– Sí, señor.
Y mientras me dirigía a la puerta, observé que monsieur Dupont me seguía. Me volví y le dije:
– Volveré enseguida a traerle lo que me ha pedido.
– Dése prisa, por favor. Me duelen mucho.
– Sí, señor. Discúlpeme, señor.
Miss Kenton seguía esperándome en el vestíbulo, en el mismo lugar desde donde me había llamado. Al verme salir, se encaminó en silencio hacia la escalera con una expresión extrañamente serena. Acto seguido se volvió y me dijo:
– Lo lamento mucho, mister Stevens. Su padre falleció hará aproximadamente unos cuatro minutos.
– Ya.
Se miró las manos y después, levantando de nuevo la mirada, añadió: -Lo siento mucho, mister Stevens. Quisiera poder decirle algo que le sirviera de consuelo.
– No es necesario, miss Kenton.
– El doctor Meredith todavía no ha llegado. -Durante un momento mantuvo la cabeza gacha, y de pronto soltó un sollozo. Casi al instante recobró la calma y preguntó con voz templada-: ¿Quiere subir a verle?
– Ahora estoy muy ocupado, miss Kenton. Quizá suba dentro de un rato.
– En ese caso, permítame que sea yo quien le cierre los ojos.
– Se lo agradecería mucho, miss Kenton.
Empezó a subir la escalera, pero la detuve y le dije:
– Miss Kenton, no me juzgue mal si no subo a ver a mi padre en el estado en que se encuentra, se lo ruego. Estoy seguro de que a él le gustaría que siguiera con mi trabajo.
– Claro, mister Stevens.
– Si obrara de otro modo, creo que le decepcionaría.
– Claro, mister Stevens.
Me volví con la botella de oporto aún en mi bandeja y entré de nuevo en la sala de fumar. Ésta, relativamente pequeña, parecía una selva de trajes de etiqueta, cabellos grises puros humeantes. Busqué copas vacías para volverlas a llenar, sorteando a numerosos caballeros. Monsieur Dupont me dio un golpecito en el hombro y me preguntó:
– Mayordomo, ¿ha buscado lo que le he pedido?
– Lo siento, señor, pero no se puede hacer nada hasta dentro de un rato.
– ¿Qué quiere decir? ¿No tienen vendas en el botiquín?
– Señor, un médico está en camino.
– ¿Ha llamado a un médico? Muy bien, muy bien.
– Sí, señor.
– Muy bien.
Monsieur Dupont prosiguió su conversación y yo seguí recorriendo la sala durante unos instantes. En un momento dado, la condesa surgió de entre dos caballeros y, antes de que pudiera llenarle la copa, se sirvió ella misma cogiendo el oporto de la bandeja.
– Felicite de mi parte a los cocineros, Stevens -dijo.
– Por supuesto, señora. Gracias, señora.
– Usted y su equipo han trabajado formidablemente.
– Es muy amable, señora.
– Ha habido un momento durante la cena en que habría jurado que era usted tres personas a la vez -dijo riéndose.
Sonreí y respondí:
– Es un placer poder servirla, señora.
Más tarde localicé a mister Cardinal, que no andaba muy lejos. Seguía solo, y temí que la compañía de gentes como aquéllas hubiera intimidado a nuestro joven caballero. En cualquier caso, tenía la copa vacía y rápidamente me acerqué a él. Pareció más animado al verme llegar y alargó su copa.
– Stevens, creo que es admirable que sea usted un amante de la naturaleza -dijo mientras le servía-. Y me atrevería a decir que para lord Darlington es una gran ventaja tener a alguien que vigile con interés las tareas que realiza el jardinero.
– ¿Cómo dice, señor?
– Le estor hablando de la naturaleza, Stevens. El otro día charlamos acerca de sus maravillas. Y estoy de acuerdo con usted en que debemos estar agradecidos por las cosas maravillosas que nos rodean.
– Sí, señor.
– Piense en todo lo que se ha estado diciendo aquí, por ejemplo. Se ha hablado de tratados, fronteras, reparaciones de guerra, ocupaciones, y sin embargo fíjese en la madre naturaleza que nos mira impasible. ¿No le parece divertido?
– Sí, señor. Lo es.
– Me pregunto si no habría sido mejor que Dios todopoderoso nos hubiese creado a todos…, no sé…, como plantas. Para empezar, nadie hablaría de guerras y fronteras.
Al joven caballero le pareció haber hecho una reflexión muy graciosa. Se rió y, tras pensar de nuevo en lo que había dicho, volvió a reírse. Yo también solté una carcajada y entonces, dándome un codazo, me dijo.
– ¿Se lo imagina, Stevens?
Y volvió a reírse.
– Sí, señor -dije riéndome a mi vez-, sería una situación muy divertida.
– Aunque seguiríamos necesitando a personas como usted para hacer llegar mensajes, traer el té y todas esas cosas. De otro modo, ¿quién iba a hacerlas? ¿Se lo imagina, Stevens? ¿Todo el mundo pegado al suelo? ¡Imagíneselo por un instante!
