– ¿Habla en serio, mister Stevens?
– Completamente, miss Kenton. Y es más, hace tiempo que no se limpia como es debido la hornacina que hay a la entrada del comedor. Discúlpeme, pero aún podría sacar a relucir alguna que otra cosa.
– No hace falta que insista, mister Stevens. Como usted ha dicho, vigilaré el trabajo de las dos nuevas criadas.
– Me extraña que le hayan pasado por alto cosas tan evidentes, miss Kenton.
Miss Kenton apartó la mirada y volvió a mostrar una expresión confusa, como si se estuviese devanando los sesos por entender algo que la hubiese desconcertado. Más que molesta, me pareció cansada.
Cerró el aparador y dijo:
– Le ruego que me disculpe, mister Stevens.
Y salió de la habitación.
En realidad, ¿qué sentido tiene estar siempre especulando sobre lo que habría pasado si tal situación o tal otra hubiesen terminado de forma diferente? Acabaría uno loco. En cualquier caso, aunque me parece muy bien decir que hubo momentos trascendentales, sólo es posible reconocerlos al considerar el pasado. Evidentemente, cuando ahora pienso en aquellas situaciones, es cierto que me parecen momentos cruciales o únicos en mi vida; sin embargo, mi impresión mientras sucedían no era la misma. Más bien, pensaba que disponía de un número ilimitado de años, meses y días para resolver las diferencias que enturbiaban mi relación con miss Kenton, o que aún surgirían ocasiones en que podría remediar las consecuencias de algún que otro malentendido. Lo que sí es verdad es que, en aquella época, nada parecía indicar que a causa de unos incidentes tan insignificantes todas mis ilusiones acabarían frustrándose.
Creo que me dejo llevar por los recuerdos y, en cierto modo, me estoy poniendo taciturno. Sin duda, influye en ello, por un lado, la hora que es, y por otro, la fatiga que arrastro después de todo lo ocurrido esta tarde. Tampoco cabe duda de que el estado de ánimo que me invade es consecuencia asimismo del hecho de que, según tengo previsto -si consigo gasolina en el taller del pueblo, tal y como me han asegurado los Taylor-, mañana espero llegar a Little Compton antes del mediodía y volver a ver a miss Kenton, de nuevo, al cabo de tantos años. Por supuesto, no hay motivos para pensar que nuestro encuentro vaya a ser más que una visita formal. De hecho supongo que, al margen de cierta falta de protocolo acorde con las circunstancias, la entrevista tendrá básicamente carácter profesional, es decir, procuraré averiguar si miss Kenton tiene interés o no en volver a ocupar su antiguo puesto en Darlington Hall ahora que, por desgracia, parece que se ha quedado sin hogar, al romperse su matrimonio. Añadiré igualmente que anoche, al releer su carta, quizá saqué conclusiones erróneas, o leí demasiado entre líneas; en cualquier caso, sigo manteniendo que algunas partes de la carta transparentaban cierto anhelo nostálgico, patente en frases como la siguiente: «Me gustaba mucho contemplar el paisaje que se veía desde los dormitorios del segundo piso, con las colinas a lo lejos».
Y vuelvo a preguntarme qué sentido tiene hacer lucubraciones sobre las actuales intenciones de miss Kenton si mañana podré conocerlas de su propia boca. Además, me he desviado bastante de los hechos acaecidos esta tarde y que estaba relatando antes. Les diré que estas últimas horas me han resultado agotadoras. Pensaba que para una noche ya había tenido suficiente al verme obligado a abandonar el coche en una colina solitaria y tener que caminar hasta este pueblo, casi en plena noche, por un sendero bastante abrupto. En cuanto a los señores Taylor, mis amables anfitriones, estoy seguro de que, deliberadamente, nunca me habrían hecho aguantar lo que he tenido que sufrir esta noche. Sin embargo, el caso es que una vez en la mesa dispuesto a cenar con ellos, y tras empezar a llegar los vecinos, me he visto inmerso en una situación de lo más desagradable.
Al parecer, los señores Taylor utilizan la habitación que da entrada a la casa a modo de comedor y sala de estar. Es una habitación acogedora, con una gran mesa toscamente tallada, de esas que se encuentran en las cocinas de las granjas, que tienen el tablero sin barnizar y muchas incisiones y tajaduras de cuchillos. Eran marcas muy visibles, a pesar de que la mesa sólo estaba iluminada por la luz amarilla de una lámpara de petróleo colocada en un estante de una de las esquinas.
– No es que no tengamos electricidad, señor -me comentó mister Taylor señalando con la cabeza la lámpara-, es que tenemos problemas con la instalación. Llevamos así casi dos meses. Aunque si quiere que le diga la verdad, no nos importa mucho. Hay casas en el pueblo que no han tenido nunca luz eléctrica. La luz del petróleo es más agradable.
