Veo que estos recuerdos están haciendo que me preocupe, lo cual quizá sea un poco absurdo. Después de todo, pocas veces tengo la oportunidad de saborear las múltiples maravillas del paisaje inglés, y este viaje es una de ellas. Por lo tanto, si me distraigo demasiado sé que después lo lamentaré. Me acabo de dar cuenta de que todavía me quedan por relatar todos los detalles de mi viaje hasta esta ciudad. En realidad, sólo he mencionado brevemente mi parada en lo alto de la colina al iniciar el trayecto, y considerando lo mucho que ayer disfruté con el viaje, olvidarme de estos detalles ha sido un verdadero lapsus.
El viaje hasta Salisbury lo había planeado con mucho cuidado, evitando al máximo las carreteras principales. Era un recorrido que, a juicio de muchos, podría resultar innecesariamente tortuoso, pero que me permitía adentrarme en un buen número de paisajes recomendados por mistress Symons en su excelente obra. Debo añadir, por tanto, que el circuito me entusiasmaba. Gran parte del trayecto discurría a través de campos de cultivo, entre caminos impregnados del agradable aroma de los prados, y a ratos aminoraba al máximo la marcha del Ford para apreciar mejor el valle o el riachuelo que estuviese cruzando. No obstante, hasta cerca ya de Salisbury no volví a bajarme del coche.
Recuerdo que fue bajando por una carretera larga y recta, bordeada de extensos prados. Era un punto en que el paisaje se volvía llano, con una panorámica tan despejada que la vista abarcaba todas las direcciones hasta alcanzar la aguja de la catedral de Salisbury, que dominaba la línea del horizonte. Me sentí de pronto más tranquilo y, a partir de aquel momento, seguí conduciendo con gran lentitud, es posible que a una velocidad no superior a veinticinco kilómetros por hora, lo cual ya era ir despacio, puesto que una gallina vino a cruzarse con total parsimonia y la vi justo a tiempo. Detuve el coche a menos de medio metro del ave, que a su vez también se quedó parada, justo frente a mí, en medio de la carretera. Al ver que pasado un rato no se movía, recurrí a la bocina del coche, aunque el intento tuvo como único efecto que el animal empezase a picotear algo que había en el suelo. Exasperado, decidí bajar del coche y, con un pie todavía en el estribo, oí la voz de una mujer que decía:
– Disculpe, señor.
Miré mi alrededor y vi que acababa de pasar junto a una granja que lindaba con la carretera. Sin duda, al oír la bocina, la mujer con su delantal puesto había salido corriendo. Pasando por delante de mí, recogió la gallina del suelo y, acurrucándola en sus brazos, volvió a disculparse. Tras asegurarse de que no le había hecho ningún daño a la gallina, me dijo:
– Gracias por pararse y no atropellar a mi pobre Nellie. Es muy buena, y nos da unos huevos enormes. En su vida habrá visto usted nada igual. Ha sido muy amable. A lo mejor tenía prisa.
– Oh, no, en absoluto. No tengo ninguna prisa -dije yo con una sonrisa-. Desde hace muchos años, es la primera vez que dispongo del tiempo a mi gusto, y le aseguro que es una experiencia muy agradable. Voy en coche simplemente por el placer de conducir.
– Qué bien. Supongo que se dirige usted hacia Salisbury.
– Así es. De hecho, aquello que se ve al fondo es la catedral, ¿no? Me han dicho que es una construcción magnífica.
– Es cierto, señor. Es muy bonita. Bueno, para serle sincera, voy muy poco a Salisbury, o sea que realmente no puedo decirle cómo es de cerca. Pero le diré que hay días en que desde aquí se ve muy bien la torre, y otros en que, con la niebla, es como si desapareciese por completo. Pero ya ve usted, en días de sol como hoy, hay una vista muy bonita.
– Es magnífica.
– Le agradezco tanto que no haya atropellado a Nellie… Hace tres años nos atropellaron a una tortuga, justo en este sitio. Nos dolió de un modo terrible.
– Lo sentirían ustedes mucho -dije con desgana.
– Sí, señor. Hay gente que cree que los campesinos estamos acostumbrados a que se hiera o se mate a los animales, pero no es cierto. Mi hijo pequeño se pasó llorando varios días. Gracias por no haber atropellado a Nellie. Si le apetece tomar un té, ya que ha bajado y todo, está usted invitado. Le dará fuerzas para el camino.
– Es usted muy amable, pero tengo que seguir, de verdad. No quisiera llegar muy tarde a Salisbury, si no, no podré ver los múltiples encantos de la ciudad.
– Claro, señor. En fin, le doy otra vez las gracias.
Me puse de nuevo en marcha, conduciendo el coche Con la misma lentitud que antes, temiendo, quizá, que se cruzase en mi camino alguna otra criatura del campo. Debo decir que este breve encuentro me había puesto de muy buen humor. El hecho de agradecerme una deferencia tan simple y la sencillez con que se me había tratado me hicieron sentirme sumamente eufórico ante la empresa que me esperaba. Con tal estado de ánimo seguí, por tanto, hasta llegar a Salisbury.
Debería volver unos instantes, sin embargo, al tema de mi padre, ya que me parece que antes he podido dar la impresión de haber sido demasiado brusco con él al tratar el asunto de su pérdida de facultades. El caso es que no había otra forma posible de abordar el tema, y estarán ustedes de acuerdo conmigo cuando les haya explicado las circunstancias en que transcurrieron aquellos días. Para ser más exactos, el importante encuentro internacional que tendría como escenario Darlington Hall era un hecho que se cernía ante nosotros y no dejaba lugar a la tolerancia o, simplemente, a «andarnos por las ramas». Es importante señalar, además, que aunque Darlington Hall estaba destinado a albergar otros muchos acontecimientos de igual notoriedad durante aproximadamente los quince años siguientes, la conferencia de marzo de 1924 era la primera. Por mi, supongo, escasa experiencia, no era partidario de encomendarme al azar. De hecho, pienso a menudo en aquella conferencia y, por muchos motivos, considero que constituyó un momento clave de mi vida. En realidad, creo que para mi carrera significó justo el momento en que, como mayordomo, me convertí en adulto. No estoy diciendo que me convirtiese necesariamente en un «gran» mayordomo -no soy yo quien debe formular semejante juicio, pero si algún día alguien afirmara que en el transcurso de mi carrera he llegado a adquirir un mínimo de esta cualidad primordial que es la «dignidad», ese alguien tomaría como punto de referencia, y como momento en que por primera vez demostré estar capacitado para adquirir dicha virtud, el encuentro de marzo de 1924. Fue uno de esos acontecimientos que, al presentarse en un momento crucial de la vida de una persona, suponen la prueba de fuego y el desafío con que medir el límite de sus posibilidades, de modo que posteriormente esa persona ve en ellos un nuevo baremo a partir del cual puede juzgarse. Naturalmente, también fue un encuentro memorable por otros motivos que a continuación quisiera explicarles.
La conferencia de 1924 fue la culminación del proyecto que lord Darlington había planeado desde hacía tiempo. Considerando los hechos con la perspectiva que da el tiempo, es evidente que mi señor llevaba tres años o más programando aquel momento. Que yo recuerde, cuando se redactó el tratado de paz, al finalizar la Gran Guerra, no se mostró, en principio, muy inclinado a ello, y creo que es justo decir que no fue el tratado en sí lo que posteriormente despertó su interés, sino su amistad con el señor Karl-Heinz Bremann.
El señor Bremann visitó por primera vez Darlington Hall, vestido todavía con su uniforme de oficial, poco tiempo después de terminar la guerra, y para todos resultó evidente que entre lord Darlington y él había nacido una estrecha amistad.
Para mi no fue ninguna sorpresa, ya que, a primera vista, se veía que el señor Bremann era un perfecto caballero. Tras dejar el ejército alemán, durante los dos años siguientes volvió varias veces a Darlington Hall, a intervalos bastante regulares, y según se sucedían las visitas su aspecto físico iba decayendo.
Sus ropas eran cada vez más pobres y su talle más delgado, sus ojos transparentaban una sensación de acoso y, las últimas veces que estuvo de visita, pasaba largos intervalos de tiempo con la mirada perdida en el espacio, totalmente ausente y sin reparar en la presencia de mi señor o en las palabras que le dirigiesen. Llegué a pensar que el señor Bremann sufría una grave enfermedad, pero algunos comentarios de mi patrón al respecto me hicieron ver que estaba equivocado.
Debió de ser a finales de 1920 cuando lord Darlington emprendió el primero de sus viajes a Berlín, el cual le causó una penosa impresión. A su vuelta, pasó varios días invadido por un profundo pesar, y recuerdo que uno de esos días, como respuesta a mi interés por saber si cl viaje había sido agradable, me dijo:
– Me siento perturbado, Stevens, muy perturbado. No podemos seguir tratando de este modo a un enemigo que ha sido derrotado. Es deshonroso para nosotros y contrario a las costumbres de este país.
En relación con este mismo asunto, hay, sin embargo, otro recuerdo que me ha quedado profundamente grabado. Hoy día, el antiguo comedor de gala ya no tiene mesa, pues mister Farraday ha convertido el espacioso salón, con sus altos y magníficos techos, en una especie de galería. No obstante, en la época de lord Darlington la sala se destinaba, con su gran mesa, a banquetes que reunían a cincuenta o más invitados. En realidad, el comedor de gala es tan espacioso que, cuando era necesario, se añadían a la mesa principal otras más pequeñas hasta acomodar a un centenar de invitados. Evidentemente, los días normales, lord Darlington, como ahora mister Farraday, comía en el comedor, en un ambiente más íntimo, ideal para reunir, como máximo, a una docena de personas. Aquella noche de invierno a la que me estaba refiriendo, lord Darlington cenó en el gran comedor de gala con un solo invitado, creo que sir Richard Fox, un colega suyo de la época en que trabajó en el Ministerio de Asuntos Exteriores; el otro comedor estaba, no recuerdo por qué motivo, inhabilitado. Sin duda convendrán conmigo en que servir una cena sólo para dos constituye para un mayordomo una situación en extremo delicada. Personalmente, prefiero servir a un solo comensal, aunque se trate de un completo desconocido. Cuando hay únicamente dos comensales, no importa que uno de ellos sea el patrón, resulta más difícil lograr ese equilibrio esencial a la hora de servir que consiste en mostrarse atento y ausente al mismo tiempo. En esta clase de situaciones siempre nos asalta la sospecha de que nuestra presencia es un obstáculo que dificulta la conversación.