de un gimiente zumbido. El chico pretendía imitar el de un cohete espacial al lanzarse al infinito, rumbo a Venus—. ¡Mamá! ¿Qué te parece?

La señora Curtin, una mujer de severa faz, que se hallaba trabajando, muy ocupada, con la limpieza de la vajilla, no contestó.

—Ahí, enfrente de la casa, hay un coche de la policía, mamá.

—No empieces con tus mentiras de costumbre, Ernie —dijo la señora Curtin mientras iba colocando platos y tazas en el escurridero—. Ya sabes lo que te tengo dicho con respecto a eso.

—No miento, mamá —insistió Ernie, muy formal—. Es un coche de la policía y en este momento se apean dos hombres de él.

—¿Qué habéis estado haciendo? —preguntó su madre, volviéndose rápidamente hacia el chico—. Algún día traeréis la desgracia a esta casa…

—Yo no he hecho nada —protestó Ernie.

—Habrá sido cosa de Alf entonces. De él y de su pandilla. ¡Menudas pandillas las que formáis! Tanto vuestro padre como yo os hemos dicho en infinidad de ocasiones que esas cosas no pueden traer nada bueno. Más o menos tarde surge el conflicto… Primero es el Tribunal de Menores y luego, como lo más seguro, el reformatorio y la cárcel, y yo no quiero vivir nada que se parezca a eso, ¿has oído?

—Se acercan a la puerta principal —anunció Ernie.