– Mister Stevens, me parece indignante que esté ahí sentado, hablándome de todo esto, como si estuviésemos haciendo la hoja de pedidos. ¿Me está usted insinuando que hay que despedir a Ruth y a Sarah por el hecho de ser judías?
– Miss Kenton, acabo de explicarle cuál es la situación. Mi señor ya ha tomado una decisión y no hay nada que usted o yo tengamos que discutir al respecto.
– ¿Y no le parece, mister Stevens, que estaría… mal despedir a Ruth y a Sarah por ese motivo? Le digo que no pienso aceptarlo. Y es más, me niego a trabajar en una casa donde ocurren estas cosas.
– Miss Kenton, le ruego que se calme y se comporte como corresponde a su rango. Este es un asunto que ya está decidido. Mi señor desea que se rescindan estos dos contratos, no hay nada más que hablar.
– Le advierto, mister Stevens, que no pienso seguir trabajando en una casa donde pasan estas cosas. Si echan a estas dos muchachas, yo también me iré.
– Miss Kenton, me sorprende que reaccione usted de este modo.
– Le digo, mister Stevens, que hará usted muy mal si despide mañana a esas dos chicas. Cometerá un pecado muy grave. Y, además, le aseguro que me iré de esta casa.
– Miss Kenton, permítame decirle que no es usted la persona más indicada para emitir juicios de tal gravedad. Vivimos en un mundo complicado y traicionero. Hay muchas cosas que ni usted ni yo, en nuestra posición, podemos comprender, como por ejemplo el problema de los judíos. En cambio, mi señor, me atrevo a suponer, está capacitado para juzgar lo que es más conveniente. Y ahora, miss Kenton, debo retirarme. Gracias de nuevo por el chocolate. Mañana a las diez y media le ruego me envíe a las dos empleadas.
Por los sollozos de las dos muchachas cuando entraron en la despensa a la mañana siguiente, comprendí que miss Kenton ya había hablado con ellas. Les expliqué la situación lo más brevemente que pude, dejando bien claro que su trabajo había sido satisfactorio y que, por consiguiente, tendrían buenas referencias. Que ahora recuerde, ninguna de las dos dijo nada de particular durante la entrevista, que duró quizá tan sólo tres o cuatro minutos, y se fueron sollozando, igual que habían llegado.
Miss Kenton se mostró extremadamente fría los días que siguieron al despido de ambas empleadas, y en ocasiones, incluso delante de los criados, me trató de forma bastante descortés. Aunque continuamos viéndonos cada tarde para tomar el chocolate, las reuniones eran siempre muy breves y tensas. Al pasar dos semanas y ver que su comportamiento no variaba lo más mínimo, comprenderán que empezara a irritarme, y una tarde, en una de nuestras reuniones, le dije irónicamente y esbozando una sonrisa:
– Miss Kenton, me sorprende que todavía no se haya marchado.
Naturalmente, pensaba que tras este comentario se aplacaría un poco y tendría algún gesto conciliador que nos permitiera de una vez por todas poner fin a este episodio. Sin embargo, miss Kenton se limitó a mirarme fijamente y dijo:
– Sigo teniendo la intención de marcharme, mister Stevens. Pero he estado muy ocupada y no he tenido tiempo para ocuparme del asunto.
Debo admitir que por un momento su respuesta me dejó algo preocupado e incluso llegué a pensar que había proferido aquella amenaza en serio; sin embargo, conforme transcurrieron las semanas, resultaba cada vez más evidente que miss Kenton no se iría de Darlington Hall. La tensión entre nosotros fue progresivamente cediendo y recuerdo que de vez en cuando la molestaba con bromas y me burlaba de su amenaza. Por ejemplo, si estábamos hablando de algún importante acontecimiento futuro que debía tener lugar en la casa, le hacía observaciones como: «Bueno, eso suponiendo que aún siga usted con nosotros». Y habiendo transcurrido ya varios meses desde nuestro incidente, cuando oía este tipo de observaciones miss Kenton todavía solía quedarse callada, aunque supongo que, más que por rabia, era porque se sentía violenta.
Como es natural, llegó un momento en que el asunto quedó olvidado. Sin embargo, recuerdo que el tema volvió a tratarse, por última vez, un año después que las chicas hubiesen sido despedidas.
Fue mi señor quien una tarde en el salón, mientras le servía el té, volvió sobre el asunto. Por aquel entonces mistress Carolyn Barnet ya no influía en él; de hecho, había dejado de venir a Darlington Hall. Y quizá convenga añadir que, por otra parte, mi señor había roto todos sus vínculos con los camisas negras tras haber comprobado el auténtico y peligroso carácter de esta organización.
– ¡Ejem! Stevens -me dijo aquel día-, hace tiempo que quería hablarle… respecto a aquel asunto, hace un año. ¿Se acuerda? Sobre las dos criadas judías.
– Sí, señor.
– Supongo que será imposible localizarlas. Aquello no estuvo bien. La verdad es que me gustaría poder compensarlas de algún modo.
