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– ¡Ah!, es usted.

Salí de la habitación raudo y veloz, y volví a toda prisa con un tenedor limpio. Al acercarme de nuevo a la mesa, pensé por un instante en deslizar el tenedor sobre el mantel con cuidado de no distraer a mi señor, que aparentemente seguía absorto en la lectura del periódico. Sin embargo, también se me ocurrió que mister Farraday podía estar fingiendo para aliviar mi desazón y que el hecho de entregarle el cubierto de forma tan subrepticia podía ser interpretado como un deseo por mi parte de restar importancia a mi descuido, o peor aún, como un intento de disimularlo. Por esta razón decidí que era más apropiado dejar el tenedor en la mesa con cierto brío. Mi patrón, entonces, volvió a sobresaltarse, levantó la mirada y dijo:

– ¡Ah!, es usted, Stevens. Son esta clase de errores, acaecidos durante los últimos meses, los que, naturalmente, han cuarteado mi autoestima: sin embargo, tampoco hay que pensar que suponen algo mucho más grave que un problema de escasez de personal. Con ello no estoy diciendo que la escasez de personal no sea un problema preocupante, pero si miss Kenton decidiera volver a Darlington Hall, este tipo de tropiezos quedarían, con toda seguridad, subsanados. Evidentemente, no debo olvidar que la carta de miss Kenton -que ayer volví a leer en mi habitación antes de apagar la luz- no manifiesta nada concreto que indique un firme deseo de volver a ocupar su antiguo empleo. Debo reconocer que existe la posibilidad de que, al hacerme unas ilusiones de carácter estrictamente profesional, haya exagerado cualquier supuesto indicio que permita inferir la existencia de ese deseo, dado que anoche me quedé un tanto sorprendido por lo difícil que me resultaba encontrar algún pasaje en el que claramente se pudiese demostrar que miss Kenton quiere volver.

De todas formas, me parece carente de sentido hacer demasiadas lucubraciones ahora que sé que, con toda probabilidad, podré hablar con miss Kenton cara a cara en un plazo que no supera las cuarenta y ocho horas. Debo decir, sin embargo, que anoche las páginas de esa carta voltearon por mi imaginación durante no escasos minutos mientras, echado en la cama, oía en la oscuridad al dueño y a su esposa terminando de recoger y limpiar, después de cerrar.

TERCER DIA POR LA TARDE

Moscombe, cerca de Tavistock, Devon

Pienso que debería volver a tratar el tema del antisemitismo, dado que hoy día se ha convertido en una cuestión bastante delicada, y al mismo tiempo replantear todo lo referente a la actitud de mi señor hacia los judíos. Y permítanme dejar bien claro que, contrariamente a como al parecer se ha dicho, en Darlington Hall nunca se ha discriminado a los judíos que han querido trabajar como empleados. Ésta es una cuestión que me atañe muy de cerca y una aseveración que puedo refutar con absoluto conocimiento de causa. Durante los años que pasé con mi señor siempre hubo muchos judíos entre el personal y permítanme añadir, además, que nunca recibieron un trato distinto por el hecho de ser judíos. Me cuesta realmente comprender las razones que subyacen bajo estas absurdas aseveraciones, a menos que tengan como origen -lo cual es ridículo- una época, breve e insignificante, allá por los años treinta, en que, durante unas cuantas semanas, mistress Carolyn Barnet ejerció una influencia ciertamente notable sobre mi señor.

Mistress Barnet, viuda de mister Charles Barnet, era a sus cuarenta años una mujer hermosa, y algunos dirían incluso que encantadora. Tenía fama de ser extraordinariamente inteligente, y por aquellos días solía contarse que había llegado a mofarse de más de un docto caballero en alguna cena donde se habían tratado importantes temas de actualidad. Durante sus frecuentes visitas a Darlington Hall, en el verano de 1932, esta dama y mi señor pasaron horas y horas conversando sobre temas de carácter social o político. Y recuerdo que fue mistress Barnet quien condujo a mi señor a una de aquellas «visitas organizadas» en que se recorrían los barrios más pobres del este londinense, y mediante las cuales mi señor conoció los hogares de numerosas familias que padecían la desesperada y lamentable situación de aquellos años. Quiero decir que, con toda probabilidad, fue mistress Barnet quien despertó en lord Darlington su creciente preocupación por las clases más pobres de nuestro país y, en este sentido, no puede decirse que su influencia fuese totalmente negativa. Pero, naturalmente, mistress Barnet también pertenecía a los camisas negras de sir Oswald Mosley, y los escasos encuentros que mi señor mantuvo con sir Oswald tuvieron lugar durante aquellas semanas de verano. Y fue igualmente por aquel entonces cuando ocurrieron en Darlington Hall una serie de incidentes, absolutamente atípicos, que supongo que sentaron los frágiles cimientos en que se basaron tan absurdas aseveraciones.

