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A medida que se acercaba aquella fecha, las responsabilidades que vi pesar sobre mí, aunque más modestas que las que debía sobrellevar mi señor, eran, no obstante, de gran trascendencia. Por mi parte, sabía muy bien que si un solo huésped se sentía mínimamente incómodo en Darlington Hall las repercusiones que podría tener eran de una magnitud inimaginable. Mi labor se complicaba, además, por el hecho de que desconocía el número de las personas que asistirían. Dado que el encuentro era de alto nivel, se había limitado el número de participantes a catorce distinguidos caballeros y dos damas: una condesa alemana y la formidable mistress Eleanor Austin, que por aquella época aún vivía en Berlín. Resultaba imposible, sin embargo, saber a ciencia cierta el número exacto de personas que vendrían, porque era de suponer que cada uno de los invitados traería consigo a secretarios, ayudas de cámara e intérpretes. Era natural, además, que algunos de los asistentes llegasen a Darlington Hall unos días antes de los tres reservados para el encuentro, con el fin de preparar el terreno y tantear a las distintas partes. El problema era, de nuevo, que no se sabían las fechas de su llegada. Estaba claro, por tanto, que la servidumbre no sólo tendría que esforzarse al máximo y estar siempre alerta, sino que también tendría que mostrarse extraordinariamente flexible. Durante un tiempo, llegué a pensar que para vencer este enorme reto que se nos avecinaba sería necesario contratar a personal de fuera, aunque esta opción, aparte de los recelos que podía despertar en mi señor de cara a los posibles rumores, implicaba que yo, por mi parte, debía contar con una serie de incógnitas en unas circunstancias en las que el menor error podía costar muy caro. Así, empecé a planear lo necesario para los días que se acercaban, del mismo modo, supongo, que un general planifica sus batallas. Concienzudamente ideé un plan especial que permitiera a la servidumbre responder a todos los imprevistos que pudiesen surgir. Analicé todas las deficiencias de nuestro personal y elaboré una serie de planes con los que poder subsanar estas carencias en caso de que saliesen a la luz. Llegué incluso a pronunciar ante los criados todo un discurso «edificante» al estilo militar, haciendo hincapié en la idea de que, aunque tuviesen que trabajar a un ritmo extenuante, debían sentirse muy orgullosos de ofrecer sus servicios durante los días venideros. «Probablemente serán días que harán historia», les dije. Y sabiendo que no soy una persona que guste de elocuentes exageraciones, entendieron muy bien que se avecinaba algún acontecimiento importante.

Imaginarán ustedes cuál era el ambiente que reinaba en Darlington Hall el día en que mi padre se cayó enfrente del cenador, cuando no faltaban más que dos semanas para que, en principio, llegase el primer asistente al encuentro, y a qué me estaba refiriendo al decir que no había tiempo para «andarnos por las ramas». En cualquier caso, mi padre descubrió enseguida un sistema para vencer las limitaciones que la orden de no transportar bandejas cargadas suponía para él. Así, la silueta de mi padre arrastrando un carrito repleto de fregonas, artículos de limpieza, cepillos dispuestos sin ningún orden, pero muy pulcramente, junto a teteras, tazas y platillos, un carrito que a veces más bien semejaba el de un vendedor ambulante, se convirtió en una imagen habitual en la casa. Naturalmente, hubo de renunciar al derecho de servir en el comedor, aunque el disponer del carrito le permitió seguir cumpliendo con buen número de funciones. De hecho, conforme se iba acercando la fecha del encuentro, fue operándose en mi padre un cambio sorprendente. Era como si una fuerza sobrenatural se hubiese apoderado de él y le hubiese quitado veinte años de encima. El rostro hundido que había mostrado en días anteriores casi había desaparecido, y todas sus tareas las realizaba con tal ímpetu que, a los ojos de un extraño, habríase dicho que, en lugar de una sola, eran varias las siluetas con carritos que recorrían los pasillos de Darlington Hall.

En cuanto a miss Kenton, creo recordar que la tensión creciente que reinó aquellos días en la casa tuvo sus efectos sobre ella. Recuerdo, por ejemplo, el día que me la encontré en el pasillo de servicio. Este pasillo, cuya función es servir de espina dorsal a las habitaciones del servicio, era un lugar bastante sombrío por la poca luz que iluminaba la considerable longitud que ocupaba, e incluso los días de sol estaba tan oscuro que cruzarlo era como atravesar un túnel. Aquel día, de no ser por el ruido de pasos que oí acercarse hacia mí retumbando en la madera del suelo, no habría podido reconocerla basándome sólo en su figura. Al verla acercarse me detuve en uno de los pocos haces de luz que convergían contra el suelo y dije:

– ¡Ejem! Miss Kenton…

– ¿Sí, mister Stevens?

– No sé si debo recordarle que la ropa de cama del piso de arriba tiene que estar lista a más tardar mañana.

– Todo está preparado.

– Me alegro de que así sea. Es sólo que de pronto me he acordado.

Tras estas palabras, me dispuse a seguir mi camino, pero miss Kenton permaneció inmóvil. Dio un paso hacia mí, y la expresión de enojo que mostraba su cara quedó iluminada por un rayo de luz.

– No sé si sabe que tengo muchísimo trabajo y, desgraciadamente, no dispongo de un solo minuto para mí. Ya me gustaría disfrutar de todo el tiempo libre que, al parecer, tiene usted. Me pondría a dar vueltas por la casa recordándole cuáles son sus quehaceres.

– Está bien, miss Kenton, no hay razón para ponerse así. Sólo he querido estar seguro de que no se había olvidado de…

– Mister Stevens, ésta es ya la cuarta o quinta vez que quiere usted estar seguro en los últimos dos días. Me parece muy raro que pueda permitirse pasar tanto tiempo de un rincón a otro de la casa, molestando a los demás con sus comentarios gratuitos.

– Si de verdad cree que dispongo de mucho tiempo, es que, evidentemente, tiene una gran falta de experiencia. Confío en que durante los próximos años se forme usted una clara idea de lo que ocurre en una casa como ésta.

– Siempre está hablando de mi «gran falta de experiencia», pero nunca consigue encontrarme fallos. De otro modo, ya hace tiempo que me los habría echado en cara, sí, y no se andaría con rodeos. Ahora ya le he dicho que tengo mucho que hacer y le agradecería que no me siguiese por todas partes interrumpiéndome continuamente. Si dispone de tanto tiempo libre, haría mejor en pasarlo tomando un poco de aire fresco.

Se alejó de mí por el pasillo, con paso enérgico. Decidí que era mejor no dar importancia a lo ocurrido y también yo seguí mi camino. Cuando casi había llegado a la puerta de la cocina, oí que sus pasos furibundos se acercaban.

– Otra cosa -me dijo-, de ahora en adelante no quiero que me dirija la palabra.

– Pero… ¿ sabe lo que está diciendo?

– Si tiene que transmitirme algún mensaje, le ruego que lo haga a través de otra persona. También puede hacerlo por escrito y darle la nota a alguien para que me la pase. Estoy segura de que así ambos podremos trabajar de forma mucho más agradable.

– Pero… miss Kenton…

– Ahora estoy muy ocupada, mister Stevens. Si el mensaje es muy complicado, puede escribirme una nota. De otro modo puede decírselo a Martha o a Dorothy, o a cualquiera de los hombres del servicio a los que usted considere de bastante confianza. Mi deber ahora es seguir trabajando y dejarle con sus paseos.

Aunque el comportamiento de miss Kenton me irritó sobremanera, no pude permitirme pensar demasiado en el asunto, pues para entonces los primeros invitados ya estaban entre nosotros. Los representantes extranjeros llegarían dos o tres días más tarde, pero los tres caballeros a los que mi señor llamaba su «equipo local», dos ministros adjuntos del Foreign Office que asistían de modo totalmente «extraoficial» y sir David Cardinal, habían llegado antes para preparar el terreno lo más concienzudamente posible. Como siempre, nada me impidió entrar y salir de las habitaciones donde se encontraban los invitados enzarzados en sus discusiones y, gracias a esta falta de cautela frente a mí, pude hacerme una idea de la disposición que en general predominaba en aquella fase del encuentro. Naturalmente, mi señor y sus colegas se pasaban la información más exacta posible sobre los participantes que se esperaban, aunque el mayor motivo de preocupación lo constituía monsieur Dupont, el caballero francés, y sus posibles amistades o enemistades. De hecho, creo que en una ocasión entré en el salón de fumar y oí decir a uno de los caballeros:

– En realidad, el futuro de Europa puede depender de la habilidad que tengamos para poner a Dupont de nuestro lado.

Fue en esta primera fase de las conversaciones cuando mi señor me confió una misión tan poco corriente que quedó grabada en mi memoria hasta el día de hoy, de igual modo que otros acontecimientos, por razones obvias mucho más inolvidables, que tendrían lugar a lo largo de aquella singular semana. Lord Darlington me pidió que entrara en su estudio y, nada más mirarle, vi que estaba intranquilo. Se sentó a su mesa y, como era costumbre en él, cogió un libro abierto, el Who's Who esta vez, Y empezó a pellizcar una hoja.