– Me ocuparé del asunto, señor. Pero no puedo asegurarle que nos sea posible saber qué ha sido de ellas.
– Vea usted qué se puede hacer. No, no estuvo bien.
Pensé que esta conversación con mi señor podía interesar a miss Kenton, y juzgué adecuado hacérsela saber, con el riesgo incluso de que renaciese su enfado. Finalmente, le comenté lo ocurrido una tarde de niebla en que la vi en el cenador, y el encuentro tuvo curiosos resultados.
Recuerdo que aquella tarde la bruma empezaba a posarse mientras cruzaba el césped. Me dirigía al cenador con el fin de recoger el servicio del té, que mi señor y unos invitados habían tomado un poco antes, y bastante antes de llegar a las escaleras donde se había caído mi padre descubrí, a lo lejos, la figura de miss Kenton, que se movía dentro del cenador. Al entrar, miss Kenton ya se había sentado en una silla de mimbre que había a un lado y estaba, creo, ocupada en una labor de costura. Efectivamente, al acercarme vi que estaba arreglando un cojín. Empecé a recoger las tazas y demás vajilla que había entre las plantas y sobre los muebles de caña, y si no me falla la memoria intercambiamos algunas palabras corteses y no sé si hablamos de algún asunto del trabajo. El caso es que, después de haber pasado varios días en el cuerpo principal de la casa, era realmente estimulante estar en el cenador, y ninguno de los dos nos sentíamos impulsados a realizar presurosamente nuestras tareas. En realidad, aquel día no se alcanzaba a ver demasiado lejos, porque la niebla lo envolvía todo y la luz se apagaba rápidamente. Miss Kenton, por ello, tenía que levantar la costura en dirección a los últimos rayos de sol que entraban. Recuerdo que los dos interrumpíamos a ratos nuestras respectivas ocupaciones, y nos poníamos a contemplar el paisaje que nos rodeaba. Yo tenía mi mirada puesta en los chopos plantados a lo largo del camino de acceso, donde la niebla se estaba espesando, cuando por fin me atreví a sacar a colación el tema de las dos muchachas que habían sido despedidas el año anterior:
– Estaba pensando, miss Kenton… Ahora me hace gracia, pero recordará que hace un año, por estas mismas fechas, seguía usted insistiendo en que iba a dejar este trabajo. Tiene gracia, ¿no?
La verdad es que la situación me divertía. Solté una pequeña carcajada, pero miss Kenton siguió callada. Al volverme a mirarla, la vi contemplando el mar de niebla que se extendía fuera, al otro lado del cristal.
– Posiblemente no se haga usted idea, mister Stevens -dijo por fin-, de lo seriamente que hablaba. Estaba decidida a dejar esta casa. Me sentía tan indignada… Si hubiese sido alguien mínimamente respetable, le aseguro que me habría ido de Darlington Hall hace mucho tiempo. -Hizo una pausa y yo volví a contemplar los chopos a lo lejos. Al cabo de unos instantes, prosiguió con voz cansada-: No fue más que cobardía, mister Stevens. Pura cobardía. ¿Adónde habría ido? No tengo familia. Sólo una tía. Y aunque la quiero mucho, cuando vivo con ella tengo la sensación de que estoy perdiendo el tiempo. Me decía que podía buscar otro empleo, pero me daba miedo, mister Stevens. Cada vez que pensaba en irme, me veía sola por ahí, dando vueltas, sin ningún conocido y sin que a nadie le importara mi vida. ¡Ya ve lo fuertes que son mis elevados principios! ¡Me da tanta vergüenza! No pude irme, mister Stevens, me faltó valor.
Miss Kenton hizo otra pausa y se quedó pensativa. Entonces me pareció que era el momento oportuno para contarle, del modo más exacto posible, lo ocurrido un rato antes entre lord Darlington y yo. Procedí a narrarle los hechos y concluí diciendo:
– Lo que está hecho ya no tiene remedio, pero al menos me ha consolado oírle decir a mi señor que todo aquello fue un grave error. He pensado que le gustaría saberlo. Después de todo, a usted la afectó tanto como a mí.
– Discúlpeme, mister Stevens -dijo miss Kenton, que aún seguía a mis espaldas, con una voz totalmente distinta, como si la hubiesen despertado bruscamente de un sueño-, pero no lo entiendo. -Y tras volverme, prosiguió-: Si no recuerdo mal, a usted le importaba un comino que Ruth y Sarah tuviesen que marcharse. Diría que incluso hasta le pareció bien.
– Escúcheme, miss Kenton, creo que se muestra injusta. Fue un asunto que me afectó mucho, sí, mucho. Le aseguro que me divierten más otras cosas.
– ¿Y por qué no me dijo usted eso en aquel momento?
Sonreí, pero durante unos instantes no supe muy bien qué contestar. Y antes de encontrar una respuesta, miss Kenton dejó a un lado la costura y añadió: