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—La comprendo perfectamente. ¿Reconoció usted al hombre? ¿Le había visto con anterioridad?

—¡Oh, no!

—¿Está segura de lo que dice? Tenga presente que su aspecto podía diferir bastante del habitual en él. Piense, piense… ¿Está segura de no haber visto antes a ese hombre?

—Completamente segura.

—Está bien. No hablemos más de eso. ¿Qué hizo usted luego?

—¿Qué hice luego?

—Sí.

—Pues… nada, nada en absoluto. No hubiera podido…

—¿No tocó el cadáver?

—Sí… sí… Para ver… sólo para ver… sí… Pero aquel cuerpo estaba frío… y yo… me manché la mano de sangre. ¡Oh! Fue espantoso… Tenia los dedos cubiertos de una sustancia espesa y pegajosa.

Sheila Webb comenzó a temblar.

—Vamos, vamos, cálmese —dijo Hardcastle, cortésmente—. Todo pasó ya. Olvídese de esa sangre. Vayamos a lo siguiente. ¿Qué sucedió después?

—No sé… ¡Ah, sí! Ella entró en la casa.

—¿Se refiere a la señorita Pebmarsh?

—En efecto. Claro que yo no pensé entonces que pudiera tratarse de la misma. Entró con su gran cesto en una mano.

La joven había aludido a aquél recalcando mucho las palabras, como si fuese un elemento incongruente, fuera de lugar, en el cuadro que estaba intentando reconstruir de la mano del inspector.

—¿Y qué dijo usted entonces?

—No sé si llegué a hablar… Intenté hacerlo, pero me fue imposible. Sentía un ahogo tremendo.

Sheila se llevó una mano a la garganta y el inspector asintió.

—Y luego… ella preguntó: «¿Quién anda por ahí?» Nada más pronunciar esta frase fue a deslizarse por detrás del sofá y yo pensé… pensé… que iba a tropezarse con aquello. Y grité… Y después no pude dejar de continuar gritando. No sé por qué salí corriendo de la habitación, de la casa…

—Igual que un cohete —apuntó el inspector, recordando la descripción de Colin.

Sheila Webb le miró pensativa, diciendo un tanto inesperadamente:

—Lo siento, inspector.

—No tiene usted que preocuparse. Ha compuesto un relato muy completo de los hechos que con su persona guardan relación. Deje de pensar en todo esto ahora. ¡Ah! Se me ocurre una pregunta. ¿Por qué se encontraba usted en el cuarto de estar?

—¿Por qué…? —inquirió la joven, perpleja.

—Sí. Usted llegó aquí posiblemente con unos minutos de anticipación a la hora señalada. Me imagino que pulsaría el botón del timbre. No habiéndole contestado nadie, ¿por qué entró?

—¡Oh! Porque ésas fueron las instrucciones que me dieron.

—¿Dictadas, por quién?

—Por la señorita Pebmarsh.

—Pero… Yo creí que entre ustedes dos no se había cruzado una sola palabra.

—Y no está equivocado. Ella habló con la señorita Martindale… Yo debería entrar en la casa y esperar en el cuarto de estar, que se halla en la parte derecha del vestíbulo.

Hardcastle se quedó pensativo.

Sheila Webb le preguntó tímidamente.

—¿Es… eso todo, inspector?

—Me parece que sí. Le agradecería que aguardara aquí diez minutos más por si surge algo nuevo y tengo necesidad de formularle varias preguntas más. Después la enviaré a su casa en un coche de la policía. ¿Vive usted con sus familiares?

—Mis padres murieron ya. Yo vivo con una tía.

—¿Su nombre?

—La señora Lawton.

El inspector se puso en pie, tendiendo su mano a la chica.

—Muchas gracias, señorita Webb —dijo—. Intente descansar esta noche. Lo necesita después de las emociones sufridas hoy.

La joven sonrió débilmente en el momento de deslizarse dentro del comedor.

—Cuida de la señorita Webb, Colin —dijo el inspector—. Ahora, señorita Pebmarsh, ¿tendría usted inconveniente en pasar aquí?

Hardcastle había alargado una mano para guiar a la señorita Pebmarsh, pero ésta avanzó resueltamente ante él, buscó a tientas una silla que había arrimada a la pared, la separó unos centímetros de ésta y se sentó.

El inspector cerró la puerta. Antes de que llegara a pronunciar una palabra, Millicent Pebmarsh inquirió bruscamente:

—¿Quién es ese joven?

—Colin Lamb es su nombre.

—Eso me dijo, pero, ¿quién es? ¿Por qué se encuentra aquí en esta casa?

Hardcastle contempló unos instantes a la ciega, un tanto sorprendido.

—Pasaba casualmente por la calle cuando la señorita Webb salió corriendo, dando gritos… Después de entrar aquí y ver lo que había sucedido nos telefoneó. Yo mismo le pedí que no se marchara.

—Se ha dirigido a él llamándole, simplemente, Colin.

—Es usted una buena observadora, señorita Pebmarsh. —¿Observadora? ¡Qué difícilmente encajaba en aquel caso tal palabra! Y, sin embargo, al mismo tiempo, no había ninguna otra que cuadrara mejor—. Colin Lamb es amigo mío. He de añadir que hacia tiempo que no le veía. —Hardcastle añadió—: Se trata de un especialista en biología marina.

—¿Ah, sí?

—Bueno, señorita Pebmarsh, me sentiría muy satisfecho si usted pudiera referirme algo con relación a este sorprendente asunto.

—Lo haré de buena gana. No obstante, poco es lo que puedo contarle.

—Creo que hace ya tiempo que reside usted aquí, ¿no?

—Desde el año mil novecientos cincuenta. Yo soy… era… maestra. Cuando mi médico me comunicó que todo cuanto probara a hacer por salvarme la vista, cada vez más débil, resultaría en balde, me afané por especializarme en el sistema «Braille» y en diversas técnicas más proyectadas para ayudar a los ciegos. Actualmente trabajo en el «Aaronberg Institute», que acoge a los niños ciegos o con taras de otra índole.

—Gracias por su información. Pasemos a examinar los acontecimientos de esta tarde. ¿Esperaba usted alguna visita hoy?

—No.

—Le leeré una descripción del hombre muerto. Quizá le sugiera la imagen de alguna persona conocida. Altura: 1,73 a 1,75; edad: 60 años, aproximadamente; cabellos: oscuros tirando a grises; ojos castaños, rostro completamente afeitado, de rasgos regulares, mandíbula firme… Bien constituido, sin exceso de grasas. Traje gris oscuro, manos perfectamente conservadas. Podría ser un empleado de banca, un contable, un abogado o un individuo que ejerciera una profesión liberal, de un tipo u otro. ¿Puede usted localizar con los datos anteriores a un hombre por el estilo entre sus amistades?

Millicent Pebmarsh reflexionó detenidamente antes de contestar.

—Es difícil pronunciarse en un sentido u otro. Por supuesto, esa descripción fija unos límites muy amplios. Se adaptaría a un sinfín de personas. Tal vez haya visto a ese hombre en alguna ocasión, pero jamás podría estar segura de ello.

—¿No ha recibido usted últimamente ninguna carta, anunciándole una visita?

—Con toda certeza que no.

—Perfectamente. Usted telefoneó al «Cavendish Secretarial Bureau» solicitando los servicios de una taquígrafa y…

Millicent Pebmarsh interrumpió al inspector.

—Perdone. Yo no hice nada de eso.

—¿Que usted no telefoneó al «Cavendish Secretarial Bureau» para pedir…?

Hardcastle escrutó atentamente la faz de la señorita Pebmarsh.

—No hay teléfono en la casa.

—Al final de la calle hay una cabina de servicio público —se apresuró a puntualizar el inspector Hardcastle.

—Sí, ya lo sé. Mire… Puedo asegurarle, inspector, que en ningún instante he tenido necesidad de disponer de una taquígrafa y que, por tanto, no, se lo repito, no telefoneé a esa firma que acaba usted de mencionar.

—¿No se interesó usted especialmente por la señorita Sheila Webb?

—Jamás oí tal nombre antes de hoy.

Hardcastle, asombrado, miró atentamente a su interlocutora.

—No cerró usted la puerta principal de la casa con llave…