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En aquella ocasión, gran parte de la sala permanecía a oscuras, y los dos caballeros estaban sentados uno al lado del otro, en mitad de la mesa, dado que era demasiado ancha para que se hubiesen sentado frente a frente, dentro del círculo que formaba la luz de las velas y delante de la chimenea. Decidí reducir al máximo mi presencia retirándome hacia el lado de las sombras, a una distancia de la mesa mayor que la que normalmente habría sido correcta. Evidentemente, el gran inconveniente de esta estrategia era que, cada vez que me dirigía hacia la luz para servir a ambos caballeros, mis pasos resonaban con fuerza antes de llegar a la mesa, anunciando mi inminente llegada de un modo extremadamente aparatoso. El gran mérito de esta estrategia era, sin embargo, que me permitía mantenerme medio escondido durante los momentos en que permanecía inmóvil. Y fue en uno de esos momentos en que me encontraba escondido en las sombras, a cierta distancia de los dos caballeros aposentados en medio de las sillas vacías, cuando entre las grandes paredes de la sala resonó intensamente la voz de lord Darlington que, con su tono cálido y tranquilo de siempre, habló del señor Bremann.

– Fue mi enemigo -dijo-, pero siempre se comportó como un caballero. Durante los seis meses que combatimos el uno contra el otro nuestro trato fue siempre cordial. Era un caballero que cumplía con su deber y, por este motivo, nunca le guardé ningún rencor. Un día le dije: «Escúchame bien, ahora somos enemigos y combatiré contra ti con todas mis fuerzas. Pero cuando este lamentable asunto haya terminado, ya no estaremos obligados a seguir luchando y podremos brindar juntos». Lo lamentable es que con este tratado quedo como un embustero. Le dije que una vez acabara todo ya no seríamos enemigos, ¿cómo le voy a decir ahora, cara a cara, que nada ha cambiado?

Y aquella misma noche, un poco más tarde, mi señor dijo mientras movía negativamente la cabeza con gesto un tanto duro:

– Luché en aquella guerra para que siguiera reinando la justicia en el mundo y no para fomentar ningún tipo de venganza contra el pueblo alemán, al menos que yo supiera.

Y aún hoy, cuando oigo hablar a alguien de mi señor, o cuando escucho los razonamientos ridículos con que la gente pretende explicar su comportamiento -dos cosas que hoy día me ocurren con demasiada frecuencia-, me gusta rememorar aquel momento en que, en el comedor de gala casi vacío, pronunció tan sentidas palabras, y, a pesar de las complicaciones que posteriormente fueron brotando en el transcurso de su vida, siempre tendré la certeza de que el móvil de todas sus acciones fue ver triunfar «la justicia en el mundo». Poco tiempo después de aquella noche, conocimos la triste noticia de que el señor Bremann se había pegado un tiro en un tren, entre Hamburgo y Berlín. Como es natural, mi señor se sintió muy compungido e inmediatamente hizo planes para enviar a la señora Bremann algún dinero y un mensaje de pésame. No obstante, tras varios días de esfuerzos, durante los cuales también contó con mi ayuda, mi señor no logró averiguar el paradero de ninguno de los miembros de la familia Bremann. Al parecer, el señor Bremann se había quedado durante un tiempo sin casa y su familia se había dispersado.

Aunque lord Darlington hubiese desconocido la gravedad de estos hechos, a mi juicio habría actuado con la misma celeridad. Era el comportamiento que le dictaban su naturaleza y su profundo deseo de acabar con tanta injusticia y sufrimiento. Así, durante las semanas que siguieron a la muerte del señor Bremann, la crisis de Alemania fue un tema que iba absorbiendo cada día más horas del tiempo de mi señor. Caballeros muy conocidos y poderosos empezaron a venir a casa de forma regular. Entre ellos recuerdo a celebridades como lord Daniels, el profesor Maynard Keynes y H. G. Wells, el famoso escritor, así como a otros personajes que no puedo citar, ya que nos visitaban de forma «extraoficial» celebridades que, en compañía de mi señor, se encerraban con frecuencia a conversar durante horas.

La visita de algunos invitados era tan «extraoficial» que en ocasiones se me daban órdenes de mantener en secreto, ante el resto del personal, su identidad. En algunos casos, incluso se me daban órdenes para que no les vieran. Debo añadir no obstante, con gran agradecimiento y orgullo, que lord Darlington nunca hizo esfuerzo alguno por privarme de ver u oír nada. Recuerdo que en numerosas ocasiones alguno de estos personajes solía quedarse de pronto callado en mitad de una frase, volviendo cautelosamente su mirada hacia mí. Y ante esta actitud mi señor comentaba:

– No se preocupe. Delante de Stevens puede usted hablar tranquilo, se lo aseguro.

Así, durante aproximadamente dos años después de la muerte del señor Bremann, mi señor y sir David Cardinal, su más íntimo aliado en aquella época, lograron reunir a un amplio círculo de celebridades, todas las cuales coincidían en que la situación en Alemania era ya insostenible. Y no sólo había ingleses y alemanes, también venían belgas, franceses, italianos y suizos. Entre ellos se contaban diplomáticos y políticos de importancia, clérigos distinguidos, militares retira dos, escritores y pensadores. Algunos de estos caballeros tenían la firme convicción, al igual que mi señor, de que en Versalles no se había jugado limpio y de que era inmoral seguir castigando a una nación por una guerra que ya había terminado. Otros, naturalmente, mostraban menos preocupación por Alemania o por sus habitantes, pero pensaban que el caos económico del país, si no se frenaba, podía extenderse con rapidez al resto del mundo.

A finales de 1922 mi señor ya encaminaba sus esfuerzos hacia un objetivo concreto, a saber, reunir en Darlington Hall a los caballeros más influyentes que había conseguido poner de su parte, con el fin de organizar un encuentro internacional «extraoficial» en el que se discutiese de qué modo sería posible hacer revisar las duras condiciones dcl tratado de Versalles. Sólo que, para que el encuentro surtiese efecto en los foros internacionales «oficiales», debía tener suficiente peso. De hecho, ya se habían celebrado varios encuentros con el propósito de revisar el tratado. El único resultado, sin embargo, había sido crear mayor confusión y resentimiento. Nuestro primer ministro de entonces, Lloyd George, organizó en aquellos días un gran congreso que se celebraría en Italia, en la primavera de 1922, por lo que la primera intención de mi señor fue organizar una reunión en Darlington Hall con el fin de garantizar que dicho acontecimiento tuviese un resultado positivo, pero, a pesar de todos los esfuerzos de mi señor y de sir David, el plazo previsto para la reunión resultó demasiado corto. La conferencia planeada por mister Lloyd George también quedó en el aire, siendo éste el motivo que impulsó a mi señor a organizar un gran encuentro que tendría lugar en Suiza durante el año siguiente.

Recuerdo una mañana, más o menos a esta misma hora, en que le llevé el café a Lord Darlington al salón donde siempre desayunaba. Al abrir el Times me dijo con tono de desagrado:

– Son los franceses. De verdad, Stevens, son los franceses.

– Sí, señor.

– Y que el mundo nos vea como grandes amigos… Al pensarlo le entran a uno ganas de llorar.

– Sí, señor.

– La última vez que estuve en Berlín, el barón Overath, un buen amigo de mi padre, me dijo: «¿Por qué nos hacen esto? ¿No ve que así no podemos seguir?». Y le aseguro que bien tentado me vi de decirle que todo era culpa de esos miserables franceses. Y me habría gustado hacerle ver que los ingleses no actuábamos así, pero claro, me imagino que esas cosas no se pueden hacer. No se puede hablar mal de nuestros queridos aliados.

El hecho de que Francia fuese el país más reacio a eximir a Alemania de las duras cláusulas del tratado de Versalles hacía mucho más urgente la necesidad de invitar al encuentro de Darlington Hall a algún caballero francés con verdadera influencia en la política exterior de su país. Y, efectivamente, en varias ocasiones le oí decir a mi señor que, a su juicio, sin la participación de una persona así, la cuestión alemana podía convertirse en un simple tema anodino de conversación. Sir David y mi señor se dispusieron, por tanto, a abordar la última fase de los preparativos. Cualquiera que hubiese contemplado la firme resolución y la perseverancia que supieron mostrar ante los repetidos desengaños, se habría sentido verdaderamente empequeñecido. De Darlington Hall salieron innumerables cartas y telegramas, y mi señor hizo tres viajes a París en sólo dos meses. Finalmente, quedó confirmado que un muy ilustre caballero francés, al que llamaré monsieur Dupont, asistiría a la reunión de un modo estrictamente «extraoficial». Entonces fue cuando se fijó la fecha de la conferencia, a saber, marzo de 1923, una fecha memorable.