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Me contestó suavemente:

—No le diré si está usted equivocado o no. ¿Qué es lo que le hace pensar que… eso ha de ser así?

—Los ojos.

—Pero no nos parecemos…

—No.

Ahora Millicent Pebmarsh habló en tono de reto.

—Hice cuanto pude por ella.

—Ese es un tema susceptible de discusión. Para usted hay otra causa más importante.

—Así tiene que ser.

—No estoy de acuerdo.

Se produjo otra pausa en la conversación. Luego le pregunté:

—¿Descubrió la identidad de la muchacha… aquel día?

—Sólo cuando oí pronunciar su nombre… He estado informada sobre ella… siempre.

—Jamás fue usted tan poco humana como le hubiera gustado llegar a ser.

—No diga tonterías.

Volví a consultar mi reloj.

—El tiempo pasa —señalé.

Millicent Pebmarsh se apartó de la ventana para deslizarse tras una mesa.

—Tengo una fotografía aquí de cuando era todavía una niña…

Yo me encontraba detrás de ella cuando abrió el cajón. No, no era un arma automática. Se trataba de un pequeño puñal no menos temible. Mi mano se aferró fuertemente sobre la suya obligándole a soltar aquél.

—Puede que sea blando, pero no estúpido —le dije.

Millicent Pebmarsh se dejó caer sobre una silla, sin revelar la menor emoción.

—No voy a aceptar su ofrecimiento. ¿Qué conseguiría? Me quedaré aquí hasta que los suyos vengan. Siempre surgen oportunidades, incluso dentro de la prisión.

—¿Convenciendo a los demás, quizás?

—Ya que lo ha citado le diré que es un procedimiento.

Estábamos sentados uno frente a otro. Eramos dos personas hostiles que, a pesar de todo, se comprendían.

—He solicitado mi baja en el Servicio —le expliqué—. Volveré a mi trabajo de siempre, a la biología marítima. Quizá se me presente la ocasión de ocupar la cátedra que de esta asignatura hay vacante en una Universidad de Australia.

—Veo que es usted un hombre prudente. Aún no ha logrado sentir lo que da nuestra actividad. Es usted como el padre de Rosemary, quien no pudo comprender nunca esta frase de Lenin: «Hay que desterrar la dulzura».

Pensé en las palabras de Hércules Poirot.

—Estoy contento —declaré—. Soy un ser humano…

Continuamos sentados en silencio. Cada uno de nosotros, como ocurre siempre, convencido de que el otro se hallaba en un error.

CARTA DEL DETECTIVE INSPECTOR HARDCASTLE A MONSIEUR HÉRCULES POIROT

Estimado monsieur Poirot:

Nos hallamos ahora en posesión de ciertos datos y creo que le interesará a usted conocerlos.

Un señor llamado Quetin Duguesclin, de Quebec, salió del Canadá, en viaje a Europa, hace cuatro semanas, aproximadamente. Carecía de parientes cercanos y sus planes en cuanto al regreso eran algo vagos. Su pasaporte fue encontrado por el dueño de un pequeño restaurante de Boulogne, quien lo entregó a la policía. Hasta ahora no ha sido reclamado por nadie.

El señor Duguesclin estaba unido por los lazos de una amistad de toda la vida a los miembros de la familia Montresor, de Quebec. El jefe de esa familia, Henry Montresor, murió hace dieciocho meses, dejando una considerable fortuna a su único pariente, su resobrina Valerie, esposa de Josaiah Bland, de Portlebury, Inglaterra. Una firma famosa de abogados londinenses actuó en nombre de los albaceas canadienses. Todo contacto entre la señora Bland y su familia del Canadá cesó desde el momento de su matrimonio, que los miembros de aquélla desaprobaron. El señor Duguesclin comunicó a un amigo suyo que proyectaba visitar a los Bland con motivo de su visita a Inglaterra, ya que siempre había sentido un gran cariño por Valerie.

El cadáver anteriormente identificado como de Henry Castleton ha resultado ser, positivamente, el de Quetin Duguesclin.

Almacenadas en un rincón del patio de los Bland han sido descubiertas varias tablas. Pese a haber sido fregadas apresuradamente, tras un tratamiento químico realizado por los expertos, aparecieron en ellas las palabras SNOWFLAKE LAUNDRY, claramente perceptibles.

No quiero molestar su atención con detalles de poca importancia, pero le diré que el fiscal considera fácil la consecución de la orden de arresto de Josaiah Bland. La señorita Martindale y la señora Bland son, como usted supuso, hermanas, pero aunque comparto sus puntos de vista con respecto a la participación de la primera en los crímenes nos costará trabajo hacernos con pruebas satisfactorias. Indudablemente, estamos ante una mujer de despejada mentalidad. La señora Bland me hace concebir esperanzas. Es el tipo clásico de la mujer que acaba por «cantar de plano».

La muerte de la primera señora Bland, a consecuencia de una operación de las fuerzas enemigas en Francia, y el segundo matrimonio de Josaiah con Hilda Martindale (que pertenecía al Cuerpo Auxiliar Femenino), que tuvo lugar en aquella misma nación, son datos que quedarán, a mi juicio, claramente establecidos, pese a que en aquella época no pocos archivos resultaron destruidos.

Experimenté un gran placer al entrevistarme con usted y debo darle las gracias por las provechosas sugerencias que me hizo con tal ocasión. Confío en que las obras realizadas en su piso en Londres habrán sido ejecutadas a su entera satisfacción.

Suyo affmo. s. s.

RICHARD HARDCASTLE

NUEVA COMUNICACIÓN DE RICHARD HARDCASTLE A HERCULES POIROT

¡Buenas noticias! ¡La mujer de Bland ha confesado! ¡Lo admitió todo! Echó la culpa de lo sucedido a su marido y a su hermana. Comprendió «lo que se proponían hacer» cuando era ya demasiado tarde. ¡Creyó que lo único que se proponían era administrar una droga al desventurado visitante a fin de que no advirtiera la suplantación efectuada tiempo atrás! Todo un pretexto, sí, señor. No obstante, considero que no es la inspiradora inicial del caso.

La gente del Portobello Market ha identificado a la señorita Martindale como la dama «americana» que adquirió dos de los relojes.

Ahora asegura la señora McNaughton haber visto a Duguesclin en la furgoneta de Bland, en el instante de entrar el vehículo en el garaje. ¿Vio realmente al desventurado canadiense?

Nuestro común amigo Colin se ha casado con la joven del «Bureau». Si quiere saber mi opinión le diré que creo que está loco. Deseándole todo género de prosperidades,

quedo suyo affmo. s. s.

RICHARD HARDCASTLE

AGATHA CHRISTIE, escritora inglesa nacida en Torquay (Inglaterra) el 15 de septiembre de 1890, es considerada como una de las más grandes autoras de crimen y misterio de la literatura universal. Su prolífica obra todavía arrastra a una legión de seguidores, siendo una de las autoras más traducidas del mundo y cuyas novelas y relatos todavía son objeto de reediciones, representaciones y adaptaciones al cine.

Christie fue la creadora de grandes personajes dedicados al mundo del misterio, como la entrañable Miss Marple o el detective belga Hércules Poirot. Hasta hoy, se calcula que se han vendido más de cuatro mil millones de copias de sus libros traducidos a más de 100 idiomas en todo el mundo. Además, su obra de teatro La ratonera ha permanecido en cartel más de 50 años con más de 23.000 representaciones.

Nacida en una familia de clase media, Agatha Christie fue enfermera durante la Primera Guerra Mundial. Su primera novela se publicó en 1920 y mantuvo una gran actividad mandando relatos a periódicos y revistas.