He empleado la palabra «incidentes», aunque algunos de estos hechos fueran realmente anodinos. Recuerdo, por ejemplo, una cena en la que mi señor, al comentarle una alusión que le habían hecho en un determinado periódico, replicó diciendo:

«¡Ah, sí! Se refiere usted a ese panfleto judío», y en otra ocasión, por aquella misma época, mi señor me ordenó no seguir dando donativos a una organización benéfica local que pasaba regularmente por nuestra puerta, alegando que los componentes de la directiva eran «casi todos judíos». Son detalles que he retenido en la mente porque, por aquel entonces, me causaron gran desconcierto, ya que con anterioridad a aquellos hechos mi señor nunca había mostrado aversión alguna por el pueblo judío.

Finalmente, hubo una tarde en que mi señor me pidió que fuera a su despacho. En un principio, nuestra conversación giró en torno a temas de carácter general, como preguntarme si funcionaba bien la casa, y esa clase de cosas. Pero, pasado un rato, me dijo:

– Stevens, hay un asunto que he estado pensando mucho. Sí, mucho. Y he llegado a la siguiente conclusión. Entre la servidumbre de Darlington Hall no podemos tener judíos.

– ¿Cómo dice, señor?

– Es por el bien de la casa y en interés de nuestros huéspedes, Stevens. Tras reflexionarlo mucho, es la conclusión a la que he llegado.

– Muy bien, señor.

– Y dígame, Stevens, en estos momentos creo que tenemos algunos a nuestro servicio. ¿No es así? Judíos, quiero decir.

– Creo que entre el personal que tenemos actualmente a nuestro servicio hay dos, señor.

– ¡Ah! -mi señor hizo una pausa, mirando por la ventana-, evidentemente tendrá que despedirlos.

– ¿Cómo dice, señor?

– Lamentablemente, así es, Stevens. No tenemos otra alternativa. Debemos considerar la seguridad y el bienestar de mis invitados. Le aseguro que he reflexionado mucho sobre este asunto. Es la única solución en interés de todos.

Los dos empleados afectados eran, concretamente, dos criadas. No habría sido correcto, por tanto, actuar sin dar parte antes del asunto a miss Kenton. Decidí hacerlo aquella misma tarde cuando nos encontrásemos en su habitación para tomar el chocolate. Explicaré en pocas palabras en qué consistían realmente estos encuentros que celebrábamos en el gabinete de miss Kenton al terminar el día. En general, estas reuniones tenían carácter básicamente profesional; sin embargo, como es natural, de vez en cuando hablábamos de temas más informales. La razón por la que nos reuníamos era muy simple: nos habíamos dado cuenta de que llevábamos unas vidas tan ajetreadas que, a veces, podían pasar varios días sin que encontrásemos el momento de hablar aunque fuese de las cosas más elementales. Reconocimos que esta situación ponía en grave peligro la buena marcha de nuestras tareas, y que el remedio más eficaz sería que pasásemos, los dos solos unos quince minutos en la habitación de miss Kenton al terminar el día. Insisto en repetir que estas reuniones tenían un carácter esencialmente profesional. Es decir que, por ejemplo, estudiábamos el plan de algún próximo acontecimiento o hablábamos de cómo se iba adaptando algún nuevo empleado.

Pero volviendo al hilo de la historia, se darán cuenta de que la perspectiva de anunciar a miss Kenton que estaba a punto de despedir a dos de sus criadas no dejaba de angustiarme. Las muchachas habían cumplido de modo satisfactorio con sus tareas y, dado que la cuestión judía se ha convertido en un tema tan delicado, añadiré lo siguiente: todo mi ser se oponía instintivamente a la idea de tener que despedirlas. No obstante, estaba muy claro cuál era mi obligación en aquel caso concreto, y comprendí que no iba a ganar nada con revelar irresponsablemente mis dilemas personales. Se trataba de un difícil cometido, pero justamente por eso era preciso llevarlo a cabo con dignidad. De este modo, aquella noche, cuando por fin me decidí a sacar el tema al final de nuestra conversación, lo hice del modo más conciso posible y con la mayor profesionalidad, concluyendo con estas palabras:

– Mañana a las diez y media hablaré en la despensa con las dos empleadas. Le agradecería que me las enviase. Y dejo a su criterio el que les comunique o no de antemano lo que tengo que decirles.

Después de esas palabras, como miss Kenton no parecía tener nada que objetar, proseguí:

– Gracias por el chocolate, miss Kenton. Ahora, debo retirarme. Mañana me espera otro día muy ajetreado.

Y fue entonces cuando miss Kenton repuso:

– Mister Stevens, no doy crédito a mis oídos. Ruth y Sarah llevan más de seis años a mi servicio. Tengo absoluta confianza en ellas, y ellas en mí. Su trabajo en esta casa ha sido excelente.

– No lo dudo, miss Kenton; sin embargo, no debemos permitir que los sentimientos nos ofusquen la razón. Ahora debo retirarme.