Justo en ese momento, se me acercó un lacayo por la espalda.
– Miss Kenton tiene algo que decirle, señor -me informó.
Pedí disculpas a mister Cardinal y me dirigí a la puerta. Observé que monsieur Dupont permanecía alerta y, cuando estuve cerca de él, me dijo:
– Mayordomo, ¿ha llegado el médico?
– Ahora mismo voy a ver, señor. Enseguida vuelvo.
– Me duelen mucho los pies.
– Lo siento, señor. El médico no tardará.
Esta vez monsieur Dupont salió fuera conmigo. Miss Kenton se encontraba de nuevo en el vestíbulo.
– Mister Stevens -dijo-, el doctor Meredith ya ha llegado. Se encuentra arriba.
Había dirigido a mí estas palabras, pero monsieur Dupont, que estaba detrás de mí, exclamó:
– ¡Ah, perfecto!
Me volví hacia él y le dije:
– Si es usted tan amable de seguirme.
Le conduje a la sala de billar y avivé el fuego mientras se instalaba en una de las sillas de cuero y se quitaba los zapatos.
– Siento que la habitación esté un poco fría, señor. El médico no tardará.
– Gracias, mayordomo. Ha sido muy amable.
Miss Kenton seguía esperándome en el vestíbulo y subimos en silencio. El doctor Meredith se encontraba en el cuarto de mi padre tomando algunas notas, y mistress Mortimer lloraba amargamente. Seguía con el delantal puesto. Como es natural, lo había utilizado para secarse las lágrimas, y por con siguiente se había llenado la cara de manchas de grasa. Ahora tenía el aspecto de una artista de varietés embadurnada de negro. Temía que la habitación oliese a muerte, pero gracias a mistress Mortimer, o más bien a su delantal, estaba impregnada de olor a carne asada.
El doctor Meredith se puso en pie y dijo:
– Le acompaño en el sentimiento, Stevens. Ha sufrido un fuerte ataque, pero, por si le sirve de consuelo, le diré que casi no ha padecido. No había forma humana de salvarlo.
– Gracias, señor.
– Ahora debo marcharme. ¿Se encargará usted de los preparativos?
– Sí, señor. Aunque, si me permite, abajo hay un distinguido caballero que precisa de sus cuidados.
– ¿Es algo urgente?
– El caballero ha manifestado un gran deseo de verle, señor.
Conduje al doctor Meredith al piso de abajo, le llevé hasta la sala de billar y después volví rápidamente a la sala de fumar, donde el ambiente era más eufórico si cabe.
Evidentemente, no soy yo quien debería sugerir que merezco figurar junto a los «grandes» mayordomos de nuestra gene ración, como mister Marshall o mister Lane; sin embargo, debo decir que hay quien, quizá por una exagerada magnanimidad, sostiene esta idea. Permítanme aclararles que cuando digo que el encuentro de 1923, y aquella noche en concreto, fue un momento decisivo para mi carrera, hablo tomando como referencia mis propios juicios, más modestos. Aun así, si piensan por un momento en las tensiones a que me vi sometido aquella noche, quizá no les parezca que me vanaglorio en exceso si me atrevo a sugerir que posiblemente demostré poseer, en todos los aspectos, algo de aquella «dignidad» que caracterizó a profesionales como mister Marshall y, por qué no decirlo, mi padre. ¿Por qué habría de negarlo? A pesar de los tristes recuerdos que en mí evoca aquella noche, siempre que me viene a la memoria va acompañada de una gran sensación de triunfo.
SEGUNDO DIA POR LA TARDE
Mortimer's Pond, Dorset
Al parecer, la pregunta «qué significa ser un gran mayordomo» tiene una faceta que hasta ahora no he abordado convenientemente, y, tratándose de un tema acerca del cual he reflexionado tanto durante toda mi vida, un tema que me afecta tan de lleno, debo decir que no haber reparado en este descuido me resulta bastante embarazoso. Francamente, creo que he desestimado con excesiva ligereza algunas de las consideraciones en que se basaba la Hayes Society para admitir a nuevos socios. Permítanme dejar bien claro que no es mi intención, en modo alguno, retractarme de las ideas que he expuesto antes sobre la «dignidad» y la importante relación entre esta virtud y el concepto de «grandeza». Sin embargo, he estado reflexionando más a fondo sobre otro de los postulados de la Hayes Society, concretamente, el que estipula como requisito previo para ser socio que «el candidato pertenezca a una casa distinguida». Mi opinión sigue siendo la misma, a saber, que semejante exigencia no es más que una manifestación inconsciente de esnobismo por parte de aquella asociación. No obstante, también pienso que con lo que estoy en desacuerdo es, sobre todo, con la forma anticuada de entender lo que es «una casa distinguida», y no con la idea general que encierra en sí este principio. En realidad, ahora que me he planteado más a fondo esta cuestión, creo que es posible que tuvieran razón al decir que todo gran mayordomo debe «pertenecer a una casa distinguida», siempre que se confiera a la palabra «distinguida» un significado más profundo que el que le atribuye la Hayes Society.