Mistress Taylor nos había servido un caldo muy bueno con tropezones de pan frito y, tal como se presentaba la noche, todo me hacía suponer que transcurriría tranquilamente, conversando quizá durante una hora antes de irme a la cama. No obstante, justo al final de la cena, mientras mister Taylor me ofrecía una jarra de cerveza que elaboraba un vecino, oímos unos pasos que se acercaban por la grava. El sonido de unos pies que se acercaban a una casa aislada, en plena oscuridad, me resultaba siniestro. Sin embargo, mis anfitriones no parecieron sentirse amenazados, ya que la voz de mister Taylor al decir «Anda, ¿quién será a estas horas?» sólo revelaba curiosidad, nada más.
Aunque parecía haberlo preguntado sólo para sí mismo, en aquel momento nos llegó desde fuera una voz a modo de respuesta que decía:
– Soy Georges Andrews. Pasaba por aquí…
Y acto seguido mistress Taylor franqueó el paso a un hombre recio, de unos cincuenta años, el cual, a juzgar por su vestimenta, debía de haber pasado el día ocupado en labores agrícolas. Con una familiaridad que denotaba lo frecuente de sus visitas, tomó asiento en un taburete que había junto a la entrada y se quitó las botas de agua, no sin esfuerzo, mientras hacía una serie de observaciones intrascendentes a mistress Taylor. Seguidamente se acercó a la mesa, se calló y se puso firmes delante de mí como si se presentara ante un oficial del ejército.
– Buenas noches, señor. Me llamo Andrews -dijo-. Lamento que haya tenido semejante contratiempo, aunque espero que no le moleste demasiado tener que pasar la noche en Moscombe.
Me puse a pensar, algo confuso, en cómo se habría enterado mister Andrews de que había tenido, según sus palabras, un «contratiempo». En cualquier caso, le respondí con una sonrisa que no me «molestaba» en absoluto, sino que más bien me sentía extremadamente agradecido por la hospitalidad de que era objeto. Al decir esto me refería, como es natural, a la amabilidad de los señores Taylor; sin embargo, mister Andrews creyó, por lo visto, que mi expresión de agradecimiento también le incluía, ya que, levantando sus dos manazas en actitud defensiva, replicó:
– En absoluto, señor, su presencia es muy grata. Para nosotros es un honor tenerle aquí. No se ve a mucha gente como usted por estas tierras. Nos honra mucho que haya pasado por aquí.
Sus palabras me hicieron pensar que todo el pueblo estaba al corriente de mi «contratiempo» y de que había ido a parar a aquella casa. Y en realidad, como descubriría al poco tiempo, ése era el caso. Supongo que durante el rato transcurrido después que me mostrasen la habitación donde ahora me encuentro, mientras me lavaba las manos e intentaba arreglar del mejor modo posible los desperfectos sufridos por mi chaqueta y las vueltas de los pantalones, los señores Taylor habían informado a todos los vecinos acerca de mi persona. En cualquier caso, durante los minutos que siguieron llegó otra visita, un hombre de aspecto parecido al de mister Andrews, es decir, algo tosco y rústico, y también con botas de agua, que se quitó con la misma familiaridad que aquél. De hecho, les encontré tan semejantes que, hasta que el recién llegado se me presentó como «Morgan, señor, Trevor Morgan», pensé que eran hermanos.
Mister Morgan me hizo saber que lamentaba mi «desgracia», y me aseguró que todo se arreglaría por la mañana; seguidamente, me dio la bienvenida al pueblo. Hacía unos instantes que había oído expresar los mismos sentimientos, sin embargo, mister Morgan añadió:
– Es un privilegio tener en Moscombe a un caballero como usted, señor.
Antes que tuviera tiempo para pensar una respuesta, se volvieron a oír pasos que se acercaban por el sendero, y al poco rato entró en la casa una pareja de mediana edad que me fue presentada como los señores Harry Smith. El aspecto de aquellas personas no era nada rústico. Ella era una mujerona con pinta de matrona que me recordaba a mistress Mortimer, la cocinera de Darlington Hall allá por los treinta. Mister Harry Smith, en cambio, era un hombre bajito, con una expresión enérgica que le surcaba el ceño. Mientras se sentaban junto a la mesa, el hombre me dijo:
– ¿Su coche es ese Ford tan estupendo que está en Thornley Bush Hill, señor?
– Si se refiere a la colina desde la que se divisa el pueblo, sí, es el mío -respondí-. Aunque me sorprende que lo hayan visto.
– Personalmente no, señor. Ha sido Dave Thornton, al pasar con su tractor hace un momento, cuando volvía a su casa. Le ha sorprendido tanto ver un coche allí, que se ha bajado del tractor a mirarlo. -En ese instante, mister Harry Smith se dirigió al resto de la concurrencia-: Una maravilla de coche. Me ha dicho que nunca había visto nada igual. ¡Ni comparación con el de mister Lindsay!
Este comentario suscitó una fuerte carcajada general, y mister Taylor, que estaba sentado a mi lado, me